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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo

 

La inexplicable desaparición del gentleman Atticus Craftsman en el corazón de las tinieblas de la España profunda parece estar relacionada con las malas artes de cinco mujeres desesperadas, las empleadas de la revista Librarte, capaces de cualquier cosa con tal de conservar su trabajo. El inspector Manchego será el encargado de desenredar una trama en la que la comedia romántica se mezcla con el drama más tierno, la intriga policíaca desemboca en el mayor hallazgo literario de todos los tiempos, lo difícil se vuelve fácil y los problemas se ahogan en un mar de lágrimas… de risa. Todo esto para terminar descubriendo, qué cosas, que el amor lo explica todo.

Esta novela puede afectar seriamente su percepción pesimista de la realidad. Provoca carcajadas y ganas de más. Sus personajes son como los hijos: cuanto más tropiezan, más se les quiere. Cuidado con sus corazones: les pueden entrar ganas irrefrenables.

Mamen Sánchez

La felicidad es un té contigo

ePUB v1.0

Crubiera
12.04.13

Mamen Sánchez, 2013.

Diseño portada: Compañía

Imagen portada: Gettyimages / The Insh Image Collection / Axel Fassio

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

Para Maru, mi amiga, tu novela

El despacho del inspector Manchego no era un despacho propiamente dicho, sino más bien una sala diáfana dividida en varios cuadriláteros separados por delgados paneles de pladur, muy prácticos, eso sí, donde cada cual era libre de fabricar su propio
collage
de recortes, fotografías, notas con mensajes urgentes, felicitaciones de Navidad, informes policiales y listas telefónicas de restaurantes con envío a domicilio. La distribución recordaba bastante a la de los probadores de algunos centros comerciales en los que, inevitablemente, dado que carecen de techo y de cualquier sistema de aislamiento acústico, se escuchan comentarios tremendamente indiscretos sobre los diversos tipos de frutas y embutidos con los que puede compararse la anatomía femenina moldeada por un pantalón demasiado estrecho. La diferencia era que allí, en lugar de catástrofes estéticas, se ventilaban asuntos de otra índole; más del tipo violencia y malos tratos, robos con intimidación, asaltos a cajeros o peleas callejeras. Palabras como «denuncia», «acusación», «proceso judicial» y «pena de prisión» saltaban de un cubículo a otro como pulguillas en un colchón infesto.

Tampoco se llamaba Manchego, pero el inspector, cuyo verdadero nombre era Alonso Jandalillo, fantaseaba con la idea de parecerse al Quijote no sólo por la coincidencia del patronímico, sino también por la inmortalidad de sus gestas —a pesar de que hasta el momento su historial no reflejaba ninguna digna de mención—, y por ese motivo había adoptado el alias Manchego en las dos o tres operaciones de campo en las que había intervenido. Qué bien sonaban aquellas tres sílabas acompañadas del ruido de fondo del
walkie-talkie
.

A veces, él, que era un hombre de acción por mucha barriga que estuviera echando últimamente, se lamentaba del sedentarismo al que le obligaba su cómoda tarea de despacho en aquella comisaría de barrio a la que lo habían destinado el día en que cumplió los cincuenta y quedó exento de patrullar las calles de Madrid. Añoraba el subidón de adrenalina que experimentaba al volante de su coche oficial con la sirena a todo volumen y el altavoz intimidatorio: «Apártese, señora, leche, quite la furgoneta de delante, que vamos en misión secreta».

Por eso, la irrupción imponente del señor Marlow Craftsman y de su intérprete, el señor Bestman, en los tres metros cuadrados en que consistía su finca, ambos con traje de chaqueta de
tweed
y chaleco, maletín de cuero negro, zapatos caros y gabardina gris, le devolvieron la esperanza en aquella profesión que tanto le apasionaba a pesar de que la mayor parte del tiempo no le daba más que disgustos.

Sintió el impulso de levantarse a recibirlos, pero se contuvo a tiempo. Un inspector de policía no es un hombre de negocios, se recordó, no estrecha manos, no sonríe, ni siquiera interrumpe el ritmo mecánico de su teclado. A lo sumo, y como muestra máxima de cortesía, se quita el cigarrillo de la boca y lo golpea un par de veces contra el borde del cenicero, se aclara la garganta con un carraspeo y luego dice: «Por favor, tomen asiento». Entonces, una vez que los ojos de los visitantes se encuentran al mismo nivel que los propios y ya no hay modo de que lo intimiden a uno mirándolo de arriba abajo, puede elevar la cabeza y preguntar: «¿En qué puedo ayudarles?».

Marlow Craftsman rondaba los sesenta años de edad, a juzgar por las líneas de expresión que rodeaban sus ojillos de rata. Estaba pálido como un fiambre, tenía la piel del mismísimo color del jamón cocido y sus labios eran tan estrechos que parecían haber sido dibujados con tiralíneas.

El intérprete era algo más joven, pero igual de rosa. Tenía más pelo, gris y negro, y usaba gafas para ver de cerca.

—Permítame presentarle a mi jefe —dijo Bestman en un español gramaticalmente impecable y acústicamente horripilante—: Mister Marlow Craftsman, de Craftsman&Co.

El inspector puso cara de bobo. Lo notó perfectamente. Por la emoción con la que el sujeto había pronunciado aquel nombre, seguido de un silencio prolongado para dejar rebotar el eco de su voz en el pladur, lo más probable era que se hallara ante un magnate de las finanzas. Sonaba a banco. Un banco de esos que llevan más de ciento cincuenta años en manos de la misma familia de aristócratas ingleses. Porque no cabía duda de que aquellos dos especímenes eran hijos de la Pérfida Albión; de ahí sus aires de superioridad y la marca Hamilton de sus relojes, aguda observación de la que más tarde tendría tiempo de jactarse, cuando rememorara la escena.

—Ajá —respondió sin añadir ningún comentario, dado que no tenía ni la más remota idea de qué significaba aquel nombre.

—Mr. Craftsman viene de Londres para denunciar la desaparición de su hijo Atticus Craftsman. Puesto que la última residencia conocida del joven señor Craftsman se encuentra en el número 5 de la calle del Alamillo, hemos sido advertidos por Scotland Yard de la conveniencia de abrir diligencias aquí, en su comisaría, por ser la más cercana a su domicilio.

—¿Les envía Scotland Yard? —Aquello prometía.

—No exactamente, señor Jandalillo…

—Inspector Manchego —le interrumpió el policía.

—No exactamente, inspector Manchego —repitió el otro—. Simplemente, hemos sido derivados aquí por la oficina de allá.

—Entiendo.

—El caso es que el señor Atticus Craftsman lleva tres meses sin dar señales de vida. La última comunicación que estableció con su padre fue a través de un mensaje telefónico el pasado 10 de agosto.

—¿Podría escuchar el mensaje? —preguntó Manchego.

—Está en inglés —respondió el intérprete al tiempo que abría su maletín y sacaba un
smartphone
de última generación.

Apretó varios botones. Acercó el dispositivo a la oreja del inspector y contuvo la respiración. Manchego escuchó una voz nasal, como de persona constipada, sobre un rítmico sonido de fondo, una especie de lamento o de oración, y los acordes de una guitarra. Por supuesto, no entendió una sola palabra de lo que decía el interlocutor, pero sí pudo intuir que no se trataba de ningún mensaje de socorro porque no había angustia en el tono de voz. También por la noche, al recordar este detalle, se felicitaría por sus dotes de investigador.

—¿Qué dice? —Tuvo que reconocer que el idioma inglés era su gran asignatura pendiente.

—Dice textualmente: «Papá, déjalo en mis manos. Lo tengo todo bajo control».

El inspector, automáticamente, dirigió una mirada inquisitiva al señor Craftsman. El hombre, a su vez, tenía sus ojillos colorados clavados en los del inspector.

—¿Y bien? —lo interrogó—. ¿Sabe a qué se refiere?

El intérprete tradujo. El señor Craftsman respondió.

—Mi jefe dice que probablemente se refiera al trabajo del que se estaba encargando en Madrid.

Manchego se echó para atrás. Después de todo, iba a resultar que este caso era como todos. Asuntos feos de estupefacientes y ajustes de cuentas.

—Señor
Crasman
—lo increpó—, ¿está su hijo involucrado en el tráfico de drogas?

—¡No, por Dios! —respondió Bestman sin traducir siquiera—. El joven señor Craftsman, al igual que su padre, aquí presente, su difunto abuelo y todos sus antepasados por línea paterna hasta el siglo
XVII
, se dedica al negocio editorial.

—Entiendo —dijo Manchego.

—Es un joven respetable, educado en Exeter College, Oxford, con un expediente académico sobresaliente y una trayectoria profesional intachable. Nunca se ha visto envuelto en ningún asunto turbio de ninguna clase. Él es la víctima, no el sospechoso.

El inspector Manchego le dio una larga calada a su cigarro. Había dado un paso en falso, cierto, pero es que, según les explicó a los ingleses, era necesario explorar todas y cada una de las posibles causas de una desaparición, hasta las más inverosímiles.

—Hay que ir descartando opciones —sentenció.

—El señor Craftsman se inclina más bien por la eventualidad de un secuestro —respondió el traductor.

—¿Por qué? —quiso saber Manchego—. ¿Han recibido ustedes alguna llamada exigiendo un rescate? ¿Tienen alguna prueba de que el joven haya sido retenido en contra de su voluntad?

—Lo cierto es que no.

—Entonces, ciñámonos a los hechos y no divaguemos, señores míos.

Era importante mantener siempre una posición de dominio sobre el inglés, se dijo Manchego. Abrió el programa informático que contenía los formularios de denuncias, seleccionó la pestaña «nuevo documento en blanco» y escribió: «Caso Crasman», aunque luego lo cambió por «Craftsman» a instancias del traductor:

El denunciante, Marlow Craftsman, denuncia la desaparición de su hijo, Atticus Craftsman, de treinta años de edad, un metro ochenta y siete, de complexión más bien robusta, rubio, ojos verdes, ligera cojera por una antigua lesión de remo…

Se detuvo y frunció el ceño.

—¿De remo?

—Así es. Una rotura de tendón.

Manchego se imaginó al joven remando en una trainera por el río Támesis. La espalda musculosa, los hombros vigorosos, los brazos fornidos, pero ¿las piernas? Casi no se utilizaban las piernas en una trainera. Mentalmente apuntó: «Investigar la función de las piernas en la práctica del deporte del remo».

… siendo la última dirección conocida del joven señor Craftsman el segundo derecha del número 5 de la calle del Alamillo, Madrid, y habiéndose puesto en contacto con su padre por última vez el día 10 de agosto de 2012 a las ocho de la noche, hora de Londres.

Se detuvo un momento. Vaciló. Después tecleó la última frase:

No hay indicios de que el caso tenga relación con el tráfico de drogas.

—Muy bien, señores —dijo después de tomar aire—. Tramitaré la denuncia hoy mismo y la investigación dará comienzo cuanto antes. Recibirán noticias mías muy pronto.

Hizo ademán de levantarse a despedirlos, pero al ver que los dos hombres permanecían sentados regresó a su silla de inmediato. El señor Craftsman daba indicaciones al traductor. Muchas.

—Mi jefe se extraña de que no necesite usted ningún otro dato.

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