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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Luto de miel

En un momento en que la vida personal del comisario Franck Sharko parece tocar fondo, después de perder en accidente a su esposa y a su hija, se enfrenta a uno de los casos más macabros y enigmáticos a los que nadie haya tenido que enfrentarse: la aparición de una joven arrodillada, completamente desnuda, rasurada y a la que parecen haber estallado los órganos, en el interior de una iglesia. todo parece resultado de un horripilante rito, o bien constituir un apocalíptico mensaje, pero lo que pondrá al comisario sobre la buena pista serán unas pequeñas mariposas, todavía vivas, halladas en el interior del cráneo de la víctima.

Franck Thilliez

Luto de miel

ePUB v1.1

NitoStrad
07.03.13

Título original:
Deuils de miel

Autor: Franck Thilliez

Fecha de publicación del original: enero de 2006

Traducción: Martine Fernández Castañer

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A mi hermana Delphine

Capítulo 1

Un año… Un año desde el accidente.

Un momento de descuido. Un segundo. Ni siquiera eso. Una pulsación. Arcén de carretera nacional. Un pinchazo. Me agacho, recojo una tuerca que ha rodado hasta debajo del chasis. Me levanto. Demasiado tarde. Mi mujer corre por la calzada, mi hija cogida a sus dedos. Un vehículo que surge, demasiado deprisa. Azul. Aún veo ese azul demasiado chillón, mientras me lanzo vociferando. El chirrido de los frenos sobre el asfalto anegado. Y luego, nada más…

Un día, vuelves a aprender a vivir.

Y, al día siguiente, todo se va a la mierda…

Delante de mí, en el hueco de las murallas de Saint-Malo, un tipo deambula tranquilamente, cabello al aire, el rostro embellecido por las tonalidades rojas de un crepúsculo llameante.

Es él, lo he reconocido sin ningún tipo de duda. Francia no es lo suficientemente grande, tengo que cruzármelo en el camino, al final de mis vacaciones. El que les arrancó la vida.

El loco al volante.

En ese instante, algo se quiebra en mi interior. Un desgarro abominable…

Y pensar que creía que estaba mejor, mi Suzanne, tras seis años de tratamientos embrutecedores y de gritos en la noche. El trauma de su secuestro
[1]
parecía atenuarse. Había aprendido a sonreír de nuevo, por lo menos ante mis ojos. Había conseguido hacer de nuevo las cosas sencillas de la vida. Lavarse, vestirse, ocuparse un poco de nuestra pequeña Éloïse. Por supuesto, ya no era la luchadora de antaño, tan lejana a veces, tan desconectada de la realidad y dependiente de otro. Recorriendo sin cesar la frontera de la locura. Pero había percibido en sus ojos la renovación, la sed de vivir sobreponiéndose a la de marcharse.

Suzanne… ¿Por qué te lanzaste en una nacional con nuestra hija? ¿Qué demonio se apoderó de ti, en esa triste mañana de otoño?

Esas preguntas me las he repetido miles y miles de veces. Un libro que nunca se cierra…

Delante, el hombre, Chartreux, se llama Patrick Chartreux, se apoya en una piedra antigua y saca el teléfono móvil. Se vuelve bruscamente hacia mí, giro la cabeza y simulo un interés repentino por el mar. La ola tranquila, sus barcos apacibles. No sé cómo reaccionar. Un odio creciente me quema la garganta y me siento capaz de hacer cualquier estupidez. Se me crispan los puños, mientras Chartreux se adentra en un bar moderno. Verlo desaparecer me tranquiliza. Podría haberme marchado, olvidarle. Entonces, ¿por qué he decidido esperarlo, fumando pitillo tras pitillo? No es buena señal…

La frente empapada, las manos sudorosas, abro y cierro la cartera con un gesto nervioso. Mi placa de poli vuelve a ocupar su sitio. Después de tantos años lejos de las calles y las batidas, he vuelto al oficio. Dejar el Norte, su cielo bajo, sus recuerdos demasiado hirientes. Y reencontrar el Gran Pulpo, sus calles sobrepobladas, esa vida de loco en la central. Leclerc, el comisario de división, me había puesto varias veces a prueba durante esos seis meses y yo no había fallado. Pensaba haber recuperado al comisario de antaño, su ímpetu en el combate. Seguramente tiene razón. Nunca ese ímpetu ha sido tan grande…

El comercial rico sale por fin, pimpante en su traje de marca. Huele el aire yodado, se reajusta el cuello de camisa de marca antes de ponerse en marcha. Unos flashes me atraviesan la mente. Su rostro de vencedor, en el juicio. Su falsa expresión de compasión. Sus lágrimas fingidas. ¡Treinta kilómetros por encima de la media, dos vidas robadas y un castigo tan pequeño! En esa época, unos brazos habían sabido impedir que lo destrozara. Ahora ya no. Acelero el paso y me acerco a él…

Tomar una callejuela desierta será muy probablemente su mayor error. Su cuerpo cede bajo el fuego de mi furia, mientras mis amadas gritan ahí, en mi cabeza… Más y más… Me levanto, temblando, el rostro en la sombra. Tengo los ojos inyectados en sangre y sudor…

¿Qué he hecho?

Huyo de repente y de forma precipitada hacia mi coche. Contacto. Radio a tope. Dirección, la autopista… Curiosamente, no siento ningún alivio…, lamentable… Sobre el volante, las manos tiemblan con fuerza.

Bajo la estela de los astros, dejo las suavidades del océano por las forjas rojizas de la capital. El calor que ningún soplo se digna aliviar ya no afloja, ni siquiera de noche. Entonces sufro en silencio, atravesado por una gran quemadura que me devora… La carretilla de acero que me sirve de vehículo se queja, pero de todas maneras me lleva a buen puerto…

***

L'Haÿ-les-Roses… Mi edificio… Su ácida soledad…

Arriba, en el tercer piso, se extienden cintas tiñosas de marihuana. Un atajo atrevido que ha encontrado mi vecino de rellano, un rasta solitario, para traer de vuelta la exuberancia de la Guayana. Su abuela y yo estábamos unidos por una amistad sin fronteras. Ella también, con sus grandes conjuntos de madras, desapareció en condiciones espantosas.

El Ángel Rojo decididamente destruyó mi vida y eliminó a los que amaba.

Hoy una única palabra atormenta mi mente.
Batida
. Aprovechar el caparazón de poli para acosarlos, todos, uno tras otro. Aplastarles el cráneo bajo la suela, como a tantos mosquitos.

Sobre la moqueta de mi habitación, pulpos de hierro esparcen sus tentáculos hasta la orilla del comedor. Los trenes en miniatura, vapores vivos o motrices eléctricos, esperan la delicadeza de una mano para pasear sus vagones. Antes de acostarme, propulso dos de ellos, en pleno raíl. A pesar de esos ríos de color púrpura que han irrigado mi vida, queda un miedo que no domino, el del silencio… Con la ayuda de somníferos, lentamente me quedo dormido, en el furor del frotamiento de las bielas. El rostro de Chartreux se me aparece una última vez, con una burbuja de sangre entre los labios…

***

Tarde por la mañana, me arranco de la cama, despertado por el teléfono. Se supone que vuelvo al trabajo mañana, pero un mensaje en el contestador cambia las cosas. El comisario de división me pide que vaya a una iglesia. Un cura ha descubierto en el reclinatorio de un confesionario a una mujer muerta, desnuda y rasurada de los dedos de los pies a la cima del cráneo. Todo mi ser se abrasa de un fuego peligroso.

En el momento en que apago el transformador ardiente que agita la red de trenes, en que las locomotoras agotadas por su carrera nocturna avanzan los últimos metros, entonces, en ese momento, el hombre, el ser humano, se adormece, mientras se despierta el poli.

La batida.

La batida vuelve a empezar…

Capítulo 2

Desde el accidente de mis amadas, ya no había vuelto a entrar en la Casa de Dios. Así que la cicatriz interior se volvió a abrir cuando me adentré, esa tarde abrasadora, en la iglesia de Issy-les-Moulineaux. En el corazón del pasillo central, entre el rigor demasiado duro de los bancos, aún distinguía los ataúdes, de los que uno, tan pequeño, había levantado la bocanada ahogada de los sollozos… Todo, en el edificio de piedras, rezumaba mi sufrimiento.

Una voz se deslizó hasta mi oreja. Martin Leclerc, el comisario de división, se precipitaba hacia la salida, con el móvil aullando.

—¡Dejo en tus manos la gestión! —añadió echando el ojo a mi pelo cortado al ras—. ¡Tenemos luz verde del procurador de la República Kelly para levantar el cuerpo y practicar la autopsia! ¡Nos vemos luego para un balance!

Asentí y me dirigí hacia una aglomeración de donde se alzaban voces y crepitaciones de flashes. Enfrente, Jesús lloraba, arrastrando tras de sí sus siglos de calvario.

El teniente Sibersky me abordó con esa expresión grave de los malos días. A su izquierda, los dos rangers del forense sobresalían del confesionario.

—Buenos días, comisario —dijo sin sonreír—. Hemos visto regresos de vacaciones más alegres…

Su voz vibraba con una seguridad muy moderada.

—Cuéntame.

—Vale. La puerta, tras el altar de la izquierda, ha sido forzada con una cuña. Según el cura, es la segunda vez que se produce una efracción; la última, sin consecuencias, se remonta al trimestre pasado. Los técnicos de la científica han recogido huellas un poco por todas partes. La investigación de proximidad está en curso, los inspectores interrogan a los habitantes de los alrededores.

—Háblame de la víctima.

—Mujer blanca, de unos cincuenta años. Ningún rastro aparente de heridas o abusos. Los tobillos siguen atados, pero las manos han sido liberadas de la cuerda, abandonada en el suelo. Los ojos estaban tapados con esparadrapo. El sacerdote ha encontrado el cuerpo arrodillado, a las ocho y treinta y cinco esta mañana, en el camerino de los penitentes del confesionario. El cráneo rasurado estaba cubierto de… mariposas.

Fruncí el ceño.

—¿Mariposas? ¿Muertas?

—Vivas. Siete mariposas grandes con largas antenas, con… el dibujo de una cabeza de muerto sobre el abdomen. Cuando intentaron cogerlas con un cazamariposas…, gritaron. Un chillido aterrador.

—¿Dónde están?

—Han salido hacia el laboratorio. La lámpara de ultravioletas ha desvelado, sobre la cabeza de la víctima, manchas blanquecinas, invisibles a simple vista, que quizás expliquen la presencia de esos bichos. El entomólogo nos dirá más…

—Vale, vale, vale… Un cuerpo desnudo, rasurado, los tobillos atados, pero no las manos. Insectos sobre el cráneo. Todo ello en una iglesia. ¡Todo un clásico!

—Exacto, no se puede pedir más clásico… Volviendo al confesionario, la parte central estaba abierta, contrariamente a la víspera. Tras el descubrimiento, el cura ha avisado de inmediato a la policía de Issy, que se ha presentado quince minutos después, seguida por nuestros equipos.

El forense salió del lugar de perdón. Van de Veld lo tenía todo del perfecto militar, con la inteligencia añadida. Uniforme, barba de un rigor matemático y un rostro bello y duro desprovisto de expresión.

—¿Vamos a por la charla, comisario?

Tras encajar las manos, me invitó a seguirle. El cadáver me apareció de espaldas, acurrucado, encogido por el peso de las carnes magulladas. La cabeza calva y los antebrazos se aplastaban sobre un reclinatorio, mientras que el índice de la mano derecha, cerrada, apuntaba hacia el lado. Bajo la luz cortante de un halógeno de batería, el cráneo inmaculado brillaba.

Van de Veld se deslizó en el camerino.

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