Read Northwest Smith Online

Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (3 page)

Suspiró profundamente y se pasó una mano por la frente. El momento inexplicable se había desvanecido con la misma rapidez con que había llegado…, demasiado rápidamente para que pudiera comprenderlo o analizarlo. “Tengo que dejar el segir”, se dijo, poco convencido. ¿Se habría imaginado aquel cabello escarlata? A fin de cuentas, ella no era más que una bonita hembra morena de una de tantas razas semihumanas que poblaban los planetas. La verdad, nada más. Una cosita preciosa, pero animal… Rió, un tanto crispado.

—Se acabó —dijo—. Dios sabe que no soy un ángel. Pero en algún momento tiene que haber un límite. Y ya ha llegado.

Se acercó a la cama, cogió un par de mantas de entre el desordenado montón y las lanzó hacia el rincón más alejado de la habitación.

—Puedes dormir ahí.

Ella se levantó del suelo, sin decir una palabra, y comenzó a colocar las mantas, con la incomprendida resignación de la elocuencia animal en cada uno de sus rasgos.

Aquella noche, Smith tuvo un sueño extraño. Creyó que se había despertado en una habitación llena de tinieblas, luz de luna y sombras en movimiento, pues la luna más próxima de Marte corría por el cielo y, en la oscuridad, todo lo del planeta que se hallaba bajo ella estaba animado de vida agitada. Pero algo…, algo innombrable, impensable… se enroscaba en su garganta…, parecido a una serpiente de tacto suave, húmeda y cálida. Yacía suelta y casi sin peso alrededor de su cuello… y se movía lentamente, muy lentamente, con una presión suave y acariciante que enviaba pequeños espasmos de placer a través de cada uno de sus nervios y fibras, un placer peligroso…, más allá del placer físico, más profundo que la alegría de la mente. Aquella cálida suavidad estaba acariciando las mismísimas raíces de su alma con terrible intimidad. El éxtasis que le producía le dejaba sin fuerzas, y entonces supo —en un relámpago de comprensión nacido de aquel sueño imposible— que no debía llegar a su alma… Y al comprenderlo, el horror se derramó sobre él, convirtiendo el placer en un transporte de repulsión, odioso, horrible…, pero aún abominablemente dulce. Intentó alzar las manos y quitarse la monstruosidad de pesadilla del cuello. Lo intentó, pero sin convicción; pues, aunque su alma se hallaba agitada hasta lo más profundo, el placer de aquel cuerpo era tan grande que sus manos se negaron al esfuerzo. Pero cuando al fin intentó levantar los brazos, una oleada de frío cayó sobre él y sintió que no se podía mover… Bajo las mantas, su cuerpo yacía tan pétreo como el mármol, un mármol vivo que se estremecía con espantoso placer en todas y cada una de sus rígidas venas.

La repulsión fue haciéndose más fuerte a medida que luchaba titánicamente contra el sueño paralizante —una lucha del alma contra el entumecido cuerpo—, hasta que la móvil tiniebla se fundió en la nada que le rodeó y se cerró sobre él, y volvió a caer en el olvido del que había sido despertado.

A la mañana siguiente, cuando la resplandeciente luz del sol brillando a través del claro y tenue aire de Marte le despertó, Smith intentó recordar durante unos instantes. El sueño había sido más vívido que la realidad, pero no podía recordarlo completamente… Sólo que había sido más dulce y horrible que cualquier otro a lo largo de su vida. Permaneció confuso durante unos instantes, hasta que un leve sonido proveniente del rincón le sacó de sus cavilaciones y se sentó para ver a la joven que, hecha un ovillo entre las mantas, como un gato, le observaba con ojos redondos y graves. La miró, un tanto arrepentido.

—Buenos días —dijo—. Acabo de tener un sueño endiablado… Eh, ¿hay hambre?

Asintió con la cabeza en silencio, y él hubiera podido jurar que en sus ojos había el destello encubierto de una extraña alegría.

Smith se desperezó y bostezó, olvidando temporalmente la pesadilla.

—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó, pasando a cuestiones más inmediatas—. Me iré de aquí dentro de uno o dos días, y ya sabes que no puedo llevarte conmigo. Pero, antes que nada, dime, ¿de dónde vienes?

Ella negó nuevamente con la cabeza.

—¿No me lo dices? Bueno, tú sabrás. Puedes quedarte aquí hasta que deje la habitación. A partir de entonces, tendrás que arreglártelas como puedas.

Se incorporó sobre el piso y recogió su ropa.

Diez minutos más tarde, después de deslizar su pistola térmica en la pistolera que llevaba al costado, Smith se volvió hacia la joven.

—Hay comida concentrada en la caja que está sobre la mesa. Debiera bastarte hasta que vuelva. Harías bien cerrando de nuevo la puerta después que me haya ido.

Su mirada profunda e inmóvil fue la única respuesta. Y aunque él no estaba seguro de que hubiera comprendido, oyó que echaba el pestillo como la otra vez. Después bajó las escaleras con una leve sonrisa en los labios.

El recuerdo del extraordinario sueño de la última noche comenzaba a abandonarle, como suele pasar con los recuerdos, de suerte que cuando llegó a la calle, la joven, el sueño y todos los acontecimientos de la víspera desaparecieron ante las acuciantes necesidades del presente.

Una vez más, el intrincado asunto que le había llevado allí reclamó su atención. Se ocupó de él con exclusión de cualquier otra cosa y tuvo buenas razones para hacer todo lo que hizo, desde el momento en que salió a la calle hasta el instante en que regresó, ya al atardecer; aunque a cualquiera que se le hubiera ocurrido seguirle durante el día en su, al parecer, deambular sin rumbo a través de Lakkdarol, su comportamiento no hubiese despertado interés.

Debió de pasar dos horas al menos en el espaciopuerto, observando con ojos pálidos y soñolientos las naves que iban y venían, los pasajeros, los navíos en lista de espera, los cargamentos…, sobre todo los cargamentos. Hizo la ronda de los bares de la ciudad, consumiendo muchos vasos de diferentes licores en el transcurso del día, mezclándose en conversaciones banales con hombres de todas las razas y mundos, por lo general en sus propios idiomas, pues Smith era un reputado lingüista entre sus contemporáneos. Oyó los chismes de las rutas del espacio, noticias de una docena de planetas sobre mil sucesos diferentes. Oyó el último chiste sobre el emperador de Venus, el último informe sobre la Guerra Chino-Aria y la última canción apasionada de Rose Robertson, a quien todos los hombres de los planetas civilizados adoraban con el nombre de Rosa de Georgia. Pasó el día con bastante provecho en lo referente a sus propios asuntos, que ahora no nos conciernen, y hasta que no estuvo bastante avanzada la tarde, cuando decidió regresar a su alojamiento, el recuerdo de la joven morena de la habitación no cobró forma definitiva en su mente, aunque durante todo el día estuviera rondando por ella, sin forma y entre dos aguas.

Como no tenía ni idea de cuál era su dieta usual, compró una lata de rosbif neoyorquino y otra de caldo de rana venusiana, además de una docena de manzanas de canal frescas y dos libras de la lechuga terrestre que crece tan vigorosamente en los suelos de los canales de Marte. Seguramente, ella encontraría algo de su agrado en tan amplia variedad de alimentos, o eso supuso, y —como aquel día había sido muy satisfactorio— mientras subía las escaleras comenzó a canturrear
Las verdes colinas de la Tierra,
con voz de barítono sorprendentemente buena.

La puerta estaba cerrada con llave, como la otra vez, por lo que no tuvo más remedio que golpear suavemente en su parte inferior con una de sus botas, pues tenía los brazos ocupados. Ella abrió la puerta con la suavidad que le era característica y se quedó mirándole en la penumbra, mientras, entre tropezones, él llegaba con su carga hasta la mesa. La habitación estaba nuevamente a oscuras.

—¿Por qué no das la luz? —preguntó irritado, después de haber gritado de dolor al golpearse la espinilla contra la silla que estaba al lado de la mesa, cuando intentó dejar en ella su carga.

—La luz y… la oscuridad… son lo mismo… para mí —murmuró.

—¿Ojos de gato, eh? Bueno, eso te va. Mira, te he traído algo de cena. Elige lo que quieres. ¿Te apetece el rosbif? ¿Qué tal un poco de sopa de rana?

Ella negó con la cabeza y retrocedió un paso.

—No —dijo—. No puedo… tomar tu comida.

Smith frunció las cejas.

—¿No has probado ninguna de las tabletas de alimento?

Nuevamente, el turbante rojo se movió para indicar que no.

—Entonces no has tomado nada desde hace… ¡vaya, más de veinticuatro horas! Tienes que estar muerta de hambre.

—No hambrienta —dijo ella, negándolo.

—Entonces, ¿qué puedo traerte de comer? Todavía hay tiempo, si me apresuro. Tienes que comer, pequeña.

—Comeré —dijo ella, en voz baja—. No tardaré mucho… en comer. No… te preocupes.

Entonces se volvió y se detuvo delante de la ventana mirando el paisaje de fuera, bañado por el claro de luna, como si quisiera poner fin a la conversación. Smith la contempló con una mirada de estupor mientras abría la lata de rosbif. Bajo aquel aplomo había un extraño sobreentendido que, sin saber por qué, no le gustaba. Y la joven tenía dientes, lengua y, presumiblemente, un sistema digestivo bastante humano, a juzgar por su apariencia. Era absurdo por su parte pretender que no podría encontrar nada que pudiese comer. A fin de cuentas, debía de haber tomado algo de la comida concentrada, se dijo, mientras arrancaba la tapa del termo contenido en el recipiente interior, para aspirar el aroma de la carne caliente durante tanto tiempo encerrada en él.

—Bueno, si no quieres comer, no comas —observó filosóficamente, mientras servía el caldo caliente y los trozos de buey en la tapa del termo en forma de plato y extraía la cuchara del lugar donde estaba escondida, entre los receptáculos interior y exterior.

Ella se volvió lentamente para observarle mientras levantaba una silla desvencijada y se sentaba a comer; al momento, la idea de que su mirada verde estuviera centrada en él, fija, sin parpadear, le puso nervioso, por lo que, entre dos mordiscos dados a una cremosa manzana de canal, dijo:

—¿Por qué no intentas comer un poco de esto? Está rico.

—El alimento… que yo tomo… es mejor —dijo su suave voz en un murmullo vacilante.

Y nuevamente, sintió en aquellas palabras, más que oyó, una leve insinuación de desagrado. Una súbita sospecha creció en él mientras ponderaba su última observación —algún vago recuerdo de cuentos de miedo narrados en el pasado, alrededor de los fuegos de campamento—, y giró sobre la silla para mirarla, mientras un punto de inexplicable terror subía por él. La amenaza había estado en sus palabras…, en las que no había dicho…

Ella siguió en pie, impertérrita ante su mirada, grandes ojos verdes de pupilas palpitantes que iban al encuentro de las suyas sin un sobresalto. Pero su boca era escarlata y sus dientes aguzados…

—¿De qué te alimentas? —preguntó. Y después, tras una pausa, añadió, en voz muy baja—: ¿De sangre?

Ella se quedó mirándole fijamente durante un momento, sin comprenderle; después, como si algo le divirtiese, sus labios se curvaron mientras decía con desdén:

—Me tomas por… una vampira, ¿eh? No… ¡Soy Shambleau!

Ante su sugerencia, aquella voz mostraba diversión y burla, eso era evidente, pero también lo era que sabía que él había estado pensando —y aceptado con lógica sospecha— en ¡vampiros! Cuentos de hadas…, pero cuentos de hadas que para aquella criatura no humana, de otro mundo, debían de ser algo corriente. Smith no era hombre crédulo, ni tampoco supersticioso, pero había visto demasiadas cosas extrañas para dudar que la leyenda más disparatada no tuviera una base o realidad. Y allí, en lo que a ella se refería, había algo indeciblemente extraño…

Pensó con estupor en todo ello durante un instante, entre dos grandes mordiscos a la manzana de canal. Y aunque fuese consciente de que debía preguntarle muchas cosas importantes, no lo hizo, pues sabía lo inútil que resultaría.

No dijo nada más hasta que no se terminó la carne y otra manzana de canal que siguió a la primera, y se hubo librado de la vajilla por el simple expediente de lanzar la lata vacía por la ventana. Entonces volvió a la silla y la observó con ojos entreabiertos, pálidos y un rostro tan marrón como una silla de montar. Y, nuevamente, fue consciente de sus suaves, morenas y aterciopeladas curvas…, sutiles arcos y planos de carne flexible bajo los jirones de cuero escarlata. Podía ser una vampira, cierto que era inhumana, pero también deseable más allá de las palabras, sentada allí, sumisa bajo la mirada baja de él, la enturbantada cabeza gacha, los dedos como garras descansando sobre el regazo. Durante un momento, ambos permanecieron muy inmóviles, y el silencio vibró entre ellos.

Era tan parecida a una mujer —una mujer de la Tierra—, dulce, sumisa y reservada, y más suave que una suave piel, a condición de poder olvidar sus cuatro dedos acabados en garras y los ojos palpitantes… y aquella profunda rareza más allá de las palabras… (¿Habría soñado que aquel bucle de cabello rojo se había movido? ¿Habría sido el segir lo que suscitó la incontrolada repulsión que había sentido cuando la tomó entre sus brazos? ¿Por qué aquella muchedumbre se mostraba tan indispuesta hacia ella?) Se sentó y la miró fijamente, y a pesar de su misterio y del atisbo de sospecha que se abría camino en su mente —pues ella era tan bella y delicada, torneada bajo aquellos reveladores jirones—, comprendió lentamente que su pulso se aceleraba y fue consciente de un sentimiento de cariño hacia… aquella criatura morena con forma de muchacha y ojos entornados… Entonces, los párpados se levantaron y la verde inmovilidad de una mirada de gato se encontró con la suya, y de nuevo se despertó rápidamente la repulsión de la última noche, como una señal de alarma que sonase siempre que sus ojos se encontraban… Después de todo era un animal, demasiado terso y suave para ser humano, además de aquella rareza interior…

Smith se encogió de hombros y se levantó. Sus defectos eran legión, pero la debilidad de la carne no era uno de los mayores. Envió a la joven al montón de mantas del rincón y él se volvió hacia su cama.

Mucho después, se despertó de las profundidades de un profundo sueño. Se despertó súbita y completamente, con esa excitación interna que presagia algo importante. Se despertó en medio de un brillante claro de luna, que volvía la habitación tan brillante que podía ver el escarlata de los jirones de la ropa de la joven mientras ella se sentaba sobre su lecho. Estaba despierta, sentada con la espalda medio vuelta hacia él y la cabeza agachada; una instintiva alarma subió por su espina dorsal cuando vio lo que estaba haciendo. No obstante, era algo normal en una joven…, en cualquier joven. Se estaba quitando el turbante…

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