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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (6 page)

—Peter Kurth ya nos ha prometido que le prestará toda su ayuda —Eva Lisetsky hacía todo lo posible para que sonara muy esperanzador. Cuando ella y su hermano notaron que mi reacción a su solicitud no era muy entusiasta, habían empleado todos los argumentos que creían convincentes para persuadirme. En esa sucesión de argumentos era éste su último triunfo. Peter Kurth era el director del ALR en Colonia.

—Comprendo que estén alterados, pero dudo que yo sea la persona adecuada para este asunto. ¿No conocen a otras personas con más experiencia que yo? —No me apetecía meterme en un caso plagado de emociones.

Ambos negaron de manera categórica sacudiendo la cabeza, y, a continuación, Bernard Lisetsky tomó la palabra:

—¿Pues a quién si no? ¡Ya nos dirá usted! Naturalmente, estamos en contacto con toda clase de expertos en el campo de las obras de arte desaparecidas durante la guerra, pero a usted queremos contratarle como detective. Usted es detective, ¿o no?

Lo primero lo preguntó con cierto tono de reproche, lo último sonó cortante. Ninguna de las dos preguntas me gustó. Sus problemas no eran los míos, y sólo yo era quien decidía para quién trabajaba. Me había costado mucho tiempo llegar a este punto y, una vez aquí, no pensaba dejar ese tipo de decisiones en manos de otra persona.

—Sí, desde luego que lo soy, pero eso no quiere decir que esté capacitado o que me sienta en la obligación de aceptar cualquier caso.

Su hermana captó de inmediato que iba por el camino equivocado y decidió intervenir. Posó una mano sobre el brazo de su hermano y le relevó:

—Adriaan le tenía a usted en muy alto concepto. Cuando ayer nos enteramos de lo que había ocurrido, pensamos en seguida en usted. Disculpe a Bernard, pero estamos desesperados de veras.

Eso se veía claramente en su actitud, pero, ahora que había utilizado la palabra por primera vez, se produjo un ligero silencio entre los tres. Ellos se quedaron observándome con la mirada penetrante como último recurso. Respondiera lo que respondiese, debía decírselo a la cara.

Era una sensación desagradable verse enfrentado a personas que parecían vivir tan sumidas en el pasado. Estaban sentados frente a mí en el presente, pero todo lo que eran llevaba la marca indeleble de lo que les había sucedido durante el holocausto. ¿Qué movía a estas personas a continuar con esa búsqueda desesperada que duraba ya más de cincuenta años? ¿La esperanza de que, si encontraban algo, podían poner por fin punto final, de que ya considerarían que había pasado todo? Me parecía una ilusión.

Mientras los observaba, fui muy consciente de que no teníamos nada en común y de que podríamos proceder perfectamente de planetas diferentes. ¿Cómo iba a comprender yo algo de su historia? Cada vez que aparecían en mi vida esas imágenes en blanco y negro de pilas de cadáveres desnudos y demacrados, empujados dentro de fosas comunes, apartaba la mirada, mientras que ellos tal vez buscaran, fascinados, un rostro que pudieran reconocer. Resultaba horripilante pensar que tal vez fuera ésa la única oportunidad que tendrían de volver a ver a su padre o a su madre.

En cualquier caso, me propuse mantener las distancias.

—Lo único que puedo hacer por ustedes es ir a Colonia para hablar allí con la gente de la oficina del Art Loss Register. Si encuentro cualquier indicio de lo que Maria Wienecke podía haber querido decir con este correo electrónico, se lo haré saber. Luego, podrán ustedes actuar en consecuencia.

Sonó como un compromiso claro, pero no era así. Intenté que mi voz expresara la máxima aspereza posible cuando dije:

—Tienen que comprender que mi tiempo es limitado y que también tengo otros asuntos entre manos.

A pesar de todo, los dos se mostraron muy contentos y se deshicieron en agradecimientos. Bernard llegó incluso a ponerme una mano en el brazo.

—Estoy seguro de que algo encontrará. Maria tiene que haberlo apuntado en alguna parte o habérselo dicho a sus compañeros de trabajo. No puede ser de otro modo.

Esa noche me pasé mucho tiempo ante el ordenador estudiando la página web del Art Loss Register y navegando por toda clase de vínculos. Informaban con orgullo de que gestionaban la mayor base de datos del mundo en el terreno del arte perdido y robado. Fundado en 1990, el ALR tenía filiales en Londres, Nueva York y Colonia, y estaba a punto de abrir otra en San Petersburgo. Los accionistas y socios financieros más importantes eran empresas de seguros y de subastas.

Estaba claro por qué había fundado estas empresas el ALR, sobre todo las de la primera categoría. Los números que aparecían en la página contaban una historia de la que yo, como uno de los personajes, también formaba parte. Cada año se robaba arte por valor de tres mil millones de euros más o menos, en un cálculo estimativo. La mayoría de este arte estaba asegurado, y, por tanto, debían pagarse enormes sumas, algo que, por propia experiencia, sabía que aborrecían profundamente las aseguradoras.

A veces los propios ladrones volvían a ofrecer las obras de arte robadas a cambio del pago de un determinado porcentaje, que a menudo ascendía más o menos al diez por ciento del valor asegurado. El asegurador casi siempre accedía, por supuesto sin dar publicidad a esa postura tan pragmática. En otras ocasiones, me contrataban a mí o a alguno de mis colegas.

Y luego, además, estaba el ALR, que al parecer operaba con un éxito considerable. Durante los últimos años la veintena escasa de empleados, porque para mi sorpresa no eran más, había conseguido encontrar el rastro de obras de arte robadas por un valor de aproximadamente cien millones de euros, lo que justificaba sobradamente su derecho a existir.

Su método era, en efecto, sencillo: registra lo que ha sido robado y compáralo con catálogos de exposiciones y de subastas y ficheros de la policía y de la aduana. De esa manera, examinaban cada año el historial de trescientos mil objetos. Me pregunté qué clase de personas tendrían en plantilla, porque el trabajo me parecía una combinación difícil e incómoda del continuo estrés que produce la búsqueda de un éxito, que si aparece sólo es de forma ocasional, y del aburrimiento que puede llegar a generar el cotejo constante de todo tipo de datos. Quizá un buen sistema de gratificaciones mantuviera el interés de esa gente, pues debía de haber algo que los motivara.

Pagando algún dinero, en el ALR podía averiguarse si un objeto artístico determinado estaba registrado como desaparecido o robado. Esa llamada
due diligence
era en principio interesante para las empresas de subastas, tiendas de arte y museos, de quienes se esperaba que por lo menos demostraran que las obras con las que comerciaban o que adquirían no habían sido robadas. La presión para comprobar mejor la
provenance
de los objetos ofrecidos había aumentado bastante, sobre todo en los últimos años.

Esto no había que agradecérselo en último lugar a las diversas organizaciones judías que salían en defensa de los intereses de herederos que buscaban los objetos de arte de sus familiares sustraídos durante la guerra. Aunque no apareciese allí escrito de forma literal, supuse cuál era la razón por la que había aumentado esa presión. Para ellos era ahora o nunca, pues no pasaría mucho tiempo antes de que no quedara nadie vivo de esa generación.

Si el resultado de uno de estos controles realizados por el ALR era positivo, la obra obtenía un certificado de excelencia. En casa de Adriaan ya los había visto alguna vez, y recordaba que él les concedía gran valor, porque sostenía que del arte robado por los nazis seguían desaparecidos muchos millones de objetos, cerca de un veinte por ciento.

¿Se habían perdido? ¿Se encontraban en algún almacén cualquiera para quizá ser redescubiertos un día? ¿O había en este momento personas por el mundo que estaban en casa, en sus estancias privadas, admirando y disfrutando de esas obras de arte? Quizá pensaran que ellos eran los únicos propietarios legítimos, o prefirieran pensarlo así. Y, sin duda, también habría personas a las que no les importaría, porque para ellas lo que valía era la ley del más fuerte.

Una cosa era segura: se los perseguía. Si salían al mercado nuevas obras de arte, no era desdeñable la posibilidad de que tarde o temprano acabaran apareciendo en la pantalla de radar del ALR.

IV

La oficina del Art Loss Register en Colonia se encontraba en el centro de la ciudad, y si en muchas ciudades esto sería una garantía de distinción, aquí no era el caso. Se trataba de un edificio gris situado en la desoladora calle de un barrio igual de desolador, construido probablemente en un tiempo récord después de la Segunda Guerra Mundial. Si hubieran plantado árboles entonces, el barrio habría sido ahora verde y sombreado, contando quizá con el alegre canto de los pájaros que morarían en sus ramas. Una oportunidad perdida que, décadas después, contribuía al carácter gris e inerte de las calles.

La sede del ALR ocupaba los pisos superiores de un edificio en cuya planta baja había una tienda de alfombras; por lo tanto, hube de subir una escalera empinada y mal iluminada para llegar a la recepción de la primera planta. Definitivamente, no se habían gastado mucho dinero en acondicionar el lugar para que las esporádicas visitas quedaran impresionadas al entrar y, por lo visto, tampoco les importaba mucho lo que los demás pudieran pensar.

Mientras la recepcionista fue a anunciar mi llegada tuve tiempo suficiente para echar un vistazo. No conocía muchos lugares que ofrecieran una lectura tan interesante para un detective. La mayoría de las veces había un periódico y un par de revistas especializadas, todas manoseadas, que hojeabas aburrido hasta que venían a recogerte.

Aquí tenían colgado en una de las paredes un corcho grande cubierto en su totalidad con noticias en las que se mencionaban robos de obras de arte; aparecían toda clase de objetos procedentes de todas las partes del mundo. Una excepcional estatua de la Virgen en madera, robada en una iglesia de Lima; figuras de bronce sustraídas del jardín de un coleccionista privado en Roma; una colección poco común de ponchos tejidos a mano, oriundos de México, y un servicio de plata del siglo XV que había en un museo de Estocolmo. En la mayoría de los casos se ofrecía una recompensa por cualquier información que pudiera conducir a la recuperación de los valiosos bienes.

Probablemente esto no fuera más que la punta del iceberg. Los nombres de los artistas y de las colecciones no me decían nada, y, con seguridad, a estos asuntos no se les prestaba mucha atención en la prensa. En los periódicos a lo sumo se escribía sobre los robos en grandes museos de los que se habían sustraído obras famosas y de mucho valor económico. De una u otra manera, todos esos casos más o menos desconocidos habían venido a parar aquí, a esta filial del ALR.

Yo había llegado con más de veinte minutos de antelación y Peter Kurth no salió a recibirme hasta que llegó la hora que habíamos acordado. Me saludó brevemente sin disculparse por haberme hecho esperar y, sin decir palabra, enfiló de nuevo el pasillo delante de mí a gran velocidad y con amplias zancadas.

Era un poco más bajo que yo y de constitución compacta, con anchos hombros y una nariz corta y gruesa, casi no cabía por el pasillo. Llevaba una sencilla camisa blanca que le quedaba demasiado ajustada y una corbata que le salía por debajo del cuello de esa misma camisa. Después de cederme el paso para que entrara en su despacho, cerró la puerta de golpe a nuestras espaldas para, a continuación, dejarse caer en su asiento tras la mesa.

Lo primero que llamaba la atención era su piel variolosa; al parecer, en su juventud tuvo que haber sufrido una grave manifestación de acné. Daba la impresión de no haberse afeitado por las cicatrices de color violeta oscuro, y ese aspecto deteriorado se veía reforzado por las ojeras y los profundos surcos del rostro. Me lanzó una mirada indagadora y observé una mueca en su boca. El hombre que tenía ante mí era la última persona a la que habría podido imaginarme como historiador de arte al servicio de una organización corno el ALR.

Cuando le pregunté si sabía por qué estaba aquí, asintió impaciente con la cabeza y su mirada se hizo aún más indagadora.

—Sí, desde luego. No podía negarme a la petición de Eva y Bernard Lisetsky, pero he de confesarle sin rodeos que estoy francamente desolado por la decisión que han tomado de pedir a un detective privado que realizara una investigación más a fondo. Entiéndame, no tengo nada personal contra usted, pero me parece inapropiado, como si se dudara de nuestra capacidad. Sepa que gozamos de una excelente reputación.

Hablaba inglés muy bien, casi sin ese típico acento alemán. El tono no era de reproche o enfado, sino apagado y carente de emoción. Por un momento me desconcertó su reacción reticente: ¿no me habían dicho los Lisetsky que podía contar con una absoluta colaboración?

—Y ¿ha podido usted averiguar algo? Si es así, no hará falta que siga aquí por más tiempo.

No hice ningún esfuerzo por transmitir amabilidad y le eché una mirada igual de huraña que la suya. Su reacción me sorprendió: se le dibujó una leve sonrisa en el rostro; por lo visto, apreciaba mi franqueza, y respondió:

—No, nada en absoluto, pero tampoco he estado en disposición de dedicarle mucho tiempo. Aquí estamos ocupados con muchos más casos. Seguiré con interés sus evoluciones. Puede mirar en el despacho de Maria, pero que quede bien entendido que nada de lo que encuentre podrá abandonar este edificio sin mi consentimiento. ¿He sido claro?

En esto último no había asomo alguno de antipatía, sino que más bien sonaba como una confirmación práctica de nuestro acuerdo. Era evidente que no quería que se produjera ningún malentendido. Cuando respondí de manera afirmativa, se puso en pie y dijo:

—Venga conmigo, así podrá empezar a trabajar.

Resultaba obvio que quería continuar con lo que había estado haciendo, pero a mí me quedaban unas cuantas preguntas y seguí sentado.

—¿Podría concederme aún un par de minutos? Comprendo que se encuentra muy atareado, pero me gustaría saber más sobre la señora Wienecke.

Vaciló por un instante y se quedó en el vano de la puerta para, a continuación, hacer el gesto de tiempo muerto con las manos y decir:

—Muy bien, entonces tendremos que hacer una breve pausa. ¿Quiere usted café?

—Sí, gracias —acepté la invitación, y él salió al pasillo para poco después regresar con dos tazas grandes.

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