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Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven

 

El teniente Somerset, del departamento de homicidios, está a punto de jubilarse y ser reemplazado por el ambicioso y brillante detective David Mills.

Ambos tendrán que colaborar en la resolución de una serie de asesinatos cometidos por un psicópata que toma como base la relación de los siete pecados capitales: gula, pereza, soberbia, avaricia, envidia, lujuria e ira.

Los cuerpos de las víctimas, sobre los que el asesino se ensaña de manera impúdica, se convertirán para los policías en un enigma que les obligará a viajar al horror y la barbarie más absoluta.

Anthony Bruno

Seven

ePUB v1.0

Creepy
21.08.12

Título original:
Seven

Anthony Bruno, 1995.

Traducción: Bettina Blanch Tyroller

Editor original: Creepy

ePub base v2.0

Capítulo 1

En alguna parte, abajo en la calle, se disparó la alarma de un coche, una nota larga y despiadada que resultaba imposible no oír. Somerset miró el despertador digital que había sobre la mesilla de noche. Eran casi las dos de la madrugada y, aunque llevaba más de una hora tendido en la cama, ni siquiera había empezado a sentir sueño. Tenía demasiadas cosas en que pensar.

Somerset intentó desterrar de su mente el penetrante sonido de la alarma y concentrarse en el tic tac del metrónomo que tenía sobre la mesilla, debajo de la lámpara de lectura. Contempló el pequeño brazo del aparato en su vaivén, adelante y atrás, adelante y atrás, tic… tic… tic… tic…

Aquella pequeña pirámide de madera era la mejor inversión que había hecho en su vida, pensó. Después de treinta años en la policía y de haberlo intentado con esposas, novias, alcohol, pastillas, loqueros, predicadores, meditación y yoga, al fin aquel aparatito era lo único que conseguía por lo menos calmarlo un poco y hacerle conciliar el sueño. Un sencillo aparatito mecánico. Se trataba de ajustarlo a un ritmo bien preciso, como por ejemplo el de una suite para violoncelo de Bach, y observar la oscilación del brazo adelante y atrás, adelante y atrás, tic… tic… tic… tic… hasta que el pulso empezaba a serenarse y se acoplaba al compás del metrónomo.

Somerset utilizaba aquel dichoso trasto con tanta frecuencia que le asombraba que aún funcionara. Rara era la noche en que no se veía obligado a usarlo para alejarse de toda la mierda que había afrontado durante el día, para lograr dormir siquiera unas pocas horas. Durante los veintitrés años que había pasado en la policía, diecisiete de ellos como detective de la brigada de Homicidios, había visto tanta escoria humana que era un milagro que pudiera dormir. Sólo un detective de Homicidios llega a ver el lado más oscuro de la humanidad. Asesinatos, palizas, torturas, humillaciones, degradaciones de todas las clases imaginables.

Maridos que asesinan a sus mujeres, mujeres que asesinan a sus maridos, niños que matan a sus padres, padres que matan a sus hijos a golpes, amigos que disparan contra amigos, desconocidos que disparan contra desconocidos. Y todo ello sin ninguna suerte de orden ni concierto. Acciones espontáneas. Crímenes pasionales. Violencia gratuita. Violencia al azar. Una bala en la cabeza porque a un tipo no le gustó el modo en que otro tipo lo miraba. Una puñalada en el corazón durante una disputa por un sitio donde aparcar.

Una flecha clavada en el ojo por hacer trampas en el Monopoly. Niños de diez años que matan a niños de once para robarles las zapatillas deportivas. Una drogata repleta de crack que dispara contra la multitud porqúe le apetece. Somerset había llegado a creer que aquella ciudad señalaba el camino hacia el futuro: la involución. Una sociedad en regresión. El homo-sapiens en su retorno a la porquería de la que procedía.

Somerset cerró los ojos y se cubrió el rostro con sus largos dedos. Había visto suficiente y no quería ver más. Se concentró en el rítmico golpeteo del metrónomo, que le llegaba desde detrás de los párpados cerrados, mientras el aullido de la alarma empezaba a convertirse en un sonido confuso. Resultaba increíble que todavía lo consiguiera después de treinta años. Pero si se quedaba más tiempo, era posible que perdiera esa facultad. La clase de porquería que tenía que aguantar se acumula en la mente, y, a la larga, eso puede resultar fatal. Sin embargo, al menos aquella noche todavía podía desterrar de su mente todo lo que había vivido durante el día. Al menos en parte. Y esperaba poderlo borrar todo algún día, olvidar para siempre toda la mierda que había llegado a presenciar como si nunca hubiera existido. Sabía que tenía bastantes probabilidades de fracasar, pero lo que estaba claro era que lo iba a intentar. En cuanto se jubilara. Sólo le quedaban siete encantadores días. Siete días más y ya sería historia en aquella ciudad. Siete días para la dulce liberación.

Somerset se apartó las manos del rostro y miró fijamente las paredes desnudas de su dormitorio. Había descolgado los cuadros, y casi la mitad de los libros de las estanterías que llegaban hasta el techo estaba guardada en cajas. Había intentado hacer una selección, regalar algunos, pero le costaba mucho desprenderse de sus libros. En el armario quedaban colgados un traje, una chaqueta, dos pares de pantalones y siete camisas limpias; el resto de la ropa estaba ya en las maletas. Escudriñó los muros desnudos. Le resultaba extraño que aquellas paredes hubieran presenciado sus dos matrimonios. Por supuesto, un piso de alquiler limitado en la ciudad vale más que una buena esposa. Pagar la pensión alimenticia resultaba más barato que comprar un piso y, de alguna forma, había tenido suerte en ambos casos. Sus dos ex esposas habían comenzado una nueva vida tras divorciarse de él, y se alegraba por ellas. En cuanto a la manutención de los hijos, jamás había supuesto un problema, ya que Somerset nunca había querido tener hijos.

La verdad era que en un momento determinado sí quiso tener hijos, pero no en la ciudad. Sabía lo que la vida urbana significaba para los niños. En el fondo, sin embargo, siempre había deseado que una de sus esposas le sorprendiera algún día con la noticia de que estaba embarazada. Eso lo habría obligado a efectuar algunos cambios, tal vez a salir de aquel agujero infernal. Pero, por mucho que hubiera deseado tener un hijo, su primera esposa, Michelle, no podía, y Ella, la segunda, nunca había querido, de modo que Somerset no insistió. Desechó la idea de su mente de forma consciente, y se dijo que así iba a ser su vida. Los matrimonios sin hijos no constituían un fenómeno tan inusual en la ciudad. Eran algo normal. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón no pensaba así. Con todo, a los cuarenta y cinco años aún no era demasiado tarde para ser padre. A su edad todavía podía aprender a cambiar pañales. No era demasiado tarde. Cabía la posibilidad de que conociera a alguien. Tal vez. No es que contara con ello, pero tampoco resultaba imposible. Nada sería imposible en cuanto se largara de allí.

Sintió un nudo en la boca del estómago. Tenía la mandíbula tensa. Todavía no se sentía del todo a gusto con la decisión que había tomado. ¿Y si resultaba un gran error? Había pasado toda su vida en la ciudad. ¿Y si odiaba el campo? ¿Y si le parecía un coñazo? ¿Y si descubría que él era como las palomas? Necesitaba la basura de la ciudad para sobrevivir.

Desvió la mirada hacia el metrónomo y siguió la trayectoria del brazo; se concentró en el ritmo constante, obligándose así a dejar de pensar tanto y a relajarse. Todo saldrá bien, se dijo a sí mismo. Todo saldría bien si se calmaba y dejaba que las cosas siguieran su curso. Siete días de mierda y luego empezaría una nueva vida. La parte buena de su vida.

Sobre la mesilla de noche, esparcido en torno al metrónomo, aparecía el contenido de sus bolsillos: el llavero, la desgastada cartera de cuero marrón, la vieja funda de cuero negro para la placa, la navaja con empuñadura de nácar. En el borde de la mesilla había un ejemplar de tapas duras de Por quién doblan las campanas, de Hemingway. Lo encontró al hacer las maletas y había decidido leerlo de nuevo.

Alargó el brazo para coger el libro y lo abrió por la página que había marcado la primera vez que lo leyera, ahora hacía casi veinte años. Vio una frase subrayada con lápiz ya desvaído: El mundo es un lugar hermoso, un lugar por el que merece la pena luchar.

A Somerset le entró la risa. Aquella frase había significado algo para él veinte años atrás, cuando era el novato de la brigada de Homicidios, cuando el mundo era realmente un lugar hermoso por el que merecía la pena luchar; pero las cosas habían cambiado desde los tiempos de Hemingway. Era evidente que Ernest jamás había imaginado que las cosas se pondrían tan feas.

Pasó las páginas hasta que encontró el trozo de papel pintado que había introducido en el libro aquella tarde: una rosa roja en un rectángulo de papel mugriento. Somerset lo había descubierto en la casa aquella tarde, al echar un vistazo al lugar antes de cerrar el trato. Se trataba del papel pintado que había debajo del papel de motas doradas de la sala que se caía a jirones. Había arrancado un trozo de éste y después limpió la cola del otro fragmento que apareció debajo, antes de cortar aquel rectángulo con la navaja.

Todd, el agente inmobiliario, se había puesto nervioso de inmediato, temiendo que Somerset cambiara de idea.

—¿Sucede algo, señor Somerset? —inquirió mientras jugueteaba con el cuello de su americana azul marino, en la que aparecía la insignia de la agencia inmobiliaria bordada en el bolsillo de la pechera, mientras intentaba ocultar que estaba a punto de sufrir un ataque de angustia.

Somerset no respondió. Siguió mirando aquella rosa delicadamente grabada, impresionado por la habilidad del artista y el empleo de los múltiples matices de rojo con toques anaranjados. La minuciosidad que ponía de manifiesto aquel papel pintado lo sorprendió. ¿Realmente hacían papeles pintados tan artísticos? Antaño sí. No obstante, habría apostado lo que fuera a que ya no se hacían.

—¿Sucede algo, señor Somerset? —repitió Todd.

Somerset se guardó la rosa en el bolsillo, cruzó la sala y salió al porche delantero. Se trataba de un gran porche que daba la vuelta a la casa, y sus pasos resonaron como una mareha fúnebre sobre los tablones desgastados. Observó las abandonadas tierras de cultivo que rodeaban la casa, así como las cosechas bien cuidadas de su vecino, al otro lado de la carretera. A la izquierda empezaban las colinas y el bosque. No había ni una sola nube en el cielo, y a Somerset casi le pareció oír el sonido de los rayos de sol sobre él. El cartel de En venta oscilaba al viento, que silbaba con suavidad.

Todd abrió la chirriante puerta mosquitera con aire inseguro.

—¿Señor Somerset?

Somerset bajó la escalinata del porche y se volvió para contemplar el tejado de hojalata y las marcas de alquitrán agrietado por el sol en los lugares donde se había reparado.

—¿Tiene alguna pregunta, señor Somerset? La casa incluye una garantía de un año para la caldera y todos los electrodomésticos, de modo que si le preocupa que…

—No, no es eso lo que me preocupa. Ya veo que la casa es vieja, pero no importa. Es que…, es que todo me parece tan… extraño.

—¿Extraño? No sé si le entiendo bien. Quiero decir que yo no veo nada extraño en esta casa. Necesita algunas reformas, claro está, pero…

—No, no. Me gusta la casa. Me gusta la ubicación. Me gusta el concepto de este lugar.

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