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Authors: Mike Shepherd

Rebelde

 

Kris Longknife es una privilegiada: su padre es el primer ministro de su planeta natal, su madre es la esposa perfecta. Su educación giró en torno a ser hermosa y dar con un buen marido. Pero el linaje de los militaristas Longknife corre por la sangre de Kris... y, pese a la oposición de sus progenitores, se alista en los Marines.

Deberá demostrar su valía en el prolongado conflicto entre su poderosa familia, el muy defensivo (y también ofensivo) planeta Tierra y los centenares de colonias en guerra. Una serie de ataques mal planteados lleva la guerra a las puertas de su hogar y pone la vida de Kris en juego.

Ahora tiene que elegir entre una muerte segura en el frente, en los confines del espacio, o rebelarse.

Mike Shepherd

Rebelde

Kris Longknife - 1

ePUB v1.1

RufusFire
25.08.12

Título original:
Mutineer

Mike Shepherd, 2004

Traducción: Alberto Morán Roa, 2012

Diseño portada: Scott Grimando

Editor original: RufusFire (v1.0 - v1.1)

Corrector de erratas: RufusFire

ePub base v2.0

1

—Hay una niña aterrada ahí abajo.

La voz de barítono del capitán Thorpe reverberó por las duras paredes de metal de la plataforma de desembarco de la Tifón. Los marines, que estaban a punto de comprobar sus trajes de combate, sus armas y sus almas de cara a aquella misión de rescate, estaban atentos a cada palabra.

La alférez Kris Longknife dividió su atención; parte de ella permaneció atenta, estudiando el impacto de aquel discurso en los hombres y mujeres que no tardaría en liderar. En su corta vida de veintidós años había oído gran cantidad de fastuosa oratoria. Otra parte de ella escuchaba las palabras de su comandante, sintiéndose empapada por ellas, interiorizándolas. Había pasado mucho tiempo desde que las meras palabras fueran capaces de erizar el vello de su nuca, despertándole el deseo de descuartizar a algún bastardo miembro a miembro.

—Los civiles intentaron rescatarla. —Kris reparó en aquella pausa. A continuación, las malas noticias—. Y fracasaron. Ahora han llamado a los perros.

Los marines que rodeaban a Kris gruñeron en respuesta a su capitán. Solo había trabajado con ellos durante cuatro días; ¡y la Tifón se había puesto en marcha en menos de dos horas! El capitán Thorpe los había reunido en el puerto espacial, a falta de la mitad de la tripulación y sin un teniente que dirigiese al pelotón de desembarco.

En aquel momento, una alférez llamada Longknife, recién salida de la academia, se hallaba rodeada de marines con entre tres y doce años de experiencia en el cuerpo, deseosos de hacer algo definitivo y peligroso.

—Habéis entrenado. Habéis sudado. —Las palabras del capitán poseían el
staccato
de una ametralladora—. Os habéis preparado para este momento desde que os unisteis al cuerpo. Podríais rescatar a esa niña secuestrada con los ojos cerrados. —Bajo la débil luz de la plataforma de desembarco, los ojos brillaban con intensidad. Las mandíbulas permanecían tensas; las manos estaban cerradas en apretados puños. Kris miró hacia abajo; también las suyas. Sí, aquellas tropas estaban listas, todas salvo una alférez recién salida de la academia.
Dios mío, no me dejes pifiarla,
rezó Kris en silencio.

—Y ahora, desembarcad, marines. Pateadles el culo a esos terroristas y devolved a esa niña a los brazos de su madre, ese es su lugar.

—¡Hurra! —respondieron doce motivados hombres y mujeres mientras el capitán se dirigía lentamente hacia la salida.
Bueno, once marines motivados y una alférez asustada.
Kris gritó con la misma exultante confianza que escuchó en los demás. Aquel no había sido uno de los discursos políticos comedidos y sosegados de su padre. Y por eso mismo se había unido Kris a la Marina. Estaba viviendo algo real; algo que permitiría que sus actos marcasen la diferencia. Se acabó la cháchara y el no hacer nada. Sonrió.
Si pudieses verme, padre. Decías que la Marina era una pérdida de tiempo, madre. ¡Pero hoy no!

Kris inspiró profundamente mientras su pelotón se volvía para hacer los preparativos. El olor de la armadura, la munición, el aceite y el honesto sudor humano le hizo sentir una descarga de adrenalina. Aquello era su misión y ese su escuadrón, y quería ver a esa niña pequeña regresar a casa sana y salva. Esa niña viviría.

El recuerdo de otra niña regresó a la mente de Kris y esta lo pisoteó. No quería rememorarlo.

El capitán Thorpe hizo una pausa en su camino hacia la salida justo delante de ella. Cara a cara, se inclinó sobre su rostro.

—No pienses con la cabeza, alférez —le gruñó con un susurro—. Confía en tu instinto. Confía en tu pelotón y en el sargento de artillería. Son buenos. El comodoro cree que tienes lo que hay que tener, incluso siendo una de esos Longknife. Demuéstrame de lo que eres capaz. Ocúpate de esos cabrones sin miramientos. Pero si solo vas de boquilla, como tu viejo, díselo a tu sargento de artillería antes de cagarla, para que nos ocupemos nosotros de la misión. Y te enviaremos de vuelta al regazo de tu mamá justo a tiempo para tu puesta de largo.

Kris le devolvió la mirada y su rostro se congeló mientras se formaba un nudo en su garganta. Había estado encima de ella desde que embarcaron, siempre a disgusto, atacándola constantemente. Pero le demostraría su valor.

—Sí, señor —le gritó en la cara.

A su alrededor, las tropas sonrieron, deduciendo que el capitán había tenido unas palabritas con la alférez novata, aunque no supiesen cuáles. El capitán se rió por lo bajo. Aquella risita, junto a una mueca y un gruñido, habían sido las únicas expresiones que había visto en aquella cara desde que montaron en la nave. Pero ¿eran distintas las arrugas que se habían formado en torno a sus ojos, era aquel un nuevo gesto en sus labios? El capitán se volvió antes de que ella pudiese leer su rostro con detenimiento.

No era culpa suya que su padre hubiese firmado todas las leyes de Bastión de los últimos ocho años. No tenía nada que ver con el hecho de que sus bisabuelos hubiesen puesto el nombre de su familia en todos los libros de historia. Ya le gustaría ver al capitán creciendo bajo semejante sombra. Estaría tan desesperado como Kris por forjarse un nombre, por encontrar su lugar. Por eso se había unido a la Marina.

Kris se revolvió, intentando quitarse de encima el miedo al fracaso. Volvió la mirada hacia su taquilla e intentó ajustarse una vez más el traje espacial estándar de la talla 3. Sus problemas habituales con aquella indumentaria eran simples: metro ochenta de altura y poco cuerpo con el que rellenarla. Nunca había llevado un traje de civil que no le dejase espacio de sobra para que su ordenador mascota se echase sobre sus hombros hasta caer por los brazos, pero aquellos no estaban hechos de plastiacero de un centímetro de grosor. Nelly, que valía más que todos los ordenadores de la Tifón y probablemente tuviese cincuenta veces más capacidad, suponía un problema a la hora de ponerse la armadura de combate.

De un marine se esperaban dos cosas: buena forma física y carácter; no estaba permitido tener kilos de más en ninguna parte. Kris intentó colar el cuerpo principal del ordenador en su pecho. Ella no tenía gran cosa en esa zona, mientras que la mayoría de los marines varones llenaban aquel espacio con músculo. Volvió a cerrarse el traje, giró los hombros, se agachó y se encorvó. Sí, encajaba. Se puso el casco y lo giró hasta escuchar un firme chasquido. Con el visor bajado, el traje le daba un poco de calor, pero ya había tenido aquella sensación antes.

—Krissie, ¿puedo tomar un helado? —le preguntó Eddy.

Era un caluroso día de primavera en Bastión y habían estado corriendo por el parque, dejando atrás (muy atrás) a Nanna.

Kris hurgó en su bolsillo. Era la hermana mayor; se esperaba de ella que lo tuviese todo planeado, como su hermano mayor Honovi cuando ella solo era una niña pequeña. Kris tenía suficiente dinero en monedas como para comprar dos helados.

Pero padre insistía en que saber hacer planes implicaba saber ejecutarlos en el momento preciso.

—Todavía no —insistió Kris—. Vamos a ver a los patos.

—Pero yo quiero helado ahora —insistió con esa voz lastimera que solo puede brotar de un niño de seis años exhausto.

—Venga, Nanna casi ha llegado. Echa a correr hacia el estanque de los patos. —Los pies de Eddy se pusieron en marcha antes de que Kris concluyese su desafío. Le ganó, por supuesto, pero solo por la distancia que una hermana mayor de diez años puede sacar a su hermano pequeño de seis.

»Mira, han vuelto los cisnes. —Kris señaló a aquellas cuatro enormes aves. Caminaron alrededor del estanque, no muy lejos del anciano que siempre arrojaba maíz a los pájaros. Kris tuvo cuidado a la hora de mantener a Eddy lejos del agua. Debía de haber hecho un buen trabajo porque cuando Nanna los alcanzó, no le echó la bronca a Kris acerca de lo profundo que era el estanque.

—Quiero un helado —exigió Eddy de nuevo, con la testarudez propia de su corta edad.

—No tengo dinero —adujo Nanna.

—Yo sí —dijo Kris, orgullosa. Había previsto la situación, tal y como su padre decía que debía hacer la gente inteligente.

—Entonces ve a comprar tú el helado —gruñó Nanna.

Kris se encaminó hacia la tienda, tan segura de que volvería a verlos que ni siquiera volvió la vista atrás.

Alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Con un escalofrío, se volvió para ver una cara llena de pecas y levantó su visor a tiempo para encontrarse con un:

—¿Necesitas ayuda, tenedorcito?

La zona de desembarco estaba ocupada y cargada de ruidos, de modo que nadie la vio temblar. Respondió animadamente:

—Ni de coña, cuchara de madera —contestó, tal y como exigía aquella sonrisa contagiosa y aquel desafío.

El alférez Tommy Li Chin Lien había nacido en una familia de mineros de asteroides de Santa María. En vez de vagar por aquel aislado mundo, se unió a la Marina para ver la galaxia, decepcionando hondamente a su gente y, según su bisabuela, a sus antepasados.

En la escuela de aspirantes a oficial (EAO) pasaban horas intercambiando historias acerca de cómo sus padres no habían hecho más que quejarse de sus decisiones. A Kris le sorprendió lo rápido que se hicieron amigos; una del sofisticado Bastión; el otro una mezcla de irlandés y chino tan característica de la clase trabajadora de Santa María.

En aquel instante, Tommy hizo una pasada con su medidor por el rostro de Kris. Habiéndose criado en el vacío, desconfiaba del aire y la gravedad y tachaba a la gente criada en el barro, como Kris, de optimistas sin remedio que dependían de su paranoia hacia el espacio.

Kris alzó su brazo izquierdo para indicar a Tommy que conectase su caja negra en el traje de combate que le habían asignado. Mientras él llevaba a cabo los ajustes, Kris trabajó con Nelly, manejando su ordenador personal mediante interfaces de prueba con la red de mando. La tía Tru, jubilada de su trabajo como directora de información de Bastión, había ayudado a Kris con la interfaz de Nelly, como había hecho con la mayoría de los deberes de Kris sobre matemáticas y ordenadores desde que esta tenía memoria. Nelly iluminó la pantalla con todos los informes y mensajes autorizados para una alférez novata... y unos cuantos más. Sería mejor que el capitán no supiese que Kris tenía acceso a estos últimos. Kris y Nelly concluyeron su tarea en el instante en el que Tommy separaba el medidor del rostro de Kris. Ella levantó su visor.

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