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Authors: Miguel de Unamuno

La tía Tula

 

La tía Tula es la tía que se convierte en la madre de 5 niños, tras la muerte de su hermana Rosa y de la segunda esposa de su cuñado Ramiro, Manuela. Personaje fuera de lo corriente, mediante el cual se explora la dicotomía virginidad-maternidad ligada a los fundamentos del cristianismo a través de la perspectiva de una mujer paradójica, compleja y de gran fuerza sexual.

Miguel de Unamuno

La tía Tula

ePUB v1.0

outis
05.03.12

Primera edición: 1921

PRÓLOGO
(QUE PUEDE SALTAR EL LECTOR DE NOVELAS)

«Tenía uno [hermano] casi de mi edad, que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí; juntábamonos entrambos a leer vidas de santos... Espantábanos mucho el decir en lo que leíamos que pena y gloria eran para siempre. Acaecíanos estar muchos ratos tratando desto, y gustábamos de decir muchas veces ¡para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido, me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad. De que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños, y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas poniendo unas piedrecillas, que luego se nos caían, y ansí no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa.

»Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos; como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre con muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con simpleza, que me ha valido, pues conocidamente he hallado a esta Virgen Soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí.»

(Del capítulo I de la Vida de la santa Madre Teresa de Jesús, que escribió ella misma por mandado de su confesor.)

«Sea [Dios] alabado por siempre, que tanta merced ha hecho a vuestra merced, pues le ha dado mujer, con quien pueda tener mucho descanso. Sea mucho de enhorabuena, que harto consuelo es para mí pensar que le tiene. A la señora doña María beso siempre las manos muchas veces; aquí tiene una capellana y muchas. Harto quisiéramos poderla gozar; mas si había de ser con los trabajos que por acá hay, más quiero que tenga allá sosiego, que verla acá padecer.»

(De una carta que desde Ávila, a 15 de diciembre de 1581, dirigió la santa Madre, y Tía, Teresa de Jesús, a su sobrino don Lorenzo de Cepeda, que estaba en Indias, en el Perú, donde se casó con doña María de Hinojosa, que es la señora doña María de que se habla en ella.)

En el capítulo II de la misma susomentada Vida, se dice de la santa Madre Teresa de Jesús que era moza «aficionada a leer libros de caballerías» —los suyos lo son, a lo divino— y en uno de los sonetos, de nuestro Rosario de ellos, la hemos llamado:

Quijotesa

a lo divino, que dejó asentada

nuestra España inmortal, cuya es la empresa:

«sólo existe lo eterno; ¡Dios o nada!»

Lo que acaso alguien crea que diferencia a santa Teresa de Don Quijote, es que este, el Caballero —y tío, tío de su inmortal sobrina—, se puso en ridículo y fue el ludibrio y juguete de padres y madres, de zánganos y de reinas; pero ¿es que santa Teresa escapó al ridículo? ¿Es que no se burlaron de ella? ¿Es que no se estima hoy por muchos quijotesco, o sea ridículo, su instituto, y aventurera, de caballería andante, su obra y su vida?

No crea el lector, por lo que precede, que el relato que se sigue y va a leer es, en modo alguno, un comentario a la vida de la santa española. ¡No, nada de esto! Ni pensábamos en Teresa de Jesús al emprenderlo y desarrollarlo; ni en Don Quijote. Ha sido después de haberlo terminado, cuando aun para nuestro ánimo, que lo concibió, resultó una novedad este parangón, cuando hemos descubierto las raíces de este relato novelesco. Nos fue oculto su más hondo sentido al emprenderlo. No hemos visto sino después, al hacer sobre él examen de conciencia de autor, sus raíces teresianas y quijotescas. Que son una misma raíz.

¿Es acaso este un libro de caballerías? Como el lector quiera tomarlo... Tal vez a alguno pueda parecerle una novela hagiográfica, de vida de santos. Es, de todos modos, una novela, podemos asegurarlo.

No se nos ocurrió a nosotros, sino que fue cosa de un amigo, francés por más señas, el notar que la inspiración —¡perdón!— de nuestra nivola Niebla era de la misma raíz que la de La vida es sueño, de Calderón. Mas en este otro caso ha sido cosa nuestra el descubrir, después de concluida esta novela que tienes a la vista, lector, sus raíces quijotescas y teresianas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que lo que aquí se cuenta no haya podido pasar fuera de España.

Antes de terminar este prólogo queremos hacer otra observación, que le podrá parecer a alguien quizá sutileza de lingüista y filólogo, y no lo es sino de psicología. Aunque ¿es la psicología algo más que lingüística y filología?

La observación es que así como tenemos la palabra paternal y paternidad que derivan de pater, padre, y maternal y rnaternidad, de mater, madre, y no es lo mismo, ni mucho menos, lo paternal y lo maternal, ni la paternidad y la maternidad, es extraño que junto a fraternal y fraternidad, de frater, hermano, no tengamos sororal y sororidad, de soror, hermana. En latín hay sorius, a, um, lo de la hermana, y el verbo sororiare, crecer por igual y juntamente.

Se nos dirá que la sororidad equivaldría a la fraternidad, mas no lo creemos así. Como si en latín tuviese la hija un apelativo de raíz distinta que el de hijo, valdría la pena de distinguir entre las dos filialidades.

Sororidad fue la de la admirable Antígona, esta santa del paganismo helénico, la hija de Edipo, que sufrió martirio por amor a su hermano Polinices, y por confesar su fe de que las leyes eternas de la conciencia, las que rigen en el eterno mundo de los muertos, en el mundo de la inmortalidad, no son las que forjan los déspotas y tiranos de la tierra, como era Creonte.

Cuando en la tragedia sofocleana Creonte le acusa a su sobrina Antígona de haber faltado a la ley, al mandato regio, rindiendo servicio fúnebre a su hermano, el fratricida, hay entre aquéllos este duelo de palabras:

«A.—No es nada feo honrar a los de la misma entraña.

»Cr.—¿No era de tu sangre también el que murió contra él?

»A.—De la misma, por madre y padre...

»Cr.—¿Y cómo rindes a este un honor impío?

»A.—No diría eso el muerto...

»Cr.—Pero es que le honras igual que al impío...

»A.—No murió su siervo, sino su hermano.

» Cr.—Asolando esta tierra, y el otro defendiéndola...

»A.—El otro mundo, sin embargo gusta de igualdad ante la ley.

»Cr.—¿Cómo ha de ser igual para el vil que para el noble?

»A.—Quién sabe si estas máximas son santas allí abajo...»

(Antígona, versos 511-521.)

¿Es que acaso lo que a Antígona le permitió descubrir esa ley eterna, apareciendo a los ojos de los ciudadanos de Tebas y de Creonte, su tío, como una anarquista, no fue el que era, por terrible decreto del Hado, hermana carnal de su propio padre, Edipo? Con el que había ejercido officio de sororidad también.

El acto sororio de Antígona dando tierra al cadáver insepulto de su hermano y librándolo así del furor regio de su tío Creonte, parecióle a este un acto de anarquista. «¡No hay mal mayor que el de la anarquía!», declaraba el tirano. (Antígona, verso 672.) ¿Anarquía? ¿Civilización?

Antígona, la anarquista según su tío, el tirano Creonte, modelo de virilidad, pero no de humanidad; Antígona, hermana de su padre Edipo y, por lo tanto, tía de su hermano Polinices, representa acaso la domesticidad religiosa, la religión doméstica, la del hogar, frente a la civilidad política y tiránica, a la tiranía civil, y acaso también la domesticación frente a la civilización. Aunque ¿es posible civilizarse sin haberse domesticado antes? ¿Caben civilidad y civilización donde no tienen como cimientos domesticidad y domesticación?

Hablamos de patrias y sobre ellas de fraternidad universal, pero no es una sutileza lingüística el sostener que no pueden prosperar sino sobre matrias y sororidad. Y habrá barbarie de guerras devastadoras, y otros estragos, mientras sean los zánganos, que revolotean en torno de la reina para fecundar y devorar la miel que no hicieron, los que rijan las colmenas.

¿Guerras? El primer acto guerrero fue, según lo que llamamos Historia Sagrada, la de la Biblia, el asesinato de Abel por su hermano Caín. Fue una muerte fraternal, entre hermanos; el primer acto de fraternidad. Y dice el Génesis que fue Caín, el fratricida, el que primero edificó una ciudad, a la que llamó del nombre de su hijo —habido en una hermana— Henoc. (Gén., IV, 17). Y en aqueIla ciudad, polis, debió empezar la vida civil, política, la civilidad y la civilización. Obra, como se ve, del fratricida. Y cuando siglos más tarde, nuestro Lucano, español, llamó a las guerras entre César y Pompeyo plusquam civilia, más que civiles —lo dice en el primer verso de su Pharsalia— quiere decir fraternales. Las guerras más que civiles son las fraternales.

Aristóteles le llamó al hombre zoon politicon, esto es, animal civil o ciudadano —no político, que esto es no traducir— animal que tiende a vivir en ciudades, en mazorcas de casas estadizas, arraigadas en tierra por cimientos, y ese es el hombre y, sobre todo, el varón. Animal civil, urbano, fraternal y... fratricida.—Pero ese animal civil, ¿no ha de depurarse por acción doméstica? Y el hogar, el verdadero hogar, ¿no ha de encontrarse lo mismo en la tienda del pastor errante que se planta al azar de los caminos? Y Antígona acompañó a su padre, ciego y errante, por los senderos del desierto, hasta que desapareció en Colono. ¡Pobre civilidad, fraternal, cainita, si no hubiera la domesticidad sororia!...

Va, pues, el fundamento de la civilidad, la domesticidad, de mano en mano, de hermanas, de tías. O de esposas de espíritu, castísimas, como aquella Abisag, la sunamita de que se nos habla en el capítulo I del libro I de los Reyes, aquella doncella que le llevaron al viejo rey David, ya cercano a su muerte, para que le mantuviese en la puesta de su vida, abrigándole y calentándole en la cama, mientras dormía. Y Abisag le sacrificó su maternidad, permaneció virgen por él —pues David no la conoció— y fue causa de que más luego Salomón, el hijo del pecado de David con la adúltera Betsabé, hiciese matar a Adonías, su hermanastro, hijo de David y de Hagit, porque pretendió para mujer a Abisag, la última reina con David, pensando así heredar a este su reino.

Pero a esta Abisag y a su suerte y a su sentido pensamos dedicar todo un libro que no será precisamente una novela. Ni una nivola.

Y ahora el lector que ha leído este prólogo —que no es necesario para inteligencia en lo que sigue— puede pasar a hacer conocimiento con la tía Tula, que si supo de santa Teresa y de Don Quijote, acaso no supo ni de Antígona la griega ni de Abisag la israelita.

En mi novela Abel Sánchez intenté escarbar en ciertos sótanos y escondrijos del corazón, en ciertas catacumbas del alma, adonde no gustan descender los más de los mortales. Creen que en esas catacumbas hay muertos, a los que lo mejor es no visitar, y esos muertos, sin embargo, nos gobiernan. Es la herencia de Caín. Y aquí, en esta novela, he intentado escarbar en otros sótanos y escondrijos. Y como no ha faltado quien me haya dicho que aquello era inhumano, no faltará quien me lo diga, aunque en otro sentido, de esto. Aquello pareció a alguien inhumano por viril, por fraternal; esto lo parecerá acaso por femenil, por sororio. Sin que quepa negar que el varón hereda feminidad de su madre y la mujer virilidad de su padre. ¿O es que el zángano no tiene algo de abeja y la abeja de zángano? O hay, si se quiere, abejos y zánganas.

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