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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal

 

A pesar de la determinación del faraón Sesostris, la hermosa acacia de Abydos se está muriendo. Pero una de las sacerdotisas, la misteriosa mujer que enciende los sueños del joven Iker, tiene una idea: para salvar el árbol de vida hay que construir en Dachur una nueva pirámide que encarne a Osiris. Sin embargo, todos ignoran la triple conspiración que se trama contra Sesostris: por una parte, un diabólico barbudo que predica a las tribus del desierto ha decidido asesinar al faraón para tomar el poder; por otra, en la propia corte del rey hay un traidor ambicioso a quien no le queda más salida que eliminar a su señor, y finalmente está el propio Iker que, engañado por las apariencias, cree que ha llegado el momento de saldar sus cuentas. Pero Sesostris pocas veces está solo, hasta que se presenta la ocasión…

Christian Jacq

La conspiración del mal

Los misterios de Osiris 2

ePUB v1.1

Nitsy
15.09.12

Título original:
Les mystères d'Osiris. La conspiration du mal

Christian Jacq, 2003.

Traducción: Manuel Serrat Crespo

Diseño/retoque portada: Hans Geel

Editor original: Nitsy (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

La iniquidad es capaz de apoderarse

de la cantidad, pero nunca el mal

conducirá su empresa a buen puerto.

P
TAH-HOTEP
,
Máxima 5

1

La acacia de Osiris iba a morir.

Si el árbol de vida se extinguía, los misterios de la resurrección no podrían celebrarse más, y Egipto desaparecería. Incapaz de lograr que el secreto esencial irradiase, ya sólo sería un país como los demás, entregado a la ambición de algunos, a la corrupción, a la injusticia, a la mentira y a la violencia.

Por eso, el faraón Sesostris, tercero de su nombre, lucharía hasta el último instante para preservar la inestimable herencia de sus antepasados y transmitirla a su sucesor. Con más de dos metros de altura, el coloso de cincuenta años y mirada penetrante libraba un difícil combate del que, a pesar de su innata autoridad, su valor y su determinación, tal vez no saliera victorioso.

Con los ojos hundidos en las órbitas, hinchados los párpados, los pómulos prominentes, la nariz recta y fina, la boca arqueada, el rostro de Sesostris era indescifrable. ¿No se afirmaba, acaso, que gracias a sus anchas orejas podía oír la menor palabra pronunciada en lo más profundo de una gruta?

El faraón vertió agua al pie del árbol, la Gran Esposa real derramó leche. El rey y la reina se habían despojado de sus brazaletes y sus collares de oro y plata, pues la Regla de Abydos no toleraba metal alguno en el territorio de Osiris
(1)
.

Abydos, el centro del universo espiritual de Egipto, la tierra del silencio, el dominio de la rectitud, la isla de los Justos sobrevolada por las almas-pájaro y protegida por las imperecederas estrellas. Aquí reinaba Osiris, el Ser perpetuamente regenerado, nacido antes de que existiera el nacimiento, creador del cielo y de la tierra. Triunfador de la muerte, resucitaba en forma de gran acacia que hundía sus raíces en el Nun, el océano de energía del que brotaban todas las formas de vida. Pequeña emergencia perdida en el seno de esa inmensidad, el mundo de los humanos podía verse sumergido en cualquier momento.

Ante la gravedad de la situación, Sesostris había construido un templo y una morada de eternidad para producir una energía espiritual destinada a salvar la acacia. El proceso de degradación se había interrumpido, pero sólo una rama del árbol de vida había reverdecido.

Las investigaciones emprendidas para encontrar la causa de aquel desastre así como a su instigador pronto darían resultado, puesto que él faraón ya no tardaría en llevar a cabo un ataque decisivo contra el jefe de provincia Khnum-Hotep, sospechoso de ser el autor de aquel crimen.

Provisto de la paleta de oro, símbolo de su función de superior de los sacerdotes de Abydos, el faraón leyó en voz alta las fórmulas de conocimiento que ésta llevaba. Tras él se encontraban los escasos permanentes autorizados a residir en el interior del recinto sagrado, adonde iban a trabajar, todos los días, algunos temporales, filtrados y vigilados por las fuerzas de seguridad.

El Calvo, representante oficial del rey, no tomaba decisión alguna sin el acuerdo formal del soberano. Responsable de los archivos de la Casa de Vida, el Calvo había pasado toda su existencia en Abydos, y no sentía deseo alguno de conocer otro horizonte. Grosero, incapaz de ser siquiera mínimamente diplomático, sólo pensaba en la perfecta ejecución de las tareas confiadas a los permanentes y no toleraba la menor laxitud. Tener la suerte de pertenecer a ese restringido colegio excluía cualquier debilidad.

—¿Son venerados los antepasados? —preguntó el rey.

—El Servidor del
ka
cumple con su oficio, majestad. La energía espiritual de los seres de luz nos llega aún, los vínculos con lo invisible siguen siendo sólidos.

—¿Están provistas las mesas de ofrenda?

—El que hace la libación de agua fresca ha cumplido todos los días con su tarea.

—¿Está intacta la tumba de Osiris?

—El que vela por la integridad del gran cuerpo ha verificado los sellos puestos en la puerta de su morada de eternidad.

—¿Se transmite ritualmente el conocimiento?

—Aquel cuya acción es secreta y que ve los secretos no traiciona su función, majestad.

Uno de los cuatro permanentes no pensaba ya con sinceridad en el cumplimiento de sus sagrados deberes. Decepcionado al no obtener el puesto de Superior tras una carrera que, sin embargo, él consideraba ejemplar, el sacerdote había decidido enriquecerse utilizando el saber adquirido durante sus años de formación. Puesto que Sesostris no reconocía sus méritos, se vengaría del rey y de Abydos.

—La puerta del cielo se cierra —deploró el Calvo—. La barca de Osiris
(2)
no navega ya por los espacios estelares. Poco a poco, también ella se degrada.

Esas eran las palabras que el faraón temía escuchar. El debilitamiento del árbol de vida provocaría una serie de catástrofes, luego el derrumbamiento del país entero. Sin embargo, habría sido indigno y cobarde taparse los oídos y velarse la cara.

—Haz que vengan las siete sacerdotisas de Hator —ordenó el monarca—, y que ayuden a la reina.

Procedentes de diversos medios, aquellas mujeres residían también permanentemente en Abydos y, como sus colegas masculinos, habían jurado absoluto secreto. El Calvo no se mostraba más amable con ellas que con los sacerdotes y no admitía de su parte error alguno. En el corazón del templo, ninguna función estaba definitivamente adquirida, y cualquier ritualista que no cumpliera con su tarea sería excluido sin que el Calvo le demostrase la menor indulgencia. La más joven de las siete sacerdotisas, recientemente ascendida al grado de Despierta por la reina de Egipto, era de una belleza casi irreal. Con el rostro luminoso, con rasgos de una inigualable delicadeza, la piel muy tersa, los ojos de un verde mágico, las caderas estrechas, se desplazaba con una nobleza y una gracia que seducían incluso a los más hastiados.

Atraída por la iniciación desde la infancia, se desinteresó del mundo profano para aprender los jeroglíficos y cruzar, una a una, las puertas del templo. La muchacha, llamada para que celebrara rituales en varias provincias, regresaba siempre con gran alegría a Abydos. Vestía una túnica que imitaba una piel de pantera salpicada de estrellas, con la que desempeñaba el papel de la diosa Sechat, soberana de la Casa de Vida y de la escritura sagrada, formada de palabras de poder, únicas capaces de combatir a los enemigos invisibles.

Decidida ya, la existencia de la joven sacerdotisa debería haberse desarrollado de un modo apacible si varios dramas no la hubieran trastornado. Primero, la enfermedad del árbol de vida, que esparcía la angustia en un lugar donde sólo debería haber reinado la serenidad; luego, las predicciones que le anunciaban que no sería una Sierva de Dios como las demás, pues se le había encargado una misión capital y peligrosa, más allá de lo imaginable; finalmente, el encuentro con un joven escriba, Iker, al que no conseguía apartar de su mente y que turbaba cada vez más sus meditaciones.

—Que las siete sacerdotisas de Hator formen un círculo alrededor del árbol de vida —ordenó la reina.

Una vez colocadas las sacerdotisas, la Gran Esposa real ciñó el tronco del árbol con una cinta roja para aprisionar en ella las fuerzas del mal. El faraón sabía que esta protección era insuficiente: para salvar la acacia era necesario que se reuniera el «Círculo de oro» de Abydos.

A excepción del Calvo, los ritualistas se retiraron.

Recogidos, la pareja real y el Calvo aguardaron la llegada de los miembros del «Círculo de oro», que habían utilizado el canal excavado por Sesostris y flanqueado por trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, evocación del banquete celestial que se celebraba a lo largo de todo el año. De una barca ligera descendieron los generales Sepi y Nesmontu, el gran tesorero Senankh y el Portador del sello real Sehotep. En misión especial, sólo faltaba un iniciado.

Los fieles llevaban un relicario, compuesto de cuatro leones opuestos por la espalda. En el centro del objeto cilíndrico vaciado había un astil con un escondrijo en lo más alto. Encarnaba el venerable pilar creado al inicio de los tiempos, la columna vertebral a cuyo alrededor se organizaba el país entero. Los cuatro hombres dispusieron la obra maestra junto a la acacia. Los leones, guardianes infatigables cuyos ojos nunca se cerraban, impedirían a cualquier agresor acercarse al árbol de vida.

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