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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Srta. Marple y 13 Problemas

 

Un martes por la noche, un grupo de importantes personajes se reúne en casa de la señorita Marple para contar crímenes no resueltos. Como se trata de una competición entre las personas que se cuentan los relatos, el grupo tiende a olvidar a su anciana anfitriona. Pero la precisión de la señorita Marple en la detección de los asesinos de cada historia atraerá la atención de todo el mundo... y deparará algunas sorpresas para el «Club de los Martes».

Agatha Christie

Srta Marple y 13 problemas

ePUB v1.2

Ormi
09.07.11

Título original:
Miss Marple and the thirteen problems

Traducción: C. Peraire del Molino

Agatha Christie, 1933

Edición 1983 - Editorial Molino - 224 páginas

ISBN: 84-272-0164-8

Prefacio

Estas historias constituyen la primera aparición de miss Marple en el mundo de los lectores de relatos policíacos. Miss Marple tiene una ligera semejanza con mi propia abuela: es también una anciana blanca y sonrosada, quien, a pesar de haber llevado una vida muy retirada, siempre demostró tener gran conocimiento de la depravación humana. Lo cierto es que, ante sus observaciones, uno se sentía terriblemente ingenuo y crédulo: «Pero ¿tú te crees eso que te cuentan? No debes hacerlo. ¡Yo nunca me creo nada!».

Yo disfruto escribiendo las historias de miss Marple, siento un profundo afecto por mi dulce anciana. Esperaba que fuese un éxito... y lo fue. Después de las seis primeras historias publicadas, me fueron solicitadas otras seis. Miss Marple había venido para quedarse.

Ha aparecido ya en varios libros y también en una comedia, y actualmente rivaliza en popularidad con Hércules Poirot. Recibo muchas cartas. Unas dicen: «Me gustaría que siempre presentara a miss Marple y no a Poirot», y otras: «Ojalá que su protagonista fuera siempre Poirot y no miss Marple». Yo siento predilección por ella. Creo que lo suyo son historias cortas, le van mejor a su estilo. Poirot, en cambio, necesita todo un libro para desplegar su talento.

Considero que, para aquellos que gusten de ella, estos
Trece problemas
contienen la auténtica esencia de miss Marple.

Capítulo I
-
El club de los martes

Misterios sin resolver

Raymond West lanzó una bocanada de humo y repitió las palabras con una especie de deliberado y consciente placer.

—Misterios sin resolver.

Miró satisfecho a su alrededor. La habitación era antigua, con amplias vigas oscuras que cruzaban el techo, y estaba amueblada con muebles de buena calidad muy adecuados a ella. De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor de profesión y le gustaba que el ambiente fuera evocador. La casa de su tía Jane siempre le había parecido un marco muy adecuado para su personalidad. Miró a través de la habitación hacia donde se encontraba ella, sentada, muy tiesa, en un gran sillón de orejas. Miss Marple vestía un traje de brocado negro, de cuerpo muy ajustado en la cintura, con una pechera blanca de encaje holandés de Mechlin. Llevaba puestos mitones también de encaje negro y un gorrito de puntilla negra recogía sus sedosos cabellos blancos. Tejía algo blanco y suave, y sus claros ojos azules, amables y benevolentes, contemplaban con placer a su sobrino y los invitados de su sobrino. Se detuvieron primero en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo. Luego en Joyce Lempriére, la artista, de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor Pender, el anciano clérigo de la parroquia; y Mr. Petherick, abogado, un enjuto hombrecillo que usaba gafas, aunque miraba por encima y no a través de los cristales. Miss Marple dedicó un momento de atención a cada una de estas personas y luego volvió a su labor con una dulce sonrisa en los labios.

Mr. Petherick lanzó la tosecilla seca que precedía siempre sus comentarios.

—¿Qué es lo que has dicho, Raymond? ¿Misterios sin resolver? ¿Y a qué viene eso?

—A nada en concreto —replicó Joyce Lempriére—. A Raymond le gusta el sonido de esas palabras y decírselas a sí mismo.

Raymond West le dirigió una mirada de reproche que le hizo echar la cabeza hacia atrás y soltar una carcajada.

—Es un embustero, ¿verdad, miss Marple? —preguntó Joyce—. Estoy segura de que usted lo sabe.

Miss Marple sonrió amablemente, pero no respondió.

—La vida misma es un misterio sin resolver —sentenció el clérigo en tono grave.

Raymond se incorporó en su silla y arrojó su cigarrillo al fuego con ademán impulsivo.

—No es eso lo que he querido decir. No hablaba de filosofía —dijo—. Pensaba sólo en hechos meramente prosaicos, cosas que han sucedido y que nadie ha sabido explicar.

—Sé a qué te refieres, querido —contestó miss Marple—. Por ejemplo, miss Carruthers tuvo una experiencia muy extraña ayer por la mañana. Compró medio kilo de camarones en la tienda de Elliot. Luego fue a un par de tiendas más y, cuando llegó a su casa, descubrió que no tenía los camarones. Volvió a los dos establecimientos que había visitado antes, pero los camarones habían desaparecido. A mí eso me parece muy curioso.

—Una historia bien extraña —dijo sir Henry en tono grave.

—Claro que hay toda clase de posibles explicaciones —replicó miss Marple con las mejillas sonrojadas por la excitación—. Por ejemplo, cualquiera pudo...

—Mi querida tía —la interrumpió Raymond West con cierto regocijo—, no me refiero a esa clase de incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones, en esa clase de cosas de las que podría hablarnos largo y tendido sir Henry si quisiera.

—Pero yo nunca hablo de mi trabajo —respondió sir Henry con modestia—. No, nunca hablo de mi trabajo.

Sir Henry Clithering había sido hasta muy recientemente comisionado de Scotland Yard.

—Supongo que hay muchos crímenes y delitos que la policía nunca logra esclarecer —dijo Joyce Lempriére.

—Creo que es un hecho admitido —dijo Mr. Petherick.

—Me pregunto qué clase de cerebro puede enfrentarse con más éxito a un misterio —dijo Raymond West—. Siempre he pensado que el policía corriente debe tener el lastre de su falta de imaginación.

—Esa es la opinión de los profanos —replicó sir Henry con sequedad.

—Si realmente quiere una buena ayuda —dijo Joyce con una sonrisa—, para psicología e imaginación, acuda al escritor.

Y dedicó una irónica inclinación de cabeza a Raymond, que permaneció serio.

—El arte de escribir nos proporciona una visión interior de la naturaleza humana —agregó en tono grave—. Y tal vez el escritor ve detalles que le pasarían por alto a una persona normal.

—Ya sé, querido —intervino miss Marple—, que tus libros son muy interesantes, pero, ¿tú crees que la gente es en realidad tan poco agradable como tú la pintas?

—Mi querida tía —contestó Raymond con amabilidad—, quédate con tus ideas y que no permita el cielo que yo las destroce en ningún sentido.

—Quiero decir —continuó miss Marple frunciendo un poco el entrecejo al contar los puntos de su labor— que a mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, sino sencillamente muy tontas.

Mr. Petherick volvió a lanzar su tosecilla seca.

—¿No te parece, Raymond —dijo—, que das demasiada importancia a la imaginación? La imaginación es algo muy peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de examinar las pruebas con imparcialidad y de considerar los hechos sólo como factores, me parece el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que, por experiencia, sé que es el único que da resultado.

—¡Bah! —exclamó Joyce echando hacia atrás sus cabellos negros de una forma indignante—. Apuesto a que podría ganarles a todos en este juego. No sólo soy mujer (y digan lo que digan, las mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres), sino además artista. Veo cosas en las que ustedes jamás repararían. Y, como artista, también he tropezado con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible que la haya conocido nuestra querida miss Marple.

—No estoy segura, querida —replicó miss Marple—. Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas muy dolorosas y terribles.

—¿Puedo hablar? —preguntó el doctor Pender con una sonrisa—. No se me oculta que hoy en día está de moda desacreditar al clero, pero nosotros oímos cosas que nos permiten conocer un aspecto del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior.

—Bien —dijo Joyce—, parece que formamos un bonito grupo representativo. ¿Qué les parece si formásemos un club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos reuniremos cada semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema o algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución. Dejadme ver cuántos somos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad, tendríamos que ser seis.

—Te has olvidado de mí, querida —dijo miss Marple con una sonrisa radiante.

Joyce quedó ligeramente sorprendidas pero se rehizo en seguida.

—Sería magnífico, miss Marple —le dijo—. No pensé que le gustaría participar en esto.

—Creo que será muy interesante —replicó miss Marple—, especialmente estando presentes tantos caballeros inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista pero, haber vivido todos estos años en St. Mary Mead, me ha dado cierta visión de la naturaleza humana.

—Estoy seguro de que su cooperación será muy valiosa —dijo sir Henry con toda cortesía.

—¿Quién será el primero?

—Creo que no hay la menor duda en cuanto a eso —replicó el doctor Pender—, puesto que tenemos la gran fortuna de contar entre nosotros con un hombre tan distinguido como sir Henry.

Dejó la frase sin acabar, mientras hacía una cortés inclinación hacia sir Henry.

El aludido guardó silencio unos instantes y, al fin, con un suspiro y cruzando las piernas, comenzó:

—Me resulta un poco difícil escoger al tipo de historia que ustedes desean oír, pero creo que conozco un ejemplo que cumple muy bien los requisitos exigidos. Es posible que hayan leído algún comentario acerca de este caso en los periódicos del año pasado. Entonces se archivó como un misterio sin resolver, pero da la casualidad de que la solución llegó a mis manos no hace muchos días.

“Los hechos son bien sencillos. Tres personas se reunieron para una cena que consistía, entre otras cosas, de langosta enlatada. Más tarde aquella noche, los tres se sintieron indispuestos y se llamó apresuradamente a un médico. Dos de ellos se restablecieron y el tercero falleció.

—¡Ah! —dijo Raymond en tono aprobador.

—Como digo, los hechos fueron muy sencillos. Su muerte fue atribuida a envenenamiento por alimentos en mal estado, se extendió el certificado correspondiente y la víctima fue enterrada. Pero las cosas no acabaron ahí.

Miss Marple asintió.

—Supongo que empezarían las habladurías, como suele ocurrir.

—Y ahora debo describirles a los actores de este pequeño drama. Llamaré al marido y a la esposa, Mr. y Mrs. Jones, y a la señorita de compañía de la esposa, miss Clark. Mr. Jones era viajante de una casa de productos químicos. Un hombre atractivo en cierto modo, jovial y de unos cuarenta años. Su esposa era una mujer bastante corriente, de unos cuarenta y cinco años, y la señorita de compañía, miss Clark, una mujer de sesenta, gruesa y alegre, de rostro rubicundo y resplandeciente. No podemos decir de ninguno de ellos que resultara una personalidad muy interesante.

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