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Authors: Henning Mankell

Tea-Bag (31 page)

—¿Qué pensarán? —preguntó Leyla cuando Tea-Bag ya había vuelto a fijar la parte de atrás y colocado de nuevo la foto en la cómoda—. No van a entender. Le hemos dado un enigma a esta familia. El mejor regalo que te pueden dar.

Jesper Humlin miró la fotografía. Las tres chicas sonrientes se habían introducido en aquella foto antigua de personas acicaladas que miraban directamente a la cámara hacía cien años.

Volvieron a la cocina. Tea-Bag no se había quitado aún su anorak a pesar de que hacía calor, ni siquiera había bajado la cremallera. Tanja estaba sentada en el rincón de la mesa, donde su cara descansaba en la sombra, Leyla se tocaba inquieta una espinilla que le estaba creciendo en uno de los orificios de la nariz. Tea-Bag mecía la silla.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Jesper Humlin pensando que tal vez ya había llegado el momento.

Tea-Bag sacudió la cabeza hundiendo aún más la barbilla en el grueso anorak.

—Intentó robar un mono —dijo Leyla.

—¿Un mono?

—Un mono chino. De porcelana. En una tienda de antigüedades. Se rompió. Era caro.

—¿Cuánto costaba?

—Ochenta mil.

—¿Cómo podía costar tanto?

—Era de alguna dinastía antigua. Tenía tres mil años. Lo ponía en la etiqueta.

—¡Cielo santo! ¿Qué pasó después?

—Los dueños cerraron las puertas y llamaron a la policía. Pero ella escapó. Aunque se dejó el bolso con los teléfonos.

—¿Por qué querías robar un mono de porcelana?

Tea-Bag no contestó. En vez de eso se levantó y apagó la luz. Había oscurecido. En la cocina entraba un rayo de luz desde el vestíbulo y el cuarto de estar. Jesper Humlin supuso que iba a oír la continuación de la historia que había sido interrumpida tantas veces. Tal vez oiría incluso el final.

Cuando no sé qué hacer en absoluto suelo elegir un escaparate al azar y ver si allí hay algo, tras el cristal, que me pueda decir hacia dónde ir, con quién tengo que hablar, qué tengo que evitar. Antes de llegar a Lagos no había visto escaparates. En la aldea donde nací no había escaparates, tampoco en las ciudades pequeñas que estaban esparcidas por las llanuras donde se encontraban los caminos y los ríos eran tan anchos que se podía navegar en ellos. Pero yo vi ese mono de porcelana en el escaparate, que me miraba directamente a los ojos, y sentí que tenía que tocarlo. Si el dueño de la tienda no hubiera empezado a ir y venir habría vuelto a colocar el mono en su sitio y luego me hubiera ido. Miré los ojos de aquel mono y comprendí que era muy viejo, varios miles de años, era como ver los ojos de una persona muerta, exactamente como recuerdo los ojos de mi abuela Alemwa, que te aspiraban poco a poco como una cascada de agua y luego te impulsaban directamente dentro de su alma. Tal vez eran en realidad los ojos de Alemwa los que estaban en aquella vieja cabeza de mono de porcelana china, no lo sé, pero de repente fue como si estuviera de nuevo en la aldea donde todo empezó, era como si pudiera ver mi viaje, mi vida entera, con toda nitidez, con toda claridad, como el cielo estrellado por la noche en África.

Alemwa, sé que cuidas de mía pesar de que lleves tantos años muerta. Recuerdo todavía, aunque yo era muy pequeña, cuando te acostaste y cerraste los ojos por última vez. Lo puedo ver ante mí, cómo llevamos tu cuerpo ligero y delgado envuelto en una alfombra de rafia, o tal vez era de caña, y te enterramos al lado de la colina donde el camino que baja hacia el río hace un recodo. Mi padre dijo que habías sido una persona amable que siempre te habías tomado tiempo para escuchar los problemas de los demás, por lo que serías enterrada cerca de un camino donde no correrías el riesgo de estar sola. Yo era igual que tú, todos lo decían, mi madre también, y creo que me temía del mismo modo que te temía a ti. Todavía puedo sentir tu aliento pegado a mi nuca. Lo siento cada día y lo sentí a menudo durante el largo viaje. Sé que estás a mi lado cuando amenaza un peligro y parece que en este mundo no haya más que peligros.

Tal vez fuera tu aliento, Alemwa, lo que me despertó aquella noche cuando los soldados vinieron a buscar a mi padre. Recuerdo que mi madre gritó, aullaba como un animal que ha quedado atrapado por una pata en una trampa y trata de roer su propia pata para soltarse. Creo que era lo que trataba de hacer mi madre cuando se llevaron a mi padre, deshacerse de todos sus miembros, brazos, piernas, oídos, ojos. Le pegaron hasta dejarlo ensangrentado, pero aún vivía cuando se lo llevaron de allí arrastrándolo en la oscuridad.

Sé que esa noche me convertí en adulta, demasiado deprisa, como si me arrancaran la niñez como una piel. Aún puedo recordar el dolor, saber qué pasó pero no por qué, ver cómo unos soldados jóvenes que se reían se llevaban a rastras a mi padre como si fuera un bulto sangrante. Creo que fue eso lo que me hizo ser adulta, comprender que la brutalidad puede asociarse con la risa. Los meses siguientes mi madre se sentaba cada noche fuera de la cabaña como esperando que mi padre volviera, que de pronto estuviera allí encima del techo, y ella le haría bajar seduciéndolo con su suave voz, y luego se acostarían fuertemente abrazados durante el resto de la noche.

Entonces llegó aquella noche en que supimos que los soldados que se reían volvían de nuevo. Mi madre cubrió su rostro con un pañuelo blanco y empezó a temblar cuando oyó hablar de los soldados. Yo era la única hija que estaba en casa entonces, y cuando se quitó el pañuelo de la cara vi que había llorado. Su cara se había transformado completamente, se había metido hacia dentro, no pude ver nada de vida en sus ojos, y me tiró el pañuelo blanco gritándome que desapareciera. Me echaba para que sobreviviera.

Desde ese momento corrí. Apretaba con fuerza las plantas de los pies contra el suelo, como mi padre me había enseñado, pero corrí todo el tiempo. Tenía tanto miedo que ni siquiera me detuve en la colina donde el camino pasaba junto a tu tumba, Alemwa. Creo que nadie sabe en realidad lo que significa huir. Verse obligada a partir, dejar todo detrás de ti y correr para vivir. Aquella noche en la que abandoné la aldea sentí como si dejara todos mis pensamientos y recuerdos colgados detrás de mí igual que un cordón umbilical sangriento, negándome a cortarlo hasta que hubiera llegado lejos, muy lejos de la aldea. Creo que nadie que no haya sido obligado a huir y haya tenido que correr para esconderse de personas o armas o sombras oscuras que amenazan con matarte, puede entender lo que significa. El horror extremo no se puede transmitir, nunca se puede contar. No se puede explicar a otra persona lo que significa ir corriendo hacia la oscuridad, con la muerte y el dolor y la humillación detrás de ti.

No recuerdo nada de mi huida, sólo aquel miedo enorme antes de llegar a Lagos, antes de ser absorbida por un mundo que ni siquiera sabía que existiera. No tenía dinero ni comida, no sabía con quién hablar. En cuanto veía soldados me escondía y creía que el corazón se me iba a salir del pecho. Traté de hablar contigo, Alemwa. Pero fue la única vez que no oí lo que me decías. Tal vez estabas enferma. Intenté sentir tu aliento pero no había nadie detrás. El aliento que sentí por fin en mi nuca apestaba a alcohol y a tabaco.

No sé cuánto tiempo llevaba en la ciudad. Pero entonces mi desesperación había llegado tan lejos que decidí encontrar a un hombre que me diera dinero para poder continuar huyendo. Sabía el precio que tenía que pagar. Se trataba de encontrar a un hombre que tuviera dinero suficiente, ¿Pero qué era «dinero suficiente»? ¿Y hacia dónde iba yo en realidad? No sabía ni siquiera qué punto de la brújula era el más seguro.

Durante los tres días y tres noches que anduve dando vueltas por Lagos pasando hambre encontré a otras personas que también huían. Era como si segregáramos un olor especial que sólo otros fugitivos podían reconocer. Éramos como animales ciegos que nos encontrábamos con la ayuda del olor. Todos iban cargados de sueños, de planes. Algunos habían decidido dirigirse a Sudáfrica, otros querían ir a las ciudades portuarias de Kenya o Tanzania para intentar esconderse en alguna embarcación. Pero también había algunos que ya se habían rendido. Se habían quedado en Lagos y creían que nunca iban a seguir. Todos temían a los militares, a los soldados jóvenes que se reían. Muchos tenían historias espantosas que contar, otros se habían fugado de cárceles heridos en cuerpo y alma.

Traté de escuchar a aquellos animales ciegos, interpretar sus olores y contestar a la pregunta de hacia dónde iría yo. A cada fugitivo que me encontraba le preguntaba si había visto u oído algo de mi padre. Pero había desaparecido. Era como si aquellos jóvenes soldados lo hubieran destrozado con sus risas. Intenté hablar contigo, Alemwa, pero no pude oír tu voz. Era como si todos los ojos de la ciudad, todas esas máquinas que resoplaban impidieran que sintiera tu aliento. No había estado nunca tan sola como durante aquellos días y noches en Lagos.

Me sentía tan sola que a veces tocaba a escondidas a otras personas que pasaban por la calle cerca de mí. A veces se ponían a gritar, pues creían que era una carterista.

Corrí, corrí todo el tiempo, mis piernas se movían incluso cuando estaba dormida. Empecé a perseguir a ese hombre que me iba a ayudar. Pero fue él quien me encontró. Yo había llegado a un restaurante al aire libre, moviéndome en la oscuridad al otro lado de la verja donde vigilantes furiosos ahuyentaban a todos los que pedían limosna molestando a los distinguidos y ricos que salían de sus coches con chóferes. De repente percibí aquel aliento. Me sobresalté y me volví, preparada para pegar a cualquiera que intentara atacarme.

El hombre que estaba allí era pequeño, de cara pálida, era blanco y tenía un bigote fino. Respiró muy cerca de mi cara. Su sonrisa debería haberme alertado, pues había aprendido que las personas que se reían podían matar con una precisión y brutalidad atroz, había visto que personas sonrientes podían atrapar, golpear y engañar. Pero tal vez estaba tan desesperada que no le di importancia a su fría sonrisa, o tal vez simplemente no pude oír tu voz alertándome. Me preguntó cómo me llamaba, y dijo que venía de Italia, tal vez se llamaba Cartini o Cavanini, ya no lo recuerdo. Pero era ingeniero. Había estado cuatro meses en Lagos y ahora iba a regresar a su país. Era algo de calderas de vapor, o tal vez una central térmica, no lo sé, hablaba tan deprisa, y vi que su mirada se deslizaba por mi cuerpo, de arriba abajo, de abajo arriba, y pensé que ése era el hombre que podía ayudarme.

En aquel momento no sabía dónde estaba Italia. Ni siquiera sabía dónde estaba África, ni que había continentes separados por el mar. Había oído hablar de Europa, de su abundancia, y había oído hablar de América, pero nadie me había dicho que los caminos no llevaban a esos países. Europa era tal vez una ciudad, como Lagos, pero sin verjas con vigilantes furiosos, una ciudad donde las puertas estaban abiertas, donde incluso alguien como yo podía entrar sin que lo amenazasen o golpearan.

Me preguntó si quería acompañarlo, si tenía algún precio, si estaba sola. Pensé que era extraño que formulara las preguntas en orden incorrecto. Preguntaba el precio antes de asegurarse de que estaba en venta. Tal vez creía que todas las mujeres negras estaban en venta, que no existía dignidad en un país donde casi todos son paupérrimos. Pero a pesar de que se había equivocado en el orden de las preguntas, lo seguí.

Tenía un coche. Creía que iríamos a un hotel, pero se dirigió a una casa grande que estaba en una zona cercada con muchas casas iguales y perros que ladraban todos igual, vigilantes que se parecían unos a otros y lámparas delante de cada entrada, que esparcían una luz fuerte, casi hiriente. Entramos en la casa. Me preguntó si quería bañarme y si tenía hambre, y todo el tiempo sus ojos recorrían mi cuerpo de arriba abajo. Yo llevaba un vestido azul que se había descosido por un lado. Cuando estaba sentada comiendo en la gran cocina me tocó a través de aquella costura que estaba rota, y recuerdo que me dio un escalofrío. Me había preguntado el precio. Yo no había contestado, ya que una persona no puede tener precio alguno. Debe de haber sido eso lo que hizo que empezara a odiarlo inmediatamente.

Enseguida supe lo que me esperaba. Cuando tenía trece años mi madre había dicho que era hora de que me acostumbrara a lo que querían los hombres y a lo que tenían derecho, y me presentó a uno de sus hermanos. No me gustó, era bizco y respiraba con dificultad. Fue una experiencia terrible, como ser desgarrada por alguien que intentaba dar patadas en mi cuerpo. Luego lloré, pero mi madre dijo que lo peor ya había pasado, que a partir de ese momento todo iría mejor o en todo caso no sería peor.

Entramos en el dormitorio del hombre pálido, que se encontraba al otro lado del apartamento, había una ventana abierta, soplaba el viento de la noche. Podía oír tambores a lo lejos y personas que cantaban. La habitación estaba a oscuras, me tumbé con el vestido subido por encima de la cabeza y esperé. Oí que se movía en la habitación, sonaba como si suspirara. Luego se puso encima de mí. Yo escuchaba los tambores y la canción, el sonido era cada vez más fuerte, no sentí en ningún momento que él estuviera dentro de mí, debió de estarlo pero no lo sentí, sólo oí los tambores y la canción que subía y bajaba y a veces se convertía en un grito.

De pronto retiró el vestido de mi cara. A pesar de que la habitación estaba a oscuras, que sólo había la luz del farol de afuera, pude ver que su sonrisa había desaparecido. Sudaba y jadeaba, le caían gotas del bigote. Tenía el rostro desencajado, como si le hubiese dado un dolor muy fuerte. Empezó a gritar a la vez que apretó sus manos alrededor de mi cuello y trató de estrangularme. Comprendí que quería matarme. Me resistí todo lo que pude. Me acusaba de todo, de que estuviera en su cama, de que fuera negra, de que oliera a especias cuyo nombre no conocía, de que me pusiera el vestido por encima de la cabeza, de que me vendiera, de que, en definitiva, existiera.

Logré golpearlo tan fuerte que me soltó. Me bajé de la cama rodando y traté de encontrar mis zapatos. Cuando me di la vuelta estaba con un brazo en alto. Llevaba en la mano un garfio grande, de los que se usan en la pesca de tiburones. Lo miré a los ojos. Parecían dos puertas pesadas cerrándose.

Entonces se oyó un ruido, él se quedó de pie, las dos puertas permanecieron abiertas. Le vi girar el rostro hacia una ventana en la que se movía una fina cortina blanca en el invisible y cálido viento de la noche. Allí había un mono sentado. Tenía la piel de color pardo y se rascaba la frente. No sabía de dónde venía, pero me había salvado la vida. Levanté una pesada silla de madera que había al lado de la cama y la dejé caer con toda mi fuerza sobre la cabeza del hombre pálido. El mono me miró sorprendido y luego siguió rascándose indiferente. No sé si maté a aquel hombre. Sólo recogí mis zapatos deprisa y corriendo y me llevé su billetera y el reloj que estaba al lado de la cama. Luego eché a correr. Cuando salí al jardín, me di la vuelta. El mono estaba allí sentado en la ventana, como una sombra entre las cortinas blancas que se movían despacio.

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