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Authors: Chuck Palahniuk

Nana

 

A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

Chuck Palahniuk

Nana

ePUB v1.0

Roy Batty
 
22.10.11

Título: Nana

Autor: Chuck Palahniuk

Título original: Lullaby

Año de publicación: 2002

ISBN: 978-84-397-0978-7

Dedico este libro, con especial agradecimiento, a...

Jason Cheung

Kyle McCormick

Dennis Widmyer

Amy Dalton

Kevin Kölsch

...que leyeron mis cosas cuando nadie las leía

Prólogo

Al principio, el nuevo propietario finge que nunca miró el suelo de la sala de estar. Que en realidad nunca lo miró. No la primera vez que visitaron la casa. No cuando se la enseñó el inspector. Midieron las habitaciones y les dijeron a los empleados de mudanzas dónde tenían que poner el piano y el sofá, metieron todo lo que tenían y nunca se detuvieron a mirar el suelo de la sala de estar. Eso es lo que fingen.

Luego, la primera mañana que bajan las escaleras, se lo encuentran, escrito con rayones en el suelo de madera de roble blanco:

LARGAOS

Algunos nuevos propietarios fingen que lo ha hecho un amigo para gastarles una broma. Otros están seguros de que se lo han escrito porque no dieron propina a los empleados de mudanzas.

Un par de noches más tarde, un niño pequeño rompe a llorar dentro de la pared norte del dormitorio principal.

Entonces es cuando suelen llamar.

Y este nuevo propietario que está ahora al teléfono no es lo que nuestra heroína, Helen, necesita esta mañana.

Con su tartamudeo y sus quejas.

Lo que necesita es otra taza de café y un sinónimo de siete letras de «aves de corral». Necesita oír qué está pasando en el escáner de la policía. Helen Boyle chasquea los dedos para llamar la atención de su secretaria en la habitación de al lado. Nuestra heroína tapa el auricular del teléfono con las manos y lo usa para señalar el escáner y dice:

—Es un código nueve once.

Su secretaria, Mona, se encoge de hombros y dice:

—¿Y?

Así que tiene que ir a mirarlo en la guía de códigos.

Y Mona dice:

—Tranquila. Es un robo en una tienda.

Asesinatos, suicidios, asesinos en serie, sobredosis accidentales, no se puede esperar a que salgan en las portadas de los periódicos. No puedes dejar que otro agente de ventas llegue antes que tú a la próxima bendición.

Helen necesita que el nuevo propietario del 325 de Crestwood Terrace se calle un momento.

Por supuesto, el mensaje ha aparecido en la sala de estar. Lo raro es que el niño pequeño no suele empezar hasta la tercera noche. Primero viene el mensaje fantasma, luego el niño se pasa la noche llorando. Si los propietarios duran lo bastante, a la semana siguiente llaman por la cara que aparece reflejada en el agua cuando llenan la bañera. Una cara toda fruncida y arrugada con dos agujeros oscuros en el lugar de ojos.

La tercera semana aparecen las sombras fantasmagóricas que corren en círculos sin parar por las paredes del comedor cuando todo el mundo está sentado a la mesa. Después puede que pasen más cosas, pero nadie ha llegado a durar cuatro semanas.

Helen Hoover Boyle le dice al nuevo propietario:

—A menos que esté dispuesto a ir a un tribunal y demostrar que la casa es inhabitable, a menos que pueda usted demostrar sin un asomo de duda que los propietarios anteriores sabían que sucedían estas cosas... —Y dice—: Tengo que decirle —dice— que estos casos se pierden, además de que se genera un montón de publicidad y la casa pierde todo su valor.

No es una mala casa, el 325 de Crestwood Terrace, estilo Tudor inglés, con el tejado rehecho, cuatro dormitorios y tres baños y medio. Con piscina de obra. Nuestra heroína ni siquiera tiene que comprobar la ficha. Ya ha vendido esa casa seis veces en los últimos dos años.

Otra casa, la casa antigua estilo Nueva Inglaterra de dos pisos de Eton Court, con seis dormitorios, dos baños, entrada con revestimiento de pino y una cocina con paredes que manan sangre, la ha vendido ocho veces en los últimos cuatro años.

Le dice al nuevo propietario:

—Tengo que ponerle un momento en espera.

Y pulsa el botón rojo.

Helen lleva un traje blanco y zapatos blancos, pero no blancos del todo. Se parece más al blanco que se lleva para practicar descensos contrarreloj en Banff con coche privado, chófer con busca, catorce maletas a juego y una suite en el hotel Lake Louise.

Nuestra heroína dice en dirección a la puerta:

—¿Mona? ¿Rayo de luna? —Y levantando la voz—: ¿Cazafantasmas?

Da unos golpecitos con el bolígrafo en la página doblada de periódico que tiene sobre la mesa y dice:

—¿Una palabra de cuatro letras para «roedor»?

El escáner de la policía habla con voz borboteante, balbucea, ladra y repite «¿Me recibe?» después de cada frase. Repite: «¿Me recibe?».

Helen Boyle grita:

—Este café no vale un duro.

Una hora más tarde tiene que estar enseñando una casa estilo Queen Anne de cinco dormitorios con apartamento independiente, dos chimeneas de gas y una cara de un suicida muerto por sobredosis de barbitúricos que aparece de madrugada en el espejo del tocador. Luego le toca un rancho en dos niveles con calefacción FAG, salita de estar soterrada y los disparos fantasmagóricos recurrentes de un doble homicidio que tuvo lugar hace más de una década. Lo tiene todo apuntado en su gruesa agenda, que es gruesa y está encuadernada en algo parecido a cuero rojo. Ahí es donde lo apunta todo.

Toma otro sorbo de café y dice:

—¿Cómo se llama esto? ¿Moca Swiss Army? Se supone que el café sabe a café.

Mona va hasta la puerta con los brazos cruzados y dice: —¿Qué?

Y Helen dice:

—Necesito que te pases... —Busca entre las fichas de su registro—. Que te pases por el cuatro mil seiscientos setenta y tres de Willmont Place. Es una casa estilo colonial holandés con solario, cuatro dormitorios, dos baños y un homicidio con agravantes.

El escáner de la policía dice:

—¿Me recibe?

—Haz lo de siempre —dice Helen. Escribe la dirección en una tarjeta y se la da—. No arregles nada. No quemes salvia. No hagas ningún puto exorcismo.

Mona coge la tarjeta y dice:

—¿Me limito a buscar vibraciones?

Helen hace un gesto cortando el aire con la mano y dice:

—No quiero que nadie coja ningún túnel hacia una luz brillante. Quiero que esos fenómenos de feria se queden aquí si puede ser, en este plano astral, gracias. —Mira su periódico y dice—: Tienen toda la eternidad para estar muertos. No les pasa nada por quedarse en la casa otros cincuenta años y arrastrar un poco las cadenas.

Helen Hoover Boyle mira la luz parpadeante que indica llamada en espera y dice:

—¿Qué encontraste ayer en la casa española de seis dormitorios?

Mona pone los ojos en blanco. Proyecta la mandíbula inferior hacia fuera, deja escapar un largo suspiro hacia arriba que le levanta el pelo de la frente y dice:

—Está claro que hay una energía. Una presencia sutil. Pero la disposición es preciosa. —Un cordón de seda negra cuelga alrededor de su cuello y desaparece en la comisura de su boca.

Y nuestra heroína dice:

—A la mierda la disposición.

Nada de casas idílicas que solamente se venden una vez cada cincuenta años. Nada de hogares felices. Y a la mierda las cosas sutiles: los rincones extrañamente fríos, los vapores inexplicables, las mascotas irritables. Lo que ella necesita es sangre cayendo por las paredes. Necesita manos heladas que saquen a los niños de la cama por las noches. Necesita ojos rojos resplandecientes en la oscuridad al pie de las escaleras del sótano. Eso y fachadas decentes.

El bungalow del 521 de Elm Street tiene cuatro dormitorios, ferretería original y gritos en el desván.

La casa estilo Normandía en el 7.645 de Weston Heights tiene ventanas de arco, antecocina, puertas correderas emplomadas y un cuerpo que aparece en el pasillo del piso de arriba con varias puñaladas.

En el apartamento estilo rancho del 248 de Levee Place —cinco habitaciones, cuatro baños y medio con patio de ladrillo— las paredes del dormitorio principal donde tuvo lugar un envenenamiento con desatascador de cañerías se vuelven a llenar de esputos de sangre.

Los agentes inmobiliarios las llaman casas afligidas. Esas casas que nadie vende porque nadie las quiere enseñar. Ningún agente inmobiliario quiere abrir las puertas ni arriesgarse a estar allí solo. O bien son las casas que se venden una y otra vez cada seis meses porque nadie puede vivir en ellas. Una buena racha de esas casas, veinte o treinta de alto nivel, y Helen ya podría apagar el escáner de la policía. Podría dejar de registrar las esquelas y las páginas de sucesos dedicadas a suicidios y homicidios. Podría dejar de enviar a Mona a buscar cualquier pista. Podría tumbarse a buscar una palabra de siete letras cuya definición fuera «animal equino».

—Además, necesito que recojas la ropa de la lavandería —dice—. Y tráeme café como Dios manda. —Señala a Mona con el bolígrafo y dice—: Y, por respeto a la profesionalidad, déjate en casa los abalorios rastafaris.

Mona se saca de la boca el cordón de seda negra hasta hacer salir un cristal de cuarzo, mojado y brillante.

—Es un cristal. Me lo ha dado Ostra. Mi novio.

Helen dice:

—¿Estás saliendo con un chico que se llama Ostra?

Mona deja caer el cristal de forma que le queda colgando sobre el pecho y dice:

—Me ha dicho que es para protegerme. —El cristal deja una mancha oscura de humedad en la blusa de color naranja.

—Oh, y antes de que te vayas —dice Helen—, ponme al teléfono con Bill o Emily Burrows.

Helen pulsa el botón de llamada en espera y dice:

—Discúlpeme.

Y explica que quedan un par de opciones más. El nuevo propietario puede simplemente irse, firmar una escritura de traspaso de finiquito y la casa pasa a ser problema del banco.

—O bien —dice nuestra heroína— puede usted darme una exclusiva confidencial para vender la casa. Lo que se llama una venta de derechos bajo mano.

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