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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Ensayo, Filosofía

Sobre el amor y la muerte

 

Desde el inicio de los tiempos, pocas cosas han interesado más al hombre que el amor, y sin embargo continuamos siendo incapaces de definirlo. Éste es el punto de partida de
Sobre el amor y la muerte
, un sorprendente texto acerca de la experiencia amorosa y cómo ésta se relaciona con uno de los temas prohibidos de nuestro tiempo, la muerte. Patrick Süskind recurre a los clásicos y a los mitos de la literatura moderna para elaborar una reflexión acerca de Eros y Tánatos bañada de un mordaz sentido del humor y de su peculiar habilidad para dar voz al misterio.

Escrito con motivo de la película de Helmut Dietl
De la búsqueda y el encuentro del amor
, una recreación del mito de Orfeo y Eurídice en cuyo guión colaboró el autor, este texto, inédito en castellano, es una pieza de singular belleza.

Patrick Süskind

Sobre el amor y la muerte

ePUB v1.0

Lukas_Trips
28.05.12

Título original:
Über Liebe und Tod

Patrick Süskind,2006.

Traducción: Miguel Sáenz

Diseño/retoque portada: Diego Feijóo

Editor original: Lukas_trips (v1.0 a v1.x)

Corrección de erratas: Lukas_Trips

ePub base v2.0

Prólogo

Sabido es que Patrick Süskind estuvo a punto de morir de éxito. Veinte idiomas y seis millones de ejemplares para una primera novela no es algo que cualquier autor pueda aguantar incólume. Por si fuera poco,
El perfume
era un acontecimiento insólito en una literatura —la alemana— bastante depauperada por entonces (1985). Y el personaje de Jean-Baptiste Grenouille no sería fácil de olvidar.

Hubo que reeditar
El contrabajo
, monólogo teatral insólito (1981), para que los críticos se convencieran de que Süskind no había dado en el clavo por casualidad.
El contrabajo
ha pasado a incorporarse ya al escaso repertorio de monólogos (
El emperador Jones, Las manos de Eurídice, La voz humana
, etc.) que cualquier actor sueña con interpretar, matando si es necesario a quien sea. Las siguientes novelas cortas de Süskind, en cambio, han quedado en un discreto segundo plano, no obstante la colaboración en alguna del inimitable Sempé.

Personalmente, el Süskind que prefiero es el de los relatos y ensayos. Hace unos años (1995) publicó tres historias cortas y una «reflexión», que es probablemente mi favorita. Se llama
Amnesia in litteris
y su protagonista, que habla en primera persona, es una especie de antiFunes el memorioso, contrapartida del personaje de Borges. Alguien que ha leído toda su vida… y no se acuerda de nada: «He pasado leyendo miles de horas de mi infancia, mi juventud y mi madurez, y sólo me ha quedado un gran olvido.»

En el presente ensayo, Süskind demuestra ser el anti-Antifunes por excelencia. Se acuerda de todo. Escribe sobre el amor y la muerte y no teme saquear los clásicos, a los que cita, critica y satiriza. Su ensayo surgió al parecer con motivo de la película de Helmut Dietl (
De la búsqueda y el encuentro del amor
, 2005), en cuyo guión colaboró, pero que, me temo, no nos llegará jamás. Al parecer se trata de una recreación del mito de Orfeo / Euridice a la inversa y, al leer críticas sobre ella, he recordado una frase de Godard, que cito de memoria: hay que encargar una película del Oeste a John Ford, un
thriller
a Hitchcock y una película poética a nadie, porque es siempre un fracaso.

Sea como fuere, el presente ensayo de Süskind,
Sobre el amor y la muerte
, me parece magistral y, lo que es mejor, sugerente. En cada página hay que detenerse para pensar un momento. Realmente, hace falta coraje para escribir sobre el amor y la muerte, y hace falta talento para decir algo nuevo al respecto. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Quizá, no sé, haya quien se escandalice (en estos tiempos en que es imposible escandalizar a nadie), pero espero que cualquier lector sensato sepa apreciar el peculiar humor de Süskind, soterrado en
El perfume
. Un humor que no respeta nada ni a nadie, pero que, en el fondo, es comprensivo con todos.

MIGUEL SÁENZ

Sobre el amor y la muerte

Si nadie me lo pregunta, lo sé;

pero si quiero explicárselo al

que me lo pregunta, no lo sé.

SAN AGUSTÍN,

Confesiones
(XI, 14)

Lo que dice San Agustín sobre el tiempo se aplica igualmente al amor. Cuanto menos pensamos en él, tanto más natural nos parece; sin embargo, cuando empezamos a cavilar, nos metemos en un lío. Ese curioso estado de cosas se ve confirmado por el hecho de que, desde el comienzo de la historia de la cultura, el ser humano en calidad de artista y, desde los tiempos de Orfeo, en calidad de poeta, se ha ocupado de pocos temas tan insistentemente como del amor. Porque, como es sabido, los poetas no escriben sobre lo que saben sino sobre lo que
no
saben, y ello por razones sobre las que tampoco saben pero quisieran saber sin falta. El no-saber, el no-sé-qué-significa-eso es el impulso primario que echa mano por primera vez al estilete, la pluma o la lira. (Furia, tristeza, euforia, dinero, etc., son completamente secundarios.) Si no fuera así, no habría poemas, novelas, dramas, etc., sino sólo publicaciones.

El amor parece ir acompañado de algo misterioso, que se conoce exactamente pero sólo se puede explicar de un modo insuficiente. De todas formas, eso afecta también al Big Bang o a la cuestión de cómo será el tiempo dentro de dos semanas. Y, sin embargo, la teoría del Big Bang y los pronósticos meteorológicos excitan a los poetas y su público mucho menos que todo lo que tiene que ver con el amor. Por consiguiente, debe de haber en éste algo más que lo simplemente misterioso. Evidentemente, se considera por todos como algo sumamente personal y de la máxima importancia, tanto que hasta el astrofísico, cuando anda cortejando, se interesa significativamente menos por el origen del universo… por no hablar del tiempo que hará.

Sin embargo, ¿no ocurre lo mismo con la respiración, la comida y bebida, la digestión y la defecación? ¿Por qué, me preguntaba con frecuencia de niño, la gente no va nunca al retrete en las novelas? Tampoco en los cuentos de hadas ni en la ópera, ni en el teatro, el cine o las artes plásticas. Una de las actividades más importantes, ocasionalmente más urgentes, incluso vitales del hombre no aparece en el arte. En cambio, éste se ocupa, una y otra vez, y con infinito detalle y variación, de los placeres y penas del amor, y de todos sus preámbulos y variantes, a los que, como se creía en otro tiempo, se podía renunciar por completo. ¿Por qué no ha habido en la historia de la Humanidad un culto al excremento, pero sí al pecho femenino, la vagina o el falo? La idea, aunque un tanto infantil, no es aberrante. En
El banquete
de Platón, el médico Eryximacos considera que el Eros no se manifiesta menos en el correcto llenado y vaciado del cuerpo que en la inclinación entre dos almas. Sin embargo, Eryximacos se encuentra entre los siete borrachines que se explayan sobre la esencia del amor, los oradores más simples. Para él, como científico, el Eros no es más que un principio armonizador fundamental, por decirlo así una constante física que trae el orden al mundo, y concretamente a todas las esferas imaginables, desde la agricultura hasta las mareas, desde la música hasta el hipo. Hoy, probablemente, definiría el amor como uno de los innumerables fenómenos causados por las enzimas, hormonas y aminoácidos. A nosotros nos parece trivial. Poco constructivo. Y además poco ilustrativo. Porque, al fin y al cabo, definir no significa generalizar, sino, al contrario, delimitar y demarcar lo general. Si queremos hablar del amor, del que por lo menos creemos saber que es algo muy especial, de poco nos sirve que alguien nos explique que se trata de un principio básico universal al que no están menos sometidas las mareas que el aparato digestivo. Lo mismo nos podrían decir que la muerte es un fenómeno termodinámico, que afecta tanto a las amebas como a un agujero negro de la constelación de Pegaso… con lo que no nos habrían dicho nada.

Ahora bien, puede ser que el amor tenga también sus aspectos físicos y químicos, mecánicos y vegetativos… Una cristalización lo llama Stendhal; en otro lugar, una fiebre; el enamoramiento es una embriaguez, dice Sócrates en
Fedro
, una enfermedad, una locura. Pero no una mala embriaguez, añade, sino la mejor que existe; y no una enfermedad dañina ni una auténtica locura humana en el sentido patológico, sino una
manía
inspirada por los dioses, que añora los dioses, una demencia divina que permite al alma prisionera de lo terrenal remontar el vuelo. Es cierto que el Eros no es un dios, ni bueno ni malo, ni hermoso ni odioso, sino un gran
daimon
, un mediador entre los hombres y los dioses, un acosador que inculca en los hombres el deseo de lo que les falta: lo bello, lo bueno, la felicidad, la perfección… todos los atributos divinos cuyo reflejo ve el amante en el amado… y finalmente también la inmortalidad. El Eros es «el amor que empuja a procrear y alumbrar en lo bello», como dice Diótima, «la más sabia de las mujeres», de la que Sócrates habla en
El banquete
. Y ese «engendrar y alumbrar», sin duda también el físico-animal, pero más aún el espiritual, pedagógico, artístico, político, filosófico, en una palabra, lo que llamamos lo creador, constituye la participación del hombre en la inmortalidad, porque sigue existiendo y actuando después de su muerte. «… En lo bello», dice además, lo que no carece de importancia, «engendrar y alumbrar en lo
bello
», es decir, precisamente en la nostalgia de esos atributos divinos de los que los hombres carecemos.

Esto resulta duro de tragar, pero su sabor no se ha estropeado en los últimos dos mil quinientos años. Desde las cancioncillas sentimentales hasta
Fidelio
y
La flauta mágica
, desde las novelas de quiosco al Anfitrión de Kleist, todo lo que se escribe y se canta expresa el convencimiento de que el amor es algo sublime, celestial, redentor, y la terminología con que se canta o escribe sigue siendo hasta hoy la religiosa. Con lo que se diferenciaría ya suficientemente de los excrementos.

Tres ejemplos

No hace mucho me dirigía a la ciudad en coche. En un cruce, conocido por la brevedad de sus luces verdes, tuve que esperar bastante rato en una de las cuatro o cinco filas, que sólo avanzaban un poco cada tantos minutos. A derecha e izquierda, los conductores encendían un cigarrillo, ponían la radio, echaban una ojeada al periódico o, si eran de sexo femenino, se retocaban el maquillaje. Todo lo que se hace cuando se está en un pequeño atasco. Sin embargo, en el coche que tenía inmediatamente delante, un gigantesco cacharro Opel Omega de color café con leche, con el maletero cubierto de las más estúpidas pegatinas («Embísteme, ¡necesito pasta!»
«Hunk when you’re horny»
[1]
), una joven pareja pasaba el tiempo de otro modo: constantemente juntaban las cabezas para contemplarse mutuamente con sonrisa embelesada, cotorrear, toquetearse, besarse y lamerse. Sólo por unos instantes se separaban, como asustados, y dirigían de pronto una mirada vacía a la ventanilla correspondiente, para, dos segundos más tarde, como si no se hubieran visto hacía meses, aproximarse con un movimiento brusco y volver a mirarse y besarse como si aquello fuera un milagro. Ella se sentaba al volante. Tipo poquita cosa, perfil bonito, cuello delgado, cabello abundante y suelto que temblaba cuando se reía, dientecitos brillantes y ojos vivaces. Él, en cambio, más repantigado que sentado en el otro asiento, con el pie derecho asomando por la ventanilla y el brazo izquierdo echado por los hombros de ella a estilo pachá, era un tipo con el que, realmente, uno no quería tener nada que ver. Un personaje horrible, de torpes movimientos, cuello grueso, cráneo afeitado, anillo de plata en la oreja izquierda, piel llena de granos, nariz chata y una boca siempre semiabierta, de la que no se sacaba el chicle ni para besar. Todo observador objetivo tenía que llegar a la conclusión de que la pequeñita se merecía algo mejor que aquel espantoso granuja.

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