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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker

 

El agente secreto James Bond recibe de sus superiores la orden de localizar el paradero de la nave espacial Moonraker, que ha desaparecido misteriosamente. Sus primeras investigaciones le llevan a seguir la pista del millonario Hugo Drax, constructor de la cápsula. Después de investigar en Venecia y en Río de Janeiro, Bond es capturado por Drax, y descubre que el villano posee una base de lanzamiento para cohetes espaciales, con los que se propone esparcir un gas tóxico que acabe con le vida terrestre, siendo ésta la primera fase de un perverso plan que el agente, ayudado por la Doctora Goodhead, intentará frustrar.

Novelización de la película
Moonraker
, protagonizada por Roger Moore, Lois Chiles y Michael Lonsdale, y dirigida por Lewis Gilbert.

Christopher Wood

Moonraker

ePUB v1.0

bondo-san
11.03.13

Título original:
Moonraker

Christopher Wood, 1979

Traducción: José María Pomares

Editor original: bondo-san (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

A Vernon Harris, con afectuoso agradecimiento

1. El final y el principio

El 747 volaba alto, apartando jirones de nubes como si fuera una persona famosa apartando a los ávidos reporteros. No estaba solo. En su popa de hallaba el perfil achaparrado del vehículo espacial que transportaba, con la palabra MOONRAKER, claramente escrita en sus lados. Vista desde la proa, la cabina parecía como un ballenato viajando sobre el lomo de una ballena, en pleno océano.

Dentro de la cabina de control, los ojos del capitán parpadearon sobre los paneles de instrumentos, las agujas oscilantes, las hileras de luces de colores. No había nada anormal. El 747 volaba por sí solo. No parecía mostrarse ninguna reacción adversa a la insólita carga. El capitán se sentía sorprendido y aliviado. Eso demostraba lo condenadamente bueno que era el 747. El capitán se permitió una ligera mueca de orgullo patriótico y se preguntó, no por primera vez, por qué razón se enviaba el vehículo espacial a los ingleses. ¿Era sólo para una exhibición aérea? Parecía un gesto demasiado generoso y caro en unos momentos en que la Administración recortaba brutalmente los gastos de ultramar e incluso el propio programa espacial necesitaba fondos con urgencia, hasta el punto de que se habían lanzado acusaciones en el Senado en el sentido de que se estaba abandonando el espacio en manos de los rusos.

Quizás a los inventores ingleses se les había ocurrido algo que la NASA pudiera utilizar. Ésa parecía ser la explicación más probable. Mientras el vehículo estuviera en Inglaterra, los científicos británicos podrían realizar sus propias pruebas y conferencias con sus colegas norteamericanos. A pesar de los limitados recursos, resultaba difícil creer que a los ingleses no se les hubiese ocurrido nada desde lo de Bluestreak, aunque sólo fuera en la fase de diseño.

Junto al capitán, el primer oficial echó un vistazo a su reloj y se humedeció los labios. Pensaba en el placer, y no en el trabajo. En un apartamento de Bayswater Road, en Londres, donde una conocida suya comprobaría si aún quedaba suficiente whisky Jack Daniels en la botella y se ocuparía de colgar una toalla extra en el cuarto de baño. Y eso lo haría antes de salir para trabajar en una biblioteca, de modo que pudiera estar de regreso en casa a las seis con todos los suministros extras que fueran necesarios, para tomar un baño y perfumarse, y esperarle. Sabía que ella le estaría esperando porque la había llamado por teléfono a altas horas de la noche anterior del viaje. Ella siempre le esperaba. Siempre se sentía contenta de verle. Era una mujer apasionada pero, al igual que sucedía con muchas mujeres sentía vergüenza de su carnalidad e inclinación a ocultarla en la coquetería. Ella le abriría la puerta llevando puesta la ropa interior más provocativa que tuviera y se quejaría, diciéndole que le estaba esperando desde hacía una hora. Él la llevaría hacia el dormitorio y le haría el amor mientras que ella protestaba clavándole sus uñas pintadas en la espalda y sus dientes bien limpios en el hombro.

Se preguntaba qué tal saldría todo aquella noche. Ella no siempre le abría la puerta llevando puesta una negligé. Normalmente, le recibía llevando un vestido de extraña simplicidad, adornado quizás con un broche antiguo. Aceptaría las flores que él le trajera con pequeños gritos de alegría y se pondría de puntillas para adelantar la mejilla y darle un beso. Después, se dirigiría hacia el pequeño saloncito, pondría las flores en un jarrón y le prepararía un Jack Daniels con hielo. Y durante todo el rato le dirigiría una continua riada de preguntas que no esperaban nunca respuestas, y le contaría cosas sobre personas a las que él no había conocido nunca. «¿Sabes? Fue terriblemente divertido, pero…» Nunca era divertido, ni siquiera interesante, pero él la escucharía con una expresión de buen humor en el rostro, sorbiendo su bebida y dejando que sus ojos disfrutaran de la vista de los pechos y las curvas de las bien contorneadas piernas que el resto de su propio cuerpo saborearía a su debido tiempo.

Después de tomar él una segunda copa y ella una ginebra con tónica, él sugeriría cenar y ambos irían al pequeño restaurante italiano de la esquina, donde había luces amortiguadas, los precios eran caros y los clientes se inclinaban sobre las mesas para darse las manos, y miraban rápidamente a su alrededor cada vez que llegaba alguien, por si acaso se trataba de la esposa, esposo o amante fijo, de alguno de ellos.

Una vez en el restaurante, él trasladaría sus preferencias a una botella de Valpolicella y la escucharía, mientras ella hablaba de su trabajo; o más bien del hombre para quien trabajaba. Suponía que este hombre había sido su amante en otro tiempo, aunque esto nunca se había afirmado explícitamente así. Había en ella resentimiento, pero al mismo tiempo un tosco respeto y una especie de fascinación. El hombre estaba casado, pero no era feliz con su esposa. Habría sido mucho más feliz con ella, de haber sido ella su esposa. Eso era lo que podía deducirse.

Mientras se iba desplegando la saga de la biblioteca, el
prosciutto e melone
daría paso al
petto di pollo
y el rostro de la mujer se haría más deseable, lleno de animación. Probablemente, estaría tratando de hacerle sentir celos, pero a él no le importaba quién había estado con ella, siempre y cuando ella estuviera disponible cuando él la deseaba. Mientras se debatía sobre la conveniencia de pedir otra botella de vino, extendería sus piernas para encontrarse con las de ella e inmediatamente sentiría la presión de sus pantorrillas contra la suya y su mano sobre su muslo. Sus labios empezarían a abrirse, tentadores y brillantes a la luz de las velas. Él se olvidaría entonces de la segunda botella de vino y sugeriría que subieran a tomar el café en el apartamento. Sonrió. Nunca habían llegado aún a tomar aquel café.

—¿De qué te estás riendo, Joe? —la voz del capitán cortó en seco su ensimismamiento.

—De nada en particular.

—¿Alguna chica a la que piensas tirarte en Londres?

—Soy demasiado caballero para contestar esa pregunta —dijo el primer oficial por encima del hombro—. ¿Qué tal vamos de tiempo, Dick?

El oficial de navegación, que era la contribución inglesa al transporte del Moonraker, levantó la mirada de su pantalla de radar. Una observación más atenta habría revelado la aparición de un ligero rubor en sus sonrosadas mejillas. No estaba acostumbrado al tipo de comentarios que acababan de intercambiar el capitán y su primer oficial.

—No vamos mal del todo, señor. Llevamos quince minutos de adelanto sobre el horario previsto. Si continúa soplando este viento de cola podemos llegar a Heathrow con cuarenta minutos de adelanto sobre lo previsto.

—Excelente —dijo el capitán.

El oficial de navegación contempló sus cartas de vuelo. En alguna parte, muy por debajo de la extraña semipenumbra existente entre el día y la noche, se encontraba la ciudad de Champagne. Qué nombre para una ciudad situada en el extremo septentrional de las Rocosas, en el Territorio del Yukon, en Canadá. Quizás alguna vez hubo allí champán, durante la época de la fiebre del oro, cuando la palabra Yukon era sinónimo de veinticuatro kilates. Pensó en hombres envueltos en pieles, surgiendo de la ventisca, tambaleantes, golpeando las raquetas de nieve contra la barra posapiés del salón para quitarse la nieve. Las puertas oscilantes abriéndose de golpe, la vaharada de aire caliente, la música rítmica al fondo, las palmadas en la espalda, el fuego del primer trago de whisky quemándole la garganta, la presión satisfactoria de la bolsa de polvo de oro alojada sólidamente contra su bajo vientre.

Ahora, el salón había dado paso probablemente al self-service de Frank, donde se reunirían los conductores de camiones que saltarían de la comodidad de aire acondicionado de sus cabinas, en la ruta de la autopista de Alaska. Con un ojo puesto en la radio local y el otro en la chica detrás del mostrador. Con el humeante plato caliente surgiendo por la ventanilla. Tres huevos, cubiertos de tiras de tocino que llenaban el plato, con un pequeño montón de crujientes patatas fritas, todo ello acompañado por una gran taza de humeante café. El oficial de navegación pudo degustar la saliva que se iba formando en su boca. Casi pudo sentir el cuchillo invisible en su mano, troceando la deliciosa, grasienta y crujiente costra de las patatas fritas. Si tenían suerte y no había problemas de embotellamiento en Heathrow, si el paso de Kingston no se hallaba atestado por los domingueros que regresaban a casa, podría llegar a la suya a tiempo de ayudar a los niños con sus deberes y de cenar con la familia. Había tratado de llamar a Louise por teléfono para comunicarle la hora en que probablemente estaría de regreso, pero no había obtenido respuesta. Seguramente, habría salido a una de sus clases de yoga o a ayudar en la limpieza después de un almuerzo de compañeras. En realidad, no importaba. Así se llevarían una mayor sorpresa cuando le vieran.

Dentro del puente inferior del Moonraker, un oído bien entrenado podría haber escuchado una débil vibración. Todo estaba a oscuras. Temblaba toda la estructura del vehículo. Después, se escuchó otro sonido. Un ruido apagado y sibilante, como si estuviera a punto de explotar un cohete en una lata de hojalata. Pero el sonido continuó y no se produjo ninguna explosión. Tampoco aumentó de intensidad, pero lentamente fue apareciendo un débil brillo de luz que surgió como una boca diminuta por la extremidad de una de las entradas. El brillo se concentró en la cerrada escotilla de seguridad, que empezó a ponerse roja poco a poco hasta adquirir un color blanco caliente. Una delgada columna de humo negro se elevó en el aire y el metal empezó a doblarse. Transcurrieron quince segundos, se escuchó un agudo crujido y la cerradura se abrió de golpe. La luz brillante se extinguió y el metal ardiente fue enfriándose con rapidez hasta que perdió su brillo en la oscuridad. El vehículo siguió vibrando en el espacio y se produjo un roce de ropas cuando las piernas de un hombre aparecieron por la trampilla. El delgado haz de una linterna tanteó la oscuridad y un soldador láser quedó sobre una de las linternas. La luz tanteó como un dedo impaciente y encontró lo que deseaba: el mecanismo de apertura del cierre opuesto. Éste fue apretado y abierto con rapidez y un segundo par de piernas surgió a la vista.

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