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Authors: Frederick Forsyth

Odessa

 

Un joven periodista alemán investiga las razones del suicidio de un viejo judío que deja unos diarios acusadores contra el jefe de un campo de exterminio. A medida que avanza en su investigación, se topará con Odessa, una organización secreta de antiguos miembros de la SS. Así, poco a poco se verá obligado a sumergirse en un torbellino de aventuras que lo llevarán hasta su propio pasado familiar.

Frederick Forsyth

Odessa

ePUB v1.1

Alias
24.04.12

NOTA DEL AUTOR

Es costumbre que quien ha escrito un libro dé las gracias a los que le ayudaron a documentarse, en especial si el tema es difícil, y que, al dárselas, mencione sus nombres. A todos aquellos que, por poco que sea, me han ayudado a reunir la información que necesitaba para escribir
Odessa
, mi más sincero agradecimiento; pero no daré sus nombres, por tres razones:

Algunos, antiguos miembros de la SS, no sabían con quién hablaban, ni podían imaginar que lo que decían aparecería en un libro. Otros me pidieron que, al citar mis fuentes de información sobre la SS, no los mencionara, y por lo que a otros respecta, la decisión de no dar sus nombres la he tomado por iniciativa propia, y más en interés de ellos que en el mío.

PRÓLOGO

La ODESSA a que se refiere el titulo no es la ciudad del sur de Rusia ni el municipio de los Estados Unidos. Es una palabra compuesta por seis siglas que, en alemán, significan: «Organisation der ehemaligen SS-Angehörigen», y en español: «Organización de Antiguos Afiliados a la SS.»

Como sabrá la mayoría de los lectores, la SS era el ejército dentro del Ejército, el estado dentro del Estado, ideado por Adolf Hitler y mandado por Heinrich Himmler, que, durante el régimen nazi que gobernó Alemania de 1933 a 1945, estaba encargado de misiones especiales. Teóricamente, estas misiones tenían por objeto defender la seguridad del Tercer Reich, y en la práctica servían a la realización de las ambiciones de Hitler, que consistían en librar a Alemania y a Europa de los elementos que él consideraba «indignos de vivir», en esclavizar a perpetuidad a las «razas inferiores de las tierras eslavas» y en exterminar a todos los judíos, hombres, mujeres y niños, que hubiera en el Continente.

Para la ejecución de estas misiones, la SS organizó y consumó el asesinato de unos catorce millones de personas, es decir, seis millones de judíos, cinco millones de rusos, dos millones de polacos, medio millón de gitanos y otro medio millón de individuos de extracción diversa, entre los que se contaban-aunque casi nunca se habla de ellos-cerca de doscientos mil alemanes y austríacos no judíos. Estos eran desgraciados con taras mentales o físicas y los llamados «enemigos del Reich», a saber: comunistas, demócratas, liberales, escritores, periodistas y sacerdotes, hombres de conciencia que se expresaban con valentía y, más adelante, oficiales del Ejército sospechosos de deslealtad a Hitler.

La SS hizo de las dos siglas de su nombre y del signo de los dos rayos de su estandarte, el símbolo de la abyección más inhumana en la que jamás haya caído organización alguna.

Cuando aún no había terminado la guerra, sus jefes superiores, comprendiendo que ésta estaba perdida, y previendo el rigor con que los seres civilizados juzgarían sus actos cuando llegara la hora de rendir cuentas, se prepararon en secreto para desaparecer e iniciar una nueva vida, mientras el pueblo alemán tenía qué asumir la responsabilidad de los crímenes perpetrados por los que se evadieron. Con tal fin, sacaron del país, de contrabando, grandes contingentes de oro de la SS, que fueron depositados en cuentas bancarias numeradas, se expidieron falsos documentos de identidad y se abrieron vías de escape. Cuando, por fin, los aliados ocuparon Alemania, la mayoría de los asesinos había huido.

La organización que constituyeron para llevar a cabo la fuga era ODESSA. Una vez conseguido el primer objetivo de los asesinos, o sea, huir a latitudes más hospitalarias, la ambición de estos hombres se incrementó. Muchos de ellos ni siquiera salieron de Alemania, y permanecieron emboscados con nombre y documentación falsos, mientras gobernaban los aliados. Otros regresaron al cabo de algún tiempo, debidamente protegidos por una nueva identidad. Los más altos jefes permanecieron en el extranjero, dirigiendo la organización desde un exilio cómodo y seguro.

Los objetivos de ODESSA eran, y son, cinco: reinserción de los antiguos hombres de la SS en la nueva República Federal creada en 1949 por los aliados; infiltración, por lo menos, en los escalones inferiores de los partidos políticos; obtención de la mejor defensa jurídica para todo asesino de la SS que hubiera de comparecer ante un tribunal, entorpeciendo por todos los medios el curso de la justicia en Alemania Occidental cuando ésta procediera contra un antiguo
Kamerad
; introducción de antiguos afiliados a la SS en el comercio y la industria, para sacar partido del milagro económico que ha reconstruido el país desde 1945 y, por último, realización de una intensa propaganda cerca del pueblo alemán, encaminada a convencerlo de que los asesinos SS eran patrióticos soldados que servían a su patria y que en modo alguno merecían la persecución a que los sometió la justicia -sin gran eficacia por cierto-ni la repulsa de los hombres de conciencia.

Apoyándose en su potente base económica, ODESSA ha podido, con relativo éxito, realizar estos planes, especialmente el de reducir a una especie de parodia la reparación oficial exigida por los tribunales de Alemania Occidental. ODESSA, cambiando de nombre varias veces, ha tratado de desmentir su existencia, lo cual ha inducido a muchos alemanes a decir que ODESSA no existe. Sin embargo, taxativamente puede responderse a ello: ODESSA existe, y los
Kameraden
de la insignia de la calavera continúan ligados a ella.

Pese a los éxitos conseguidos en casi todos sus objetivos, ODESSA ha sufrido también algún que otro revés. El peor de ellos le sobrevino a principios de la primavera de 1964, cuando el Ministerio de Justicia de Bonn recibió un paquete de documentos, en el que no figuraba nombre alguno de remitente. Los contados funcionarios que leyeron los nombres de las listas que aparecían en aquellas páginas denominaron al paquete de referencia «el fichero de ODESSA».

Capítulo I

Todo el mundo parece recordar con absoluta claridad lo que estaba haciendo el 22 de noviembre de 1963, en el instante en que se enteró de la muerte del presidente Kennedy. Este cayó herido a las 12,22 de la tarde hora de Dallas, y el anuncio de su muerte fue dado a las 13,30 de la misma zona horaria. Eran las 2,30 en Nueva York, las 7,30 en Londres y las 8,30 de una fría noche de aguanieve en Hamburgo.

Peter Miller regresaba al centro de la ciudad en su coche, después de visitar a su madre, que vivía en las fueras, en un barrio llamado Osdorf. Iba a ver a su madre cada viernes por la noche; por un lado, porque quería asegurarse de que tenía todo lo necesario para pasar el fin de semana y, por otro, porque estimaba que debía ir a verla una vez a la semana. De haber tenido ella teléfono, la habría llamado; pero como no lo tenía. iba a su casa en el coche. Y ésta era la razón por la cual no quería la mujer el teléfono.

Miller, como de costumbre, tenía puesta la radio, y estaba escuchando un programa musical de la emisora del Noroeste. A las ocho y media estaba en la carretera de Osdorf, a diez minutos del piso de su madre, cuando la música se interrumpió y sonó, tensa de emoción, la voz del locutor:


Achtung, Achtung!
Noticia de última hora. El presidente Kennedy ha muerto. Repito: el presidente Kennedy ha muerto.

Miller apartó los ojos de la carretera y miró fijamente la tenue luz del cuadrante de frecuencias del borde superior de la radio, como si sus ojos pudiesen desmentir lo que sus oídos acababan de captar, revelándose que tenía equivocadamente sintonizada la emisora: la que sólo radia disparates.

—¡Jesús! —murmuró.

Pisó el pedal del freno y se arrimó al lado derecho de la carretera. En la ancha y recta autopista que atraviesa Altona hacia el centro de Hamburgo, otros conductores que habían oído la noticia se estacionaban al lado de la carretera como si conducir y escuchar la radio se hubieran convertido de pronto en ocupaciones incompatibles, y así era en cierto modo.

Miller, desde donde se hallaba detenido, veía brillar las luces de frenado de los automóviles que iban delante de él, a medida que los conductores los iban deteniendo en el arcén, para escuchar las nuevas informaciones que brotaban de sus receptores. A la izquierda, los faros de los coches que salían de la ciudad oscilaban violentamente al virar, a su vez, para salirse de la calzada. Dos automóviles le adelantaron, el primero haciendo sonar furiosamente el claxon, y Miller pudo ver cómo el conductor se llevaba el índice a la frente, en ese grosero ademán con que el conductor alemán tilda de loco al que lo irrita.

«No tardará mucho en enterarse», pensó Miller.

En la radio, la música ligera había cedido el paso a la marcha fúnebre, que, al parecer, era lo único que el
disk-jockey
tenía a mano. A intervalos, el locutor daba nuevos detalles de la noticia, a medida que éstos iban llegándole de la sala de teletipos. Empezaban a conocerse los pormenores: la llegada a Dallas en coche descubierto, el tirador en la ventana del almacén de libros… No se hablaba de ningún arresto.

El conductor del coche de delante se apeó y se acercó a Miller. Se dirigió a la ventanilla de la izquierda, pero, al observar que, inexplicablemente, aquel coche tenía el volante a la derecha, dio la vuelta y se situó al otro lado. Llevaba una chaqueta con cuello de piel sintética. Miller bajó el cristal.

—¿Lo ha oído? —preguntó el hombre, inclinándose hacia la ventanilla.

—SÍ.

—¡Qué espanto! —exclamó el otro.

En todo Hamburgo, en toda Europa, en todo el mundo, la gente se acercaba a los desconocidos para comentar el caso.

—¿Le parece que pueden haber sido los comunistas? —inquirió el hombre.

—No lo sé.

—Eso podría provocar la guerra.

—Quizás —admitió Miller.

Estaba deseando que el hombre se fuera. El, en su condición de periodista, podía imaginar el caos que se produciría en todas las redacciones de los periódicos, desde las que se llamaría a todos los hombres de la plantilla, con objeto de lanzar una edición especial que llegara a los lectores antes del desayuno. Habría que preparar notas biográficas, ordenar y componer comentarios… Los teléfonos estarían bloqueados por hombres que vociferarían pidiendo más y más detalles. Y todo, porque un hombre yacía, con el cuello destrozado, sobre una mesa de mármol en una ciudad de Texas.

En aquel momento casi deseaba figurar otra vez en la plantilla de un periódico, para poder intervenir en el jaleo, pues desde que —tres años antes— se independizara, habíase especializado en noticias de carácter nacional, sobre todo las relacionadas con el crimen, la Policía y los bajos fondos. A su madre no le gustaba este trabajo, y solía decir que «andaba con malas compañías», y por más que él aseguraba que estaba a punto de convertirse en uno de los reporteros-investigadores más solicitados del país, no lograba convencerla de que el oficio de periodista era digno de su único hijo.

Mientras por la radio iban llegando noticias, Miller pensaba con rapidez, tratando de decidir si el suceso ofrecía alguna faceta que pudiera encararse desde Alemania en un reportaje complementario. La reacción del Gobierno de Bonn sería comentada desde esta ciudad por los hombres de las plantillas periodísticas, y el recuerdo de la visita de Kennedy a Berlín en junio último sería glosado desde Berlín. No parecía, pues, que el caso diera para un buen reportaje, con fotografías, susceptible de vender a cualquiera de la veintena de semanarios alemanes que constituían los mejores clientes de su especialidad periodística.

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