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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (5 page)

El coronel Cooper guardó silencio, lo único que hizo fue asentir unas cuantas veces de manera casi imperceptible. «Este momento debe de significar un dilema diabólico para usted», dijo por fin antes de volver a sentarse. En realidad, la investigación había concluido a partir de ese instante en presencia del propio Van Meegeren. Ya no se sabía qué más preguntar, y estaba claro que Van Meegeren también había terminado de hablar. Tras su inicial excitación y evidente orgullo, ahora parecía sombrío.

Cuando más tarde le pregunté al coronel a qué se refería exactamente con su observación, respondió que en ese momento, e incluso antes, ya estaba convencido de que Van Meegeren era, en efecto, el artífice de ese cuadro y que se encontraba frente a alguien que había realizado una falsificación perfecta. También Lefroy, que en realidad no sabía nada de arte pero sí mucho de psicología humana, le había confirmado que compartía esa opinión.

Van Meegeren había dicho por tanto la verdad, pero ¿qué habría pasado si se hubiera callado? En ese caso no habría podido demostrarse nunca que éste no era un auténtico Vermeer. Si alguien hubiese tenido dudas de la autenticidad por una u otra razón, nunca se habría podido probar con absoluta certeza que se trataba de una falsificación.

Cooper contó que, cuando Van Meegeren fue detenido por la venta de ese lienzo a Göring, se encontró ante la disyuntiva, un dilema diabólico, de ser condenado como colaboracionista o desenmascarado como falsificador. Nunca había tenido la intención de mostrar al mundo que él había sido el autor de una falsificación tan perfecta. Por grande que fuera su antipatía hacia los llamados expertos en arte, y por mucho que quisiera también bajarlos del pedestal, pensaba haberlo mantenido en secreto, y si no hubiera sido detenido, ahora estarían colgando por todos los museos del mundo sus falsificaciones. Así, en el Rijksmuseum habría sido expuesto un cuadro de su propio puño junto a un auténtico Vermeer para que el público lo admirara hasta el final de los tiempos. ¿Debía guardar silencio para ser condenado por colaboracionista o confesar que era un falsificador para poder contar con la condescendencia del juez? Optó por lo último, y, según el coronel Cooper, cuya opinión yo compartía, acabaría arrepintiéndose tarde o temprano por haber tomado la opción equivocada. Cuanto más cercano estuviera su fin, tanto más convencido estaría de su error.

Nunca llegaríamos a saber hasta qué punto habría podido ser así, pues Van Meegeren fue condenado a una pena de prisión de un año aproximadamente y falleció el 30 de diciembre de 1947 en la clínica Valerius de Amsterdam, poco antes de tener que ingresar en la cárcel, a los cincuenta y ocho años de edad. Desde entonces, la historia de Van Meegeren, el falsificador magistral, ya es harto conocida.

Yo le vi de cerca y me pareció una persona muy desagradable. Era un colaboracionista, un hombre que se aprovechó del caos originado por la guerra para introducir sus falsificaciones en el mercado, sabiendo muy bien que los alemanes estaban cegados por su adicción a las compras. Falsificaba para ganar dinero. Por supuesto, también desempeñó un papel importante el resentimiento que fue alimentando por la falta de reconocimiento que tenía de los expertos en arte, pero esto lo único que hace es reforzar la imagen de una persona rencorosa y muy pagada de sí misma. No, en ese sentido no fue ningún placer haber conocido a Van Meegeren.

Querido Jager, hasta aquí sólo te he contado una historia que, al menos en parte, es de dominio público. Sin embargo, el caso todavía no estaba cerrado tras su confesión. El coronel Cooper, naturalmente, quería saber cuántas falsificaciones más había puesto Van Meegeren en circulación. No resultó ninguna tontería, pues al final el famoso cuadro
Los peregrinos de Emaús
, también una escena bíblica de Vermeer que ya en 1938 fue comprado por el museo Boymans de Roterdam, resultó ser asimismo una falsificación.

Cuando se dio a conocer la noticia, la conmoción fue enorme. En determinados círculos se hablaba directamente de pánico. Los expertos en arte famosos, incluido el propio Ruijsseldijk, fueron objeto de todo tipo de críticas. Algunos siguieron manteniendo que unas cuantas de las obras que había señalado el propio Van Meegeren como falsificaciones eran auténticas, sin lugar a dudas. Por lo visto, les parecía más difícil entonar el mea culpa e ir por la vida con el ego herido que afrontar la cruda realidad. El riquísimo aristócrata portuario de Roterdam D. G. van Beuningen, quien a la postre resultó ser el que había comprado más cuadros falsos de Vermeer, promovió incluso juicios contra aquellos que se atrevieran a poner en duda la autenticidad de sus lienzos, lo que también indicaba las dificultades que existían para diferenciar un Vermeer auténtico de una falsificación de Van Meegeren.

Entiéndeme bien, ¡yo tampoco fui una excepción! Todo aquel a quien pedían que evaluara la autenticidad de un cuadro luchaba con la cuestión de cómo tratarlo en caso de duda. En nuestro derecho penal sigue vigente la regla de que si existe una duda razonable sobre la inocencia de alguien, éste no es castigado. Después de todo, debe evitarse siempre, sea como sea, la condena de un inocente. Es preferible dejar libre a un sospechoso que castigar a un inocente. Así, la mayoría de nosotros, yo mismo incluido, optamos por ponernos del lado de la obra de arte en caso de duda. Era preferible el beneficio de la duda al riesgo de etiquetarla como falsa sin razón.

En medio de esta inquietud, había una cosa más que nunca llegó a hacerse pública. Hasta poco antes del estallido de la guerra, Van Meegeren estuvo viviendo en Francia, y después de haber pasado primero seis años en el campo, en Rocquebrune, se trasladó a Niza para vivir allí más de un año. En esa lejana Francia trabajaba aislado y en secreto, entregado a sus falsificaciones. Se ganaba la vida pintando retratos de adinerados clientes ingleses y norteamericanos que poseían casas en Cap Ferrat, pero la mayor parte del tiempo la dedicaba a perfeccionar su técnica de falsificación. A finales de 1939 había un Vermeer de trazas religiosas y dos interiores de Pieter de Hoogh esperando a sus futuros propietarios. Cuando en 1939 tuvo la certeza de que los alemanes terminarían por invadir Francia, salió pitando de regreso a los Países Bajos, suponiendo que tal vez no acabarían involucrados en la contienda. Se llevó consigo las falsificaciones que ya estaban terminadas y, cuando le interrogamos, nos contó dónde podríamos encontrar esos lienzos: estaban en un almacén de Amsterdam.

Con esto último parecía resuelto el caso, pero el coronel Cooper no se fiaba en absoluto. ¿Cómo podíamos estar seguros de que Van Meegeren no había escondido uno o varios lienzos en Francia? Recibí la orden de viajar a Francia y averiguarlo. El coronel Cooper no me acompañó, pues para él el caso estaba resuelto y su presencia no era necesaria.

La última vez que nos vimos fue al despedirnos en Amsterdam, porque algunos días después perdía la vida en un accidente de aviación.

Cuando al cabo de un par de semanas ya estaba en Francia, visité en vano el estudio de Rocquebrune, que entre tanto había vuelto a ser alquilado y ya no contenía nada que recordara la estancia de Van Meegeren. Sin embargo, aún le quedaba esa vivienda en Niza, un chalé resguardado de las miradas curiosas por numerosos pinos, con una situación fabulosa sobre un elevado acantilado con vistas al mar Mediterráneo. Resultó que una parte de la vivienda estaba siendo utilizada por el departamento local del Partido Comunista, pero ese día no había nadie. Tuve que saltar una valla para entrar en el amplio solar que rodeaba la casa, y era evidente que también aquí Van Meegeren habría necesitado su espacio para trabajar. Registré estancia tras estancia de esa inmensa mansión, pero una vez más me fue imposible encontrar algo. Estaba decepcionado y cansado, parecía como si mi viaje a Francia hubiera sido completamente inútil, cuando había estado albergando la secreta esperanza de hacer un descubrimiento espectacular.

Tras haber escudriñado por todas partes, me puse a buscar algo de comer, pero esta búsqueda también resultó infructuosa. El único resultado que obtuve fue el descubrimiento de la bodega con unas reservas de vino enormes. Fue en mitad del día y el calor era sofocante, pero la bodega conservaba un agradable frescor. Me puse cómodo, abrí una botella y me repantigué contra uno de los muros. Me dio tiempo a advertir que en el muro de enfrente había una mesa de pimpón plegada y unas cuantas sillas de jardín, pero entonces fui vencido por el vino y el cansancio y me quedé dormido.

Al despertarme un par de horas más tarde, me sentía reconfortado e inquieto. Quizá se debiera a que vi algo que antes no me había llamado la atención. Entre el asiento y el respaldo de madera de una de las sillas de jardín plegadas sobresalía un trozo de tela. Desplegué la silla con curiosidad para encontrarme con una pintura dentro.

El lienzo me impresionó de inmediato, y en el silencio de esa bodega me quedé mirándolo fascinado durante algún tiempo. Así pues, no había venido a Francia en vano. Cuando me hube recuperado de la primera sorpresa y agitación, me pregunté qué iba a pasar con este lienzo. Probablemente nada, desaparecería en un depósito y a lo sumo volverían a recuperarlo cuando el «caso Van Meegeren» saliera de nuevo en las noticias.

En el cuadro se retrataba a un artista que estaba pintando a una mujer en su estudio. Supuse que el pintor que dibujaba dándome la espalda debía de representar al propio Vermeer. El hecho de que Van Meegeren hubiera realizado esta pintura me pareció un testimonio de una insolencia desvergonzada que, ahora que le había visto de cerca, no me sorprendió.

Fui muy consciente de que este cuadro ni existía ni tenía valor para nadie, y en ese mismo instante decidí quedármelo. Había algo en el lienzo que me intrigaba, pero también era el recuerdo de una historia curiosa en la que había participado.

Van Meegeren ya nunca volvió a mencionar el tema hasta su muerte, pues estaba demasiado ocupado con el juicio y había sido durante bastante tiempo el foco de atención. Así fue como vine a dar con un cuadro que no existía para nadie y que probablemente tampoco habría contemplado nadie que no fuera Van Meegeren.

En los cincuenta y siete años que el lienzo estuvo en mi poder lo saqué del depósito donde lo había guardado con cierta regularidad. Fueron los años en que iba profundizando en el conocimiento de nuestros grandes maestros y empezaba a amar sus cuadros cada vez con mayor intensidad. En todos esos años esta pintura no ha perdido nada de fuerza, lo que confirma su calidad excepcional. En años posteriores se ha hablado mucho sobre la calidad de las falsificaciones de Van Meegeren, pero en este lienzo se superó a sí mismo.

Innumerables veces se me ha pedido que asesorara sobre la provenance de los cuadros que se me presentaban. Ahora ha llegado la hora de dejarte un cuadro cuya historia sólo conocemos nosotros dos. Cuando contemples la pintura, confío y deseo que puedas comprender por qué hace tantos años no tuve más remedio que quedármela.

Adriaan.

En la última página había grapada una copia de un poder dirigido a «R. Koot e Hijos, Mudanzas Nacionales e Internacionales y Almacenamiento de Muebles Asegurados», en Sassenheim, por el que Adriaan me autorizaba a sacar de su depósito todos los bienes.

Entre tanto, ya se había hecho de noche, y aquí estaba yo sentado en la oscuridad y reflexionando sobre lo que acababa de leer. Me pregunté qué podía hacer con un Vermeer falso. Desde luego, tendría que verlo, porque a Adriaan nunca le había impresionado tanto un cuadro así, sin más, pero, más que sorprendido por este regalo tan inesperado, me sentía incómodo por el hecho de que alguien a quien creía que conocía bien me involucrara en un asunto tan curioso. No era sólo una historia extraña, me había dejado incluso la prueba física de esa historia.

¿Por qué no me había dicho nunca nada? Durante los años de conocimiento mutuo habíamos ido creando un sólido vínculo, hablábamos sobre muchas más cosas que sobre el trabajo y los asuntos en los que recurría a él, así que no me cabe ninguna duda de que sabía que yo era una persona en la que se podía confiar a la hora de guardar un secreto. ¿Por qué entonces no me he enterado hasta ahora, tras su muerte, de esta historia tan extraña? ¿O quizá no había nada detrás y para él yo era el único heredero lógico de algo que le había sido tan querido?

III

Al cabo de poco más de una semana de haber leído la carta de Adriaan, el cuadro todavía seguía en el almacén. No se trataba de falta de interés, la verdad era que no quería sacarlo hasta tener el tiempo suficiente para concentrarme en él, y ahora me resultaba imposible, porque estaba demasiado ocupado con otros asuntos.

Tampoco volví a pensar en los Lisetsky hasta que me llamaron una noche, y ahora los tenía sentados frente a mí en el café que frecuentaba habitualmente, que a estas horas de la mañana se encontraba prácticamente vacío. El camarero se hallaba enfrascado en todo tipo de faenas, preparando su lugar de trabajo para el ajetreo y el bullicio que se pondrían en marcha a última hora del día.

Los Lisetsky al principio no quisieron beber nada, pero, tras insistir un poco, decidieron pedirse un té.

Confié en que el té los calmara un poco, porque a los dos se los veía muy nerviosos. La razón de nuestra cita descansaba en la mesa: la copia de un correo electrónico que habían recibido con un mensaje muy breve:

Eva y Bernard:

Creo que por fin he encontrado algo. Os llamaré mañana por la mañana.

Maria.

El mensaje lo habían enviado dos noches antes, a las 23:48. Por lo que ponía en la dirección, esa Maria lo había mandado desde una oficina. Los hermanos Lisetsky estuvieron esperando la llamada telefónica a la mañana siguiente, pero, al no producirse ésta y no soportar ya por más tiempo la tensión, por fin se habían decidido a llamar ellos.

Sin embargo, en esa ocasión no consiguieron hablar con Maria Wienecke —pues ése era su nombre completo—, y ya tampoco volverían a conseguirlo nunca porque, después de enviar ese correo, un coche la había atropellado cuando regresaba a casa y había muerto allí mismo víctima de las heridas causadas por el accidente. El conductor se había dado a la fuga.

Nunca antes había oído el nombre de Maria Wienecke, pero sí el de la organización para la que trabajaba, con la que había llegado a tener incluso alguna que otra vez relaciones indirectas. Trabajaba en Colonia, en una sucursal del Art Loss Register, y había sido muy buena amiga de los Lisetsky.

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