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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem

 

La pequeña y rocosa isla de Mompracem, hogar de las primeras aventuras de Sandokán se abandonó temporalmente por un viaje a la India. Sin embargo, Sandokan está más decidido que nunca de arrebatar de las manos del sultán de Mompracem Varauni, al que los británicos le dio el control de la isla.

Emilio Salgari

La reconquista de Mompracem

ePUB v1.0

Pepotem
012.08.12

Título original:
La riconquista di Mompracem

Emilio Salgari, 1908.

Traducción: Rafael López Vivié

Editor Original: Pepotem2 (v1.0)

ePub base v2.0

1. El abordaje de los malayos

Aquella noche, todo el mar que se extiende a lo largo de las costas occidentales de Borneo era de plata. La luna, que subía en el cielo con su cortejo de estrellas, a través de una atmósfera purísima, derramaba torrentes de una luz azulada de dulzura infinita.

Los navegantes no podían haber tenido una noche mejor. Incluso el mar estaba completamente tranquilo. Únicamente una fresca brisa, impregnada de los mil perfumes de aquella isla maravillosa, lo rizaba ligeramente.

Un gran buque de vapor que venía del septentrión se deslizaba suavemente entre el banco de Saracen y la isla de Mangalum, echando humo alegremente. Por su estela se movían noctilucas y medusas, haciendo más viva la luminosidad de las aguas.

Aquella noche se celebraba a bordo una fiesta, por lo que el salón central estaba totalmente iluminado. Un piano tocaba un vals de Strauss, mientras vibraba la recia voz de un tenor, saliendo por las portillas abiertas y difundiéndose a lo lejos por el mar plateado, cuando se oyó un grito en proa:

—¡Alto las máquinas!

El capitán, que había subido al puente para fumar una pipa de acre tabaco inglés, al oír aquella orden bajó precipitadamente por la escala, gritando:

—¡Por Júpiter! ¿Quién detiene mi barco?

—He sido yo, capitán —dijo un marinero, adelantándose.

—¿Con qué derecho? ¡Aquí, mando yo!

—Porque tenemos delante de nosotros una flotilla de pescadores malayos llegada no sé cómo. Y es una flotilla bastante numerosa.

—Si no nos dejan sitio, pasaremos por encima de sus malditos
praos
[1]
y enviaremos al fondo del mar a todos esos gusanos que los tripulan.

—¿Y si, en cambio, fuesen piratas, señor? No es la primera vez que asaltan a los vapores…

—¡Rayos y truenos! ¡Veamos!

El capitán subió al castillo de proa, donde ya se encontraba el oficial de guardia, y miró en la dirección que indicaba el marinero. Veinticinco o treinta grandes
praos
, con sus inmensas velas multicolores desplegadas al viento, avanzaban lentamente hacia el vapor con la evidente intención de cerrarle el paso.

Detrás de aquella flotilla, otro pequeño barco de vapor, que parecía un yate, daba bordadas para no adelantar a los veleros, echando sobre la luz de la luna una columna de negrísimo humo mezclado con escorias centelleantes.

—¡Rayos y truenos! —gritó el capitán—. ¿Qué quieren esos veleros? No parece precisamente que estén pescando.

Se volvió hacia el oficial de servicio, que esperaba sus órdenes, y le dijo:

—Señor Walter, haga cargar el cañón de proa con metralla y aminore la marcha.

—¿Qué cree usted que son, comandante?

—No lo sé. Pero sí sé que navegamos por mares frecuentados por piratas bornéanos y malayos. No diga nada a nadie: no quiero aguar la fiesta organizada en honor de Su Graciosa Majestad, la reina Victoria.

El oficial transmitió rápidamente a los marineros las órdenes recibidas.

Todos se hallaban muy preocupados por la misteriosa flotilla que se aproximaba.

La marcha del vapor se había aminorado de repente, pero los pasajeros no se habían dado cuenta de nada porque el tenor, acompañado por el piano, entonaba otro vals de Strauss.

Cuatro marineros, conducidos por el armero de a bordo, descubrieron rápidamente el cañón oculto bajo un gran toldo y se dispusieron a cargarlo.

Entre tanto, los
praos
continuaban su marcha, maravillosamente conjuntados, aprovechando la brisa que soplaba del sur. El pequeño buque de vapor les escoltaba continuamente, girando a ambos flancos de la doble columna.

Ya no había ninguna duda: eran piratas que trataban de abordar el vapor. Si hubieran sido pescadores, al ver avanzar la nave no habrían tardado en apartarse para no perder las redes.

El capitán y el oficial de servicio se habían puesto a otear, mientras un maestro armero distribuía aceleradamente fusiles y municiones y hacía subir a cubierta a la guardia franca de servicio para que ayudara en caso de ser atacados.

—Señor Walter, ¿qué piensa usted de todo esto? —le preguntó el capitán, que parecía bastante preocupado.

—Temo que esos canallas nos vengan a aguar la fiesta.

—Tenemos muchas armas.

—Pero esa flotilla es diez veces más numerosa que nosotros. Usted ya sabe cómo están armados los
praos
corsarios.

—¡Sí, desgraciadamente lo sé! —respondió el capitán.

En ese momento, la flotilla se encontraba a sólo quinientos metros del vapor. Con una rápida maniobra abrió las dos líneas y dejó paso al yate de vapor, que se lanzó audazmente hacia adelante.

Transcurrieron algunos minutos. Después, una voz poderosa, que cubrió la del tenor, se alzó del mar gritando amenazadoramente:

—¡Alto las máquinas!

El capitán, que había cogido un megáfono, preguntó prestamente:

—¿Quiénes sois y qué queréis de nosotros?

—Divertirnos a bordo de vuestro navío.

—¿Cómo decís?

—Que esta noche siento deseos de bailar un vals.

—¡Abrid paso o hago fuego!

—Como gustéis —respondió la misteriosa voz, con leve ironía.

La sirena del yate había dejado oír su grito. Sin duda era una orden, pues los treinta
praos
se dispusieron en dos columnas en un abrir y cerrar de ojos y se movieron veloz y resueltamente hacia el buque, que se había detenido.

—¡Belt, dispara un cañonazo a esos gusanos! —gritó el capitán.

El armero hizo estremecer la pieza con un estruendo que repercutió hasta el salón central, donde los pasajeros se divertían.

La respuesta fue fulminante. Seis
praos
descargaron sus grandes espingardas, cayendo un diluvio de metralla sobre las planchas metálicas del navío, mientras otros seis arrojaban a la cubierta una tempestad de clavos, pero a una altura tal que no pudiera dar a los hombres. Casi inmediatamente, salió un relámpago de la proa del yate y el palo de trinquete, segado bajo la cofa con matemática precisión, cayó sobre cubierta con gran estrépito.

Los pasajeros, aterrados, habían interrumpido la fiesta e intentaron invadir el puente. Pero el oficial de guardia, apoyado por ocho marineros armados con carabinas y sables de abordaje, les cerró el paso inexorablemente, tanto a los hombres, como a las mujeres, diciendo:

—No pasa nada: son asuntos que sólo competen a los hombres de mar.

Por segunda vez resonó la poderosa voz sobre la proa del yate:

—Rendíos o desencadeno toda mi artillería. No podréis resistir ni diez minutos.

—¡Canalla! ¿Qué quieres de nosotros? —gritó el capitán, furioso.

—Ya os lo he dicho: divertirme a bordo de vuestra nave y nada más.

—¿Y saquearnos?

—¡Ah, no! Os doy mi palabra de honor.

—La palabra de un bandido.

—Oh, señor mío, aún no sabéis quién soy yo. Haced descender inmediatamente la escala y dad orden de que se reanude la fiesta. Os concedo solamente un minuto.

La resistencia era imposible.

Aquellos treinta
praos
debían de disponer de sesenta espingardas, por lo menos, y sin duda llevaban tripulaciones numerosas y adiestradas para los abordajes. Por si esto fuera poco, estaba la artillería del yate; artillería poderosa, capaz de abrir una vía de agua al vapor y hundirlo en menos de cinco minutos.

—¡Arriad la escala! —mandó de repente el capitán, viéndose perdido.

El yate, un espléndido buque de vapor de trescientas toneladas, armado con dos grandes piezas de caza, avanzó entre los
praos
y fondeó a estribor del vapor, justamente bajo la escala.

Un hombre subió inmediatamente, seguido por treinta malayos armados con carabinas,
parangs
[2]
y
kriss
[3]
. El desconocido que quería divertirse vestía un elegantísimo traje de franela blanca y se cubría la cabeza con un amplio sombrero lleno de adornos de oro, como los que acostumbran a llevar los mejicanos ricos. En su faja de seda azul llevaba un par de pistolas de cañón doble, con las cachas de marfil y oro, y una corta cimitarra de manufactura india, cuya vaina era de plata finamente cincelada. Los marineros trajeron algunos fanales, de modo que el desconocido apareció a plena luz. Era un hombre guapo, alto, entre los cuarenta y cinco y cuarenta y ocho años, con una larga barba de abundantes canas. Fijó sus ojos negros —esos ojos que solamente son corrientes entre los españoles y los portugueses— en el capitán, diciendo:

—Buenas noches, comandante.

El desconocido hablaba tranquilamente, como un hombre seguro de sí mismo. Por otra parte, los treinta malayos se habían alineado tras él, hincando en el puente, con un ruido temible, las enormes hojas de sus
parangs.

—¿Quién sois? —preguntó el capitán, resoplando.

—Un nabab indio que tiene ganas de divertirse —respondió el desconocido.

—¿Vos, un indio? ¿Qué cuento me queréis hacer tragar?

—Estoy casado con una
rhani
que gobierna una de las provincias más populosas de la India. Por eso puedo hacerme pasar por un indio, aunque sea oriundo de Portugal.

—¿Y con qué derecho habéis detenido mi nave? ¡Rayos y truenos! Informaré de esto a las autoridades de Labuán.

—Nadie os lo impedirá.

—Estad seguro de que lo haré, señor…

—Yáñez.

—¿Yáñez, habéis dicho? —exclamó el capitán—. Yo había oído ese nombre. Vos debéis ser el compañero de ese formidable pirata que se hace llamar pomposamente el Tigre de Malasia.

—Os equivocáis, comandante. En este momento no soy más que un príncipe consorte que viaja para distraerse.

—¡Con un séquito de treinta
praos
!

—¡Ya os he dicho que soy un nabab! Me puedo dar este capricho.

—¡Abordando los buques en plena ruta, como un vulgar pirata! ¿Qué es lo que pretendéis? ¿La entrega del vapor y la bolsa de los pasajeros?

Yáñez se echó a reír.

—Los
nababs
[4]
son demasiado ricos para tener necesidad de esas miserias, señor mío. El estado rinde a mi mujer millones y millones de
rupias
[5]
.

—Concluid. Os estáis burlando de mí.

—Dad la orden a los pasajeros de que reanuden el baile y tranquilizadlos sobre mis intenciones.

—¡Sois extraordinario! —exclamó el capitán, que iba de sorpresa en sorpresa.

—Os advierto que si no obedecéis inmediatamente, haré que trescientos hombres se lancen al abordaje de vuestro navío. Y son hombres que jamás han tenido miedo de nadie. Guiadme, comandante: os compensaré espléndidamente por las molestias.

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