Las señoritas de escasos medios

 

Ambientada en las ruinas de Londres durante las estaciones difíciles de primavera y verano de 1945, esta historia satírica es considerada una de las mejores novelas de Muriel Spark. Este cuento seductor ahonda en el mundo deliciosamente despreocupado de un grupo de chicas que viven en un club residencial para solteras y ofrece un panorama histórico de un austero Londres que se levanta de las cenizas. Una novela hilarante de las costumbres y un análisis despiadado de afectos y lealtades, este libro pertenece a la gran tradición de la novela inglesa de la posguerra.

Muriel Spark

Las señoritas de escasos medios

ePUB v1.0

Polifemo7
08.08.11

EDITORIAL: IMPEDIMENTA EDITORIAL S.L

ISBN: 978-84-15130-05-5

EAN: 9788415130055

Capítulo 1

H
ace tiempo, en 1945, toda la buena gente era pobre, salvo contadas excepciones. Las calles de las ciudades eran una sucesión de edificios en mal estado o sin arreglo posible, zonas bombardeadas llenas de escombros, casas como enormes dientes con las caries agujereadas por el torno de un dentista que hubiera dejado la cavidad abierta. Varios de los edificios reventados por las bombas parecían castillos en ruinas hasta que, vistos de cerca, resultaban tener habitaciones normales, unas encima de las otras, con las paredes empapeladas, expuestas como en un escenario de teatro, con una pared suprimida; en algunos casos una cadena de retrete colgaba perdida en el aire desde el techo de un cuarto o quinto piso; casi todas las escaleras habían sobrevivido, como objetos de una nueva forma de arte, subiendo hacia un destino impreciso que obligaba a forzar la imaginación. Toda la buena gente era pobre; o, en todo caso, eso parecía, pues los mejores de entre los ricos eran pobres de espíritu.

No tenía absolutamente ningún sentido deprimirse por la situación, ya que habría sido como deprimirse por la existencia del Gran Cañón del Colorado o de algún otro fenómeno natural al que fuera imposible acceder. La gente seguía haciendo comentarios sobre lo mucho que le deprimían el mal tiempo y las noticias, o la curiosidad de que el Albert Memorial se hubiera mantenido, desde el primer momento, incólume a las bombas.

El club May of Teck estaba, transversalmente, justo delante del Memorial, en una fila de casas que apenas se mantenían en pie; en las calles y los jardines del barrio habían caído varias bombas, dejando los edificios resquebrajados por fuera y endebles por dentro, pero temporalmente habitables. En las ventanas reventadas habían puesto unos vidrios que traqueteaban al abrirlas o cerrarlas. A las ventanas del vestíbulo y el cuarto de baño les acababan de quitar la pintura bituminosa que se usaba para camuflarlas. Las ventanas tenían su importancia durante ese último año de decisiones cruciales; por ellas se sabía al instante si una casa estaba ocupada o no; y en los últimos tiempos habían adquirido un gran predicamento, pues constituían la peligrosa frontera entre la vida doméstica y la guerra que afectaba a las calles de la ciudad. Al sonar las sirenas, todos decían: «Cuidado con las ventanas. No os acerquéis. Los fragmentos de cristal son peligrosos».

Las ventanas del club May of Teck se habían roto tres veces desde 1940, aunque el edificio se había librado de las bombas. Las habitaciones de arriba daban a las onduladas copas de los árboles de los jardines de Kensington, y para ver el Albert Memorial bastaba con estirar el cuello y girar la cabeza ligeramente. Desde los dormitorios superiores se veía a la gente que pasaba por la acera frente al parque, personas diminutas, en pulcras parejas o por separado, con carritos minúsculos en los que asomaba la cabeza de alfiler de un niño rodeado de provisiones, con bolsas de la compra del tamaño de un punto. Todos salían de casa con una bolsa, por si tenían la suerte de pasar por una tienda que acabara de recibir algo que no fueran los escasos víveres del racionamiento.

Desde los dormitorios de abajo la gente que pasaba por la calle parecía tener un tamaño casi normal, y los senderos del parque se distinguían bien. Toda la buena gente era pobre, pero había pocas personas tan decentes, en cuanto a decencia propiamente dicha, como las chicas de Kensington que por la mañana se asomaban a la ventana para ver qué tiempo hacía o que atisbaban por la tarde el verdor del parque como pensando en los meses venideros, en el amor y sus vericuetos. Sus ojos brillaban con un entusiasmo que, pareciendo rozar la genialidad, era simple juventud. La primera norma del estatuto, redactado hacía tiempo y con la ingenuidad característica de la época eduardiana, aún se les podía aplicar a las chicas de Kensington sin apenas cambio alguno:

El club May of Teck existe para proporcionar seguridad económica y amparo social a las señoritas de escasos medios, con una edad inferior a los treinta años, que se vean obligadas a residir lejos de sus familias por tener que desempeñar un trabajo en Londres.

Como ellas mismas sabían en mayor o menor grado, por aquel entonces había pocas personas más encantadoras, ingeniosas, conmovedoramente bellas y, en ciertos casos, salvajes, que las señoritas de escasos medios.

—Tengo que contarte una cosa —dijo Jane Wright, la mujer columnista.

Por el auricular del teléfono le llegó la voz de Dorothy Markham, dueña de la célebre agencia de modelos del mismo nombre.

—Querida, ¿dónde te habías metido? —le preguntó con el entusiasmo superlativo que tenía ya desde sus tiempos de debutante.

—Tengo que contarte una cosa. ¿Te acuerdas de Nicholas Farringdon? El chico aquel que se dejaba caer por el May of Teck justo después de la guerra, que era anarquista y una especie de poeta. Ese tan alto que…

—¿El que pasó la noche en la azotea con Selina?

—Sí, Nicholas Farringdon.

—Ah, algo me acuerdo. ¿Ha vuelto a aparecer?

—No, le acaban de martirizar.

—¿Le acaban de qué?

—Martirizar. En Haití. Le han asesinado. ¿Te acuerdas de que se hizo Hermano de… ?

—Pero si precisamente vengo de Tahití. Es un sitio maravilloso donde todo el mundo es maravilloso. ¿Y tú cómo te has enterado?

—La noticia viene de Haití, no de Tahití. Acaba de llegar un boletín de Reuters. Estoy segura de que es el mismo Nicholas Farringdon porque dicen que era un misionero que antes fue poeta. Casi me da algo. Le traté mucho, ¿sabes?, en los viejos tiempos. Supongo que procurarán que no se sepa, lo de los viejos tiempos, si quieren convertirlo en la historia de un mártir.

—¿Cómo murió? ¿Es todo muy truculento?

—Uy, yo qué sé. Solo viene un párrafo.

—Tendrás que usar tus contactos para sacarles más datos. Yo estoy hecha polvo. Tengo un montón de cosas que contarte.

El Consejo de Dirección quiere expresar su sorpresa ante la queja de las socias en cuanto al papel pintado elegido para el salón. El Comité desea señalar que la cuota de las socias cubre el hospedaje, pero no incluye los gastos de mantenimiento. El Comité lamenta que el espíritu de las fundadoras del May of Teck se haya deteriorado tanto como para que se produzca semejante protesta. El Comité ruega a las socias que se remitan a los términos en que se fundó el club.

Joanna Childe era hija de un párroco rural. Tenía una inteligencia considerable y sentimientos tan profundos como sombríos. Mientras se preparaba para ser maestra de elocución asistía a clases de teatro y tenía incluso alumnas propias. Como ventaja en su profesión contaba con su buena voz y con un amor por la poesía comparable al amor de un gato por los pájaros; la poesía declamatoria, en concreto, le provocaba un apasionado entusiasmo; se lanzaba sobre el material, recreándose en él con su mente febril, y, una vez aprendido de memoria, lo recitaba con un deleite voraz. Solía dar rienda suelta a su pasión al dar sus clases de elocución en el club, donde se la tenía en alta estima por ello. Cuando llamaban los novios de las socias, la vibrante voz de Joanna declamando en su habitación o en la sala de juegos donde le gustaba ensayar, en opinión de todas, aportaba cierta elegancia y personalidad al centro. Sus gustos en poesía se acabaron imponiendo en el club. Le gustaban especialmente ciertos pasajes de la Biblia del Rey Jacobo, además del Libro de Oraciones, Shakespeare y Gerard Manley Hopkins, y acababa de descubrir a Dylan Thomas. La poesía de Eliot y Auden no le impresionaba, salvo este verso del segundo:

Posa tu cabeza soñolienta, mi amor,

indulgente, en mi brazo infiel.

Joanna Childe era grandona, con un pelo claro y brillante, los ojos azules y las mejillas sonrosadas. Estaba con varias socias más del club cuando leyó la notificación firmada por lady Julia Markham, presidenta del comité, colgado en el tablón de anuncios de fieltro verde, y no pudo por menos de murmurar:

—Arrogante es el necio, una y otra vez, pues sabe que su tiempo escasea.

Pocas de las presentes sabían que el verso alude al diablo, de modo que les hizo reír. No era, sin embargo, la intención de Joanna, que casi nunca citaba nada por su pertinencia ni con intención conversacional.

Joanna, que ya era mayor de edad, votaría a partir de entonces por la opción conservadora en las elecciones, cosa que en el club May of Teck se asociaba en aquellos tiempos con un estilo de vida apetecible, algo que ninguna de las socias podía recordar por experiencia propia, dada su corta edad. En principio todas daban su visto bueno al contenido del comunicado del comité. Por eso a Joanna le asustó la divertida reacción ante su cita, la cordial carcajada con que aceptaron que aquellos tiempos se habían acabado, si las socias de turno no podían alzar la voz contra el papel de la pared del salón. Principios aparte, era obvio que el puñetero comunicado tenía gracia. Lady Julia debía de estar bastante desesperada.

«Arrogante es el necio, una y otra vez, pues sabe que su tiempo escasea.»La pequeña Judy Redwood, una joven morena que trabajaba de mecanógrafa en el Ministerio de Trabajo, dijo:

—Me parece a mí que, como socias, podemos opinar sobre las cuestiones administrativas. Tengo que preguntárselo a Geoffrey.

Era el hombre con quien Judy estaba prometida. Ahora se encontraba en el ejército, pero había terminado Derecho antes de alistarse. La hermana de este, Anne Baberton, que estaba delante del cartel junto con el resto de las socias, dijo:

—Geoffrey es la última persona a quien yo pediría consejo.

Al decir eso, Anne Baberton quería dejar claro que ella conocía a Geoffrey mejor que Judy; lo dijo con voz de cariñoso desdén; lo dijo porque era el típico comentario propio de una hermana bien educada, pues de hecho estaba orgullosa de él; y junto a todo ello había un matiz de irritación en sus palabras —«Geoffrey es la última persona a quien yo pediría consejo»—, pues sabía que la intervención de las socias en el asunto del papel pintado no tenía ningún sentido.

Anne tiró una colilla sobre las baldosas rosas y grises del enorme vestíbulo Victoriano y la pisó desdeñosamente. Su gesto fue detectado por una mujer delgada de mediana edad, una de las pocas socias mayores que quedaban, si bien no era de las más antiguas.

—No está permitido apagar colillas en el suelo —dijo.

Sus palabras no hicieron mella en las mujeres del grupo, que las oyeron como oían el reloj de pared que había a sus espaldas. Pero Anne preguntó:

—¿Ni siquiera se permite escupir en el suelo?

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