Read Gente Letal Online

Authors: John Locke

Gente Letal (9 page)

Esperé otro segundo hasta que casi la tuve encima, entonces me agaché hacia la derecha para echar un vistazo por detrás del guardabarros. La vi, parpadeé y volví a mirar.

Kathleen Gray.

—¿Se puede saber a qué juegas, Donovan? —preguntó, lo que me dio apenas tiempo para soltar el revólver en el maletero sin que se diera cuenta.

Iba a tardar unos segundos en recuperar la compostura y conseguir que el pulso volviera a la normalidad. Respiré hondo y me incorporé.

—De todos los cafés y locales del mundo, aparece en el mío —cité.

No picó.

—¿Eso del maletero es un revólver? ¡Por el amor de Dios, Donovan! En serio, ¿qué te traes entre manos?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que me ha telefoneado una amiga de la unidad de quemados. La tía de Addie le dijo que ibas a venir a la casa. ¡Cuando conseguí hablar por teléfono con Hazel estaba a punto de llamar a la policía! Le dije que seguramente te había entendido mal, pero no, aquí estás.

—Tranquila. Sólo he venido a echar un vistazo.

—Pero ¿qué dices? ¿A qué te dedicas? ¿Eres detective en tus ratos libres? ¿Se puede saber qué buscas?

—Indicios de que el incendio fuera provocado —espeté, lo que la descolocó un momento—. He hablado con Hazel porque quería enterarme de si alguien había abierto un fondo de contribución para Addie. Quería hacer una aportación.

—Supongo que te habrás quedado de piedra al enterarte de que su familia había ganado la lotería.

—Sí, pero luego Hazel me contó que al morir sus padres se acabaron los pagos. Y ahora ha decidido que no va a adoptar a Addie.

—¿Y por eso el incendio tiene que haber sido provocado?

Bajé la voz y miré alrededor para asegurarme de que no merodeaba nadie por allí.

—Seguramente no es nada —dije—, pero conozco a uno que compra acuerdos de pago personalizado y luego mata al beneficiario de la renta vitalicia y se queda el dinero.

—¿Es el argumento de una película de serie B? —replicó, mirándome como si me hubiera vuelto loco—. Mira, entiendo que seas un jefecillo del Departamento de Estado, la CIA, el Departamento de Seguridad Nacional o lo que sea, pero estamos en Montclair, Nueva Jersey, y no en Gotham.

No contesté.

—Dices que esas cosas pasan. ¿Cómo sabes que es verdad?

—Hace un par de años el mismo tío trató de contratarme para que matara a alguien.

Me miró atónita y luego soltó una sonora carcajada.

—Vale. Joder, Donovan, ¡mientes más que hablas!

Llevaba un abrigo de
tweed
granate que dejaba al descubierto las piernas de rodilla para abajo, enfundadas en unas medias con relieve que resultaban mucho más sexis de lo que podría parecer, con botines también granates.

—Bueno, ¿te vuelves ya a Nueva York? —pregunté.

—¿Cómo? ¿Y perderme todo el numerito?

Volví a echar un vistazo por la zona, consciente de que se me acababa el tiempo. El jefe Blaunert no habría tardado mucho en llamar a Joe DeMeo, que podría enviar perfectamente a un par de matones a matarme allí mismo. Tenía que sacar a Kathleen de allí y rápido.

—¿Tienes idea de cómo van a quedar tus botines si entran en contacto con el hollín? —pregunté.

—¡Dios mío, Donovan, debes de salir con chicas de lo más ñoñas! Voy a ponerme en un sitio limpio y a mirar cómo rebuscas y tratas de impresionarme. Luego puedes llevarme a comer por ahí.

—Mira, hagamos un trato. Elige un restaurante concurrido y vete para allí. Yo acabo con esto en veinte minutos y me reúno contigo.

Me observó un momento antes de volverse hacia la casa.

—Mira las flores y los animales de peluche que la gente deja en el porche como ofrenda. —Hizo una breve pausa para reflexionar—. Qué pena me da. Ya sé que sólo han pasado un par de semanas, pero es que si hay alguien en este mundo que se merece el amor de una madre, es Addie.

—Ya. Oye, elige un reservado y guárdame un sitio desde el que se vea la calle.

—¿Lo dices en serio?

—Pues sí. Y que desde mi lado del reservado se vean también los lavabos y la cocina.

Vaciló. Por un instante temí haberla asustado, pero al final se encogió de hombros.

—Eres duro de roer. ¿Lo sabías?

—Sí.

—¿Me prometes que irás?

Se lo prometí.

Eligió un restaurante y me indicó cómo llegar. Echó a andar, pero de repente dio media vuelta y sonrió con picardía.

—Dame un beso —pidió.

—Vale, pero no de los de cine —respondí, permitiéndome también una sonrisa.

Su coche se alejó y me quedé mirando para comprobar que nadie la seguía. Luego inspeccioné la casa. Los muros exteriores estaban prácticamente incólumes, pero el interior había quedado arrasado. No pude bajar al sótano ni subir al piso de arriba, que en parte se había derrumbado sobre el dormitorio principal. Tardé menos de diez minutos en deducir lo que había sucedido y cómo, pero de todos modos hablé con un vecino.

13

—Muy bien, la ventana del desván estaba abierta —dijo Kathleen—. ¿Y qué prueba eso?

Estábamos en Nellie’s Diner. Era de esos sitios que me gustan, aunque no tenía nada que ver con The Four Seasons. Por fuera parecía el coche restaurante de un tren de pasajeros. Por dentro te daba la impresión de haber retrocedido a los años cincuenta. Por entonces yo aún no había nacido, pero Nellie’s encarnaba la idea que tenía de las cafeterías de aquella época: locales relucientes repletos de cromados, reservados de vinilo, barra y mesas laminadas fáciles de limpiar y camareros compuestos y sonrientes ataviados con camisa blanca, pajarita negra y gorros también blancos. En las mesas: cartas plastificadas colocadas de pie junto a mini
jukebox
que emitían rock and roll. Podías pedir aros de cebolla fritos, judías en salsa de tomate, pan de maíz, hamburguesas con queso fundido, sándwiches club, chuletas de cerdo, estofado, empanadas de pollo, espaguetis con albóndigas y pollo frito. Para beber podías elegir cola de cereza o de vainilla, refrescos con una bola de helado o batidos de los de toda la vida. En la barra, bajo campanas de cristal, se exponían
brownies
de sirope de chocolate,
cookies
de chocolate y tartas de cereza, merengue de limón y coco, en cada una de las cuales faltaba como mínimo un trozo para que los parroquianos vieran el relleno.

—Espera un segundo —pedí a Kathleen cuando el camarero acabó de tomarnos el pedido, para oír qué le decía al cocinero.

La pobre puso cara de circunstancias.

—¡Marchando un vaquero con espuelas, sin Tommy; y un club mayo incinerado y nada de hierba! —ordenó el camarero.

—Pero ¿qué dice? —se asombró Kathleen.

—Es lenguaje de cafetería americana de toda la vida —expliqué, sonriendo de oreja a oreja—. El «vaquero con espuelas» es mi tortilla al estilo de la costa Oeste con patatas fritas. «Sin Tommy» significa que nada de kétchup. «Incinerado», que tueste el pan. Y «nada de hierba» que no meta lechuga en tu sándwich club con mayonesa.

—¿Y cómo sabes tú todo eso? Es más, ¿por qué te molestas en saberlo?

—Dilo.

—¿El qué?

—Que soy gracioso.

Me miró hasta que empezó a dibujársele una sonrisa en las comisuras de los labios.

—Vale, eres gracioso. Y ahora dime por qué una ventana del desván abierta es una pista y qué más crees que has descubierto.

—Muy bien. Para empezar, una llama necesita tres cosas para arder: oxígeno, un combustible y calor. Es lo que se llama el triángulo del fuego. Cuando provocas un incendio debes alterar uno o más de esos elementos si quieres que parezca accidental. Por ejemplo, la casa se quemó a finales de enero y la ventana del desván estaba abierta. ¿Quién deja una ventana abierta en enero?

—Puede que la abrieran después los bomberos.

—No. La abrió el que provocó el incendio para que entrara oxígeno.

En el
jukebox
del reservado de al lado sonaba Rod Stewart. Maggie May le había robado el alma y él prefería ahorrarse ese dolor.

—Espero que tengas algo más que una ventana abierta —dijo Kathleen.

—En el sótano hubo como mínimo dos puntos de ignición. En las tablas del suelo del dormitorio principal, debajo de la cama, he visto varios bordes curvados. He encontrado lo mismo en el pasillo y seguro que en la escalera había un montón.

—¿Y?

—Pues que probablemente alguien utilizó una broca circular para practicar agujeros en todas esas tablas. Eso fue lo que provocó el flujo de aire que alimentó las llamas e hizo que se extendieran mucho más.

—Ya, claro. Y si hubiera habido un tío paseándose por la casa, abriendo ventanas y taladrando, sobre todo debajo de la cama, ¿no crees que Greg y Melanie lo habrían oído?

—La preparación se hizo antes, cuando no estaban en casa. Lo normal era que no se fijaran en una ventana abierta en el desván ni en los agujeros debajo de la cama. Los escalones estaban enmoquetados, así que esos agujeros quedaban ocultos. El pirómano debió de ocultarse en el sótano antes de que volvieran. He visto que la puerta de acceso al desván estaba abierta, y en eso sí que se habrían fijado Greg y Melanie al ir a acostar a las niñas. Nuestro amigo debió de esperar a que toda la familia se durmiera para salir de su escondrijo, abrir la puerta del desván y rociar la moqueta del cuarto de las niñas con gasolina.

—¿Qué? Perdone que le interrumpa, teniente Colombo, pero ¿cómo sabe que roció la moqueta?

—He arrancado un trozo y adivina qué he visto.

—¿Una mancha con forma de Jesús en triciclo?

—No. Marcas de carbonización.

—Ajá, marcas de carbonización —repitió, escéptica.

—Si se vierte un activador de la combustión sobre una moqueta, impregna las fibras. Al arder deja marcas de carbonización concentradas por debajo.

Kathleen arrugó el entrecejo, aún más escéptica.

—¿Y qué es eso que has mencionado del vecino y el color del humo?

—El color del humo y de las llamas indica su origen. La madera arde con llamas amarillas o rojas, con humo gris o marrón.

—¿Y cuál es el problema? Has dicho que el vecino vio llamas amarillas.

—Ya, pero también humo negro.

—¿Y?

—El humo negro lo provoca la gasolina.

El camarero nos sirvió la comida. Yo me abalancé sobre la tortilla, pero Kathleen se quedó mirándome. Se había puesto seria.

—Conoces muchos detalles, Donovan. Todo esto no te viene de nuevo. Está claro que sabes sobre incendios provocados. Has dicho que ese tío trató de contratarte hace un par de años.

—¿Y?

—Para matar a alguien.

No supe qué decir, así que esperé. Me miraba como si quisiera preguntarme algo pero dudara de querer oír la respuesta.

A los ocho años, mi hija Kimberly había empezado a interrogarme sobre Papá Noel. Antes de que me planteara la gran cuestión la miré a los ojos y le dije: «Nunca me preguntes nada a no ser que estés preparada para saber la verdad.»

Aquel día Kimberly decidió callar. Kathleen, en cambio, quería saber.

—¿Alguna vez has hecho algo así? ¿Has incendiado alguna casa?

—Más vale que comas —recomendé—. Ese bocadillo tiene buena pinta.

Se limitó a clavarme unos ojos como puñales en el alma.

—¿Has hecho algo así alguna vez? —insistió.

Llamé al camarero con un gesto y le di veinte dólares.

—Necesito que me traigas un rollo de cinta de embalar —le dije.

Cogió el billete y se dirigió aprisa a la cocina.

—He hecho cosas horribles —reconocí entonces—, cosas que espero no tener que contarte nunca, y sí, me han enseñado a provocar incendios, pero no: nunca he hecho nada parecido.

—¿Me lo juras?

Lo hice. Por suerte, era verdad. De todos modos, decidí no contarle lo cerca que había estado algunas veces. Y tenía muy claro que jurar que nunca lo había hecho no implicaba no hacerlo en el futuro.

Me observó un momento antes de asentir despacio.

—Te creo —afirmó—. A ver, sé que eres un hijo de puta de cuidado. No me sorprendería que hubieras matado a gente para la CIA hace años y, fíjate lo que te digo, hasta podría vivir con eso, en función de las circunstancias, pero desde que empecé a trabajar con esos chavales en la unidad de quemados... Bueno, ya me entiendes.

La entendía.

Su sándwich club estaba troceado en cuatro. Levantó un trozo y lo analizó.

—¿Y qué pasa con el jefe de bomberos? —preguntó—. Si tienes razón, él se equivoca. Y es el experto.

Pinché un par de patatas y me las zampé. No hay nada como el sabor de las patatas fritas de una cafetería de toda la vida.

—Echan grasa de las hamburguesas en el aceite —expliqué—. Por eso las patatas tienen tanto sabor. ¿Quieres?

—No. ¿Qué pasa con el jefe de bomberos?

El camarero apareció con un rollo de cinta de embalar transparente y dijo que volvía enseguida a llenarnos los vasos. Asentí y empecé a atarme los dedos de la mano derecha.

—¿Qué haces?

—Asegurarme de que no se me abran los metacarpianos.

Hizo un gesto de desconcierto y me observó. Saqué una fina hoja de plástico de la cartera y la coloqué en la parte inferior de la palma, del meñique a la muñeca.

—¿Puedes sujetarla con un poco de cinta? —pedí.

—Estás chalado —repuso Kathleen, pero me envolvió la mano, dejando fijo el plástico. La flexioné para probar y me pareció que funcionaría—. ¿Qué pasa con el jefe de bomberos? —insistió.

—Está en el ajo.

—¿Qué ajo?

—Le dieron dinero a posteriori. No querían, pero no hubo más remedio.

—Pero ¿qué dices?

—El que provocó el incendio era bueno. El único motivo de que parezca una chapuza es la insólita rapidez con que llegaron los bomberos. Cuatro minutos y veinte segundos después, imagínate. Cinco minutos más y el fuego habría destruido todas las pruebas. El jefe se dio cuenta de que era intencionado, puede que también algunos de sus hombres, así que quien ordenó que le pegaran fuego a la casa (yo diría que Joe DeMeo) tuvo que untar al jefe.

—Antes has dicho que se jubila pronto.

—No habla de otra cosa.

—O sea, que ese tal Joe DeMeo le dio un montón de dinero para que hiciera la vista gorda, ¿correcto?

—Supongo que el dinero fue un extra. En primer lugar debió de amenazarlo con matar a su mujer, sus hijos y sus nietos.

Un equipo de ingenieros de la Universidad de Michigan había inventado a mediados de 2007 el compuesto de plástico que me había pegado al canto de la mano. Se trataba de un material fuerte como el acero y fino y flexible como una hoja de papel. Confeccionado con arcilla y cola no tóxica, imitaba la estructura molecular de las conchas marinas, dura como una mezcla de ladrillo y mortero. Las nanocapas de plástico se superponían como ladrillos y se pegaban con un polímero similar a la cola que creaba entre ellas vínculos de hidrógeno cooperativos. Se tardaban varias horas en superponer las trescientas capas necesarias para crear la fina hoja que yo llevaba siempre en la cartera.

Other books

Reconstruction by Mick Herron
Lizabeth's Story by Thomas Kinkade
Texas Hustle by Cynthia D'Alba
Damage Control by Elisa Adams
The Haunt by A. L. Barker
Happy Ant-Heap by Norman Lewis


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024