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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

Muerte y vida de Bobby Z (3 page)

Bobby Z lo ha comprendido.

—No como tú, retrasado —le dice Gruzsa a Tim—. ¿Sabes cómo pasó Bobby Z la noche de su ceremonia de graduación en el instituto? Alquiló una suite, una suite, en el Ritz-Carlton de Laguna Niguel, e invitó a sus amigos a pasar allí el fin de semana.

Tim recuerda cómo pasó él la noche de su graduación. Para empezar, ni siquiera se graduó. Mientras la mayoría de sus compañeros de clase estaban en la fiesta, él, un amiguete y dos chicas perdedoras aparcaron en un Charger junto al centro de reciclaje de Thousand Palms, con algunos packs de seis cervezas y marihuana de poca calidad. Ni siquiera echó un polvo: la chica vomitó en su regazo y luego perdió el conocimiento.

—Eres burro de nacimiento —añade Gruzsa.

¿Qué puedo decir?, piensa Tim. Es verdad.

Tim se crió, o lo intentó, en la cutre ciudad de Desert Hot Springs, California, justo al otro lado de la interestatal 10, frente a la ciudad turística de Palm Springs, donde vivían los ricos. Los habitantes de Desert Hot Springs fregaban retretes en Palm Springs, lavaban platos y acarreaban bolsas de golf, y eran sobre todo mexicanos, salvo algunos borrachuzos blancos, como Tim Kearney padre, quien, en sus raras visitas a casa, le daba a Tim unas palizas de muerte con el cinturón, al tiempo que señalaba las luces de Palm Springs y aullaba: «¿Lo ves? ¡Ahí está el dinero!».

Tim creyó haber captado el mensaje, de modo que a los catorce años ya estaba forzando aquellas casas de Palm Springs donde estaba el dinero, afanando televisores, aparatos de vídeo, cámaras, dinero en metálico y joyas, y disparando alarmas silenciosas.

En su primer juicio por robo con escalo, siendo menor de edad, el juez de familia le preguntó si tenía algún problema con la bebida, y Tim, que no era estúpido pese a ser un desastre monumental, era capaz de reconocer una vía de escape cuando se la ofrecían, de modo que soltó unas lagrimitas de cocodrilo y dijo que se temía que era un alcohólico. Así que le dieron la condicional, fue a algunas reuniones de Alcohólicos Anónimos y recibió una paliza de su padre, en lugar de acabar en el Tutelar de Menores y recibir una paliza de su padre.

Tim fue a las reuniones, y, por supuesto, el juez estaba presente; le sonreía como si fuera su hijo o algo por el estilo, de modo que el hombre se irritó un poco cuando Tim apareció ante él en su segundo juicio por robo con escalo, que incluía, aparte de los habituales televisores, aparatos de vídeo, cámaras, dinero en metálico y joyas, casi todo el contenido del bien aprovisionado mueble bar de la víctima.

Pero el juez superó su sentimiento de haber sido traicionado y envió al joven Tim a un centro de rehabilitación cercano. Pasó un mes haciendo terapia de grupo, aprendió a desplomarse en brazos de alguien y, por lo tanto, a confiar en dicha persona, y todo sobre los elementos positivos y negativos de su carácter, así como diversas «habilidades útiles para la vida».

La asistenta social del centro de rehabilitación le preguntó a Tim si creía que tenía una «baja autoestima», y él se apresuró a responder que sí.

—¿Por qué crees que tienes una baja autoestima? —prosiguió ella con amabilidad.

—Porque sigo forzando casas... —contestó Tim.

—Estoy de acuerdo.

—... y siendo detenido.

Así que la asistenta social redobló sus esfuerzos con él.

Tim casi había finalizado el programa cuando tuvo un pequeño desliz: robó la caja donde guardaban el dinero del centro y se fue a comprar una buena hierba.

—¿Sabes cuál es tu verdadero problema? —fue la pregunta retórica de la asistenta social.

Tim dijo que no.

—Tienes un problema con el control de los impulsos. Careces de él.

Pero esa vez el juez sí se cabreó y masculló entre dientes algo acerca del «amor correctivo», y envió a Tom a Chino.

Allí cumplió su condena y aprendió un montón de habilidades útiles para la vida. Llevaba un mes en libertad cuando las luces de Palm Springs volvieron a hacerle guiños. Esa vez fue a por joyas, y casi había salido de la casa con el botín cuando tropezó con un aspersor, se hizo un esguince en el tobillo y los de West Tech Security lo detuvieron.

—Solo tú la podías cagar con el agua de un jardín en mitad del puto desierto —dijo su padre.

Entonces el viejo se quitó el cinturón, pero Tim había aprendido un montón de habilidades útiles para la vida en Chino, y al cabo de un par de segundos el viejo estaba cayendo de espaldas al suelo sin que hubiera nadie cerca para impedirlo.

De modo que Tim se preparó para volver a Chino, pero esa vez le tocó un juez diferente.

—¿Cuál es su historia? —le preguntó este.

—El problema es que carezco de control de los impulsos.

El juez se mostró en desacuerdo.

—Su problema es que no para de entrar en casas ajenas.

—Entrar no supone ningún problema —respondió Tim—. Lo complicado es salir.

El juez pensó que Tim era tan listillo que, quizá, en lugar de aprender cosas nuevas en Chino, debería convertirse en «oficial y caballero».

—No pasarás ni de la instrucción básica —le dijo su padre—. Eres demasiado nenaza.

Tim opinaba lo mismo. Tenía un problema para completar las cosas (el instituto, el centro de rehabilitación, los robos), y supuso que con los marines le pasaría lo mismo.

Pero no.

A Tim le gustó el Cuerpo. Hasta le gustó el entrenamiento básico.

—Es sencillo —les dijo a sus incrédulos compañeros de cuartel—. Haces tu trabajo y no se meten demasiado contigo. Al contrario que en la vida real.

Además, eso lo sacó de Desert Hot Springs. Lo sacó de aquella ciudad de mierda y del puto desierto. En Camp Pendleton, Tim se despertaba y veía el mar cada mañana, lo cual era muy guay, pues hacía que se sintiera como uno de aquellos californianos guays y enrollados que viven junto al mar.

De manera que sobrevivió. Sobrevivió a todo su servicio obligatorio y luego se reenganchó. Consiguió su certificado de educación secundaria, los galones de cabo y un destino en la Desert Warfare School, en Twentynine Palms, a unos setenta y cinco kilómetros de su querida ciudad natal de Desert Hot Springs.

Por supuesto, pensó Tim. Otra vez de vuelta en el puto desierto. Y se planteó desertar, pero luego se dijo qué coño, es solo un destino. Y confió en que quizá una próxima vez le tocara Hawai.

Entonces Saddam Hussein invadió Kuwait con el único fin de joder a Tim, y este fue embarcado con destino a Arabia Saudí, que era como el desierto pero a lo bestia.

—No puedo creer que fueras marine —dice Gruzsa.


Semper fido
—contesta él.

Gruzsa ya lo sabe, por supuesto (Tim sabe que lo sabe, mierda, su expediente está encima de la mesa), lo sabe todo sobre su carrera en el Cuerpo de Marines.

Es algo que Gruzsa no acaba de comprender, porque no encaja. Tenemos al típico inútil, más tonto que un arado, incapaz hasta de robar en una casa sin que lo pillen, y el tipo va y se gana una Navy Cross en el Golfo.

En la batalla de Khajfi, antes del gran ataque estadounidense. Una división blindada iraquí atraviesa de noche la frontera saudí, y la unidad de reconocimiento de Tim es lo único que se interpone en su camino. Una unidad abandonada a su suerte, y que es arrollada.

El cabo Tim Kearney saca a cuatro marines heridos de debajo de los tanques iraquíes. La mención dice que iba corriendo de un lado a otro en la noche del desierto como si fuera John Wayne, disparando, lanzando granadas y poniendo a salvo a sus compañeros.

Y luego contraataca.

Carga contra los tanques.

Una cuadrilla de demolición de un solo hombre, dice un testigo.

No gana, por supuesto, pero destruye un par de tanques y su unidad continúa intacta cuando la caballería llega por la mañana.

Kearney consigue la Navy Cross, seguida de (en el mejor estilo de Kearney) un licenciamiento deshonroso.

Por golpear a un coronel saudí.

Mierda, piensa Gruzsa, tendrían que haberle dado otra medalla.

—Te echaron, ¿eh? Genio y figura —dice—. Yo también fui marine.

—¿Qué pasó?

—¿Qué pasó? El puto Vietnam pasó, eso fue lo que pasó. Me jodí la pierna. Aquello fue una guerra de verdad, no como esa mariconada de videojuego de la CNN en la que participaste.

Tim se encoge de hombros.

—Soy una nenaza.

Jorge sonríe.

—Una nenaza.

Gruzsa acerca su cara a la de Tim. Su aliento huele a salchicha italiana.

—Pero eres mi nenaza —susurra—. ¿Verdad, Nenaza?

—Depende.

—¿De qué?

—De lo que quieras que haga.

—Ya te lo he dicho: quiero que seas Bobby Z.

—¿Por qué?

—Supongo que tampoco sabrás quién es Don Huertero.

Tim se encoge de hombros.

Escobar sonríe burlón.

—Don Huertero es el señor de la droga más importante del norte de México —explica Gruzsa.

—Ah —dice Tim.

—Y tiene retenido a un amigo mío allá abajo —añade Gruzsa—. Un agente cojonudo llamado Arthur Moreno.


Carnal
—precisa Jorge en español—. Uña y carne.

—Quiero recuperar a Art —dice Gruzsa.

—Ah.

—Y Huertero quiere intercambiarlo por...

—Bobby Z —contesta Tim.

—Hacen grandes negocios juntos, y Huertero quiere que siga libre y ganando dinero —explica Gruzsa.

—¿Lo tenéis vosotros?

—Lo pillamos.

Se lo entregaron en Tailandia, a cambio de devolver un cargamento de heroína a su propietario original. Los malditos tais odiaban a Z.

—Llegamos a un acuerdo —dice Gruzsa.

—¿Para qué me necesitáis entonces? —pregunta Tim.

—La palmó.

—¿Quién la palmó?

—Bobby Z.

Escobar casi parece apenado.

—Un ataque al corazón —explica Gruzsa—. En un pispás. Se dio de morros contra el suelo del cuarto de baño.

—Era joven —comenta Escobar.

—Don Huertero carece de sentido del humor para estas cosas —añade Gruzsa—. Nos devolvería muerto por muerto.

—Y ahí es donde entras tú —dice Escobar.

¿Muerto por muerto?, piensa Tim. ¿Y ahí es donde entro yo? Aquí hay algo que no encaja.

—¿Huertero no se dará cuenta enseguida de que no soy el verdadero Bobby? —pregunta.

—No —contesta Gruzsa.

—¿No?

—No, porque nunca lo ha visto.

—Habéis dicho que habían hecho negocios.

—Teléfonos, faxes, ordenadores, intermediarios —recita Gruzsa como si estuviera hablando con un retrasado, que es más o menos lo que cree—. Nunca ha visto a Z.

—Nadie le ha visto —añade Jorge—. Desde el instituto.

—Hasta que pillamos a ese escurridizo soplapollas en la selva —añade Gruzsa—, nadie podía decir que hubiera visto al auténtico Bobby Z.

—Una leyenda —repite Jorge.

3

Escobar lo pone al corriente mientras Tim está tendido en una camilla con un lienzo esterilizado sobre la cara, y un médico da rienda suelta a su atracón de cocaína practicándole una pequeña cicatriz, como la que Z se hizo cuando se golpeó la cabeza con una piedra mientras hacía surf en los arrecifes de Three Arch Bay.

—Z no tenía tatuajes, ¿verdad? —pregunta Tim, porque incluso con anestesia local eso duele la hostia, y en cualquier caso está harto de que le tengan ahí tumbado con un trapo blanco sobre la cara.

—No —contesta Gruzsa, y después pregunta alarmado—: Tú tampoco, ¿verdad?

—No.

Lo cual es estupendo, piensa Tim, porque lo más probable es que Gruzsa ordenara borrarlos. Aunque supone que la alternativa serían los Ángeles en el patio, así que ¿qué más daría otra cicatriz?

Está ahí tirado, mientras Gruzsa supervisa el trabajo y Escobar habla por los codos de Bobby Z.

Acerca de que Z sale del instituto y ya es rico, y tiene un puñado de amigotes que van distribuyendo droga por toda la zona comercial del sur de California, lo cual le depara una atención indeseada no de la policía, sino de traficantes rivales. Son los tiempos en que las bandas mexicanas son todavía un chiste, los vietnamitas no dan pie con bola, tal vez exista un chino en Orange County, y los italianos aún son capaces de encontrarse la polla en los pantalones. Y debe de ser uno de estos últimos, aunque Bobby Z nunca lo averigua, quien elimina a dos de sus camellos cerca de Riverside y Z piensa que es una señal
tres
mala.

Dos chicos jóvenes, guapos y guays, tirados boca abajo en una acequia como diciendo: «No preguntes por quién doblan las campanas, ¿vale?».

Pero ¿qué hacer, qué hacer? Z está sentado en su piso, tiene un adulto que le sirve de tapadera, y su Mustang del 66 pagado, y piensa: ¿Sabes qué? No hay constancia de mí en ningún lado.

Así que se abre. Desaparece.

—Como la niebla de la mañana —describe One Way en tono admirativo, mientras sus conexiones neuronales estallan como palomitas. Está guiando a cuatro nerviosos turistas alemanes por la Forrest Avenue de Laguna, y les cuenta—: Es como si Z se alejara sobre el mar. ¿Quién sabe hacia dónde? Algunos dicen que a China, otros a Japón, algunos incluso afirman que lo vieron en una playa de Indonesia, es como Lord Jim, ¿vale? O quizá esté a bordo de un barco, surcando los mares, o tal vez en un submarino, como si Z fuera el capitán Nemo, el puto James Mason, pero es como si un día estuviera en la playa y al siguiente no, desaparecido, tío. Desaparecido. Como si deslizándose sobre su tabla hubiera coronado la ola y...
sayonara
.

Pero la droga sigue llegando. Z ha montado un sistema de comercialización basado en intermediarios, agentes, gratificaciones y repartos de beneficios. Tiene la mejor mierda de la Costa Oeste. Solo de primera categoría. La hace llegar por mar. La lleva en barcos, como si fuera un contrabandista de los viejos tiempos. De vez en cuando pierde una carga, pillan a un camello, pero la DEA no puede ni acercarse a Z.

—Pensamos que le habíamos echado el guante hasta cinco veces —dice Gruzsa—. Y resulta que era otra persona.

—Pillar a Z es como pillar niebla —corea Escobar.

Y cierra la mano en un puño para ilustrar la idea.

Z se convierte en algo gigantesco. Enorme. Z provee a toda la costa, a todo el oeste. Si cinco
yuppies
se están fumando una pipa después de su salmón al vapor, da por seguro que la mierda es de Z.

—Es listo —explica Gruzsa—. Ni coca, ni heroína, ni speed, ni ácido. Únicamente hierba de la mejor calidad. Opio. Palitos tailandeses. Sólo vende a gente con pasta. De modo que no estamos hablando de un crío con espinillas, de un descerebrado, o de un aspirante a motero que se va a entregar sin rechistar. Si detienes a alguien con la droga de Z, sale en libertad provisional y ya está ingresado en la Betty Ford antes de que tú hayas vuelto al despacho. Z trabaja sobre una base de clientes preferenciales.

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