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Authors: John Locke

Gente Letal (5 page)

Al final, su frágil cuerpecito había cedido. Una enfermera había dicho que era la primera vez que veía llorar a cierto médico, y que cuando él se había puesto a gimotear el equipo entero había acabado por emocionarse. Quedaron todos conmovidos y turbados por la lucha de aquellas gemelitas, aquellos angelitos. Decían que jamás habían visto a nadie así ni esperaban volver a verlo.

—¿Quieres ver un dibujo que he hecho? —me preguntó Addie.

Me volví hacia Kathleen, que asintió.

—Me encantaría —respondí.

Antes de enseñármelo, Addie quiso aclarar algo:

—Después del incendio no quedó ninguna foto de Maddie y de mí, así que la he dibujado para que todos los amigos que he hecho aquí vean qué cara teníamos antes de quemarnos. —Y me entregó un dibujo de una niña hecho con lápices de colores—. Es Maddie —dijo—. ¿Verdad que era guapa?

No fui capaz de articular palabra y me limité a asentir.

—Les tengo cariño a todos, pero Addie es la que me ha hecho rezar —aseguró Kathleen al salir.

—¿Qué les pasó a ella y su hermana?

—Hará unas dos semanas se incendió su casa —respondió tras una pausa para respirar hondo—. Sus padres, Greg y Melanie, murieron intentando salvarlas.

—¿Addie ha sido capaz de contarlo?

—Sí. Y también está la llamada de su madre al 911. Por lo visto se había quedado atrapada en el piso de abajo. Su padre había logrado subir hasta el cuarto de las niñas y ponerles toallas mojadas en la cara para mantenerlas con vida hasta que llegaran los bomberos.

—Buena medida —comenté.

—Al principio Addie creía que las toallas mojadas habían entrado volando solas en la habitación. Cuando le contaron que las había lanzado su madre le cambió la cara. Hasta entonces había creído que su madre había huido.

Nos quedamos en silencio durante un rato.

—En ese matrimonio había mucho amor —dije por fin.

—Yo nunca lo he experimentado personalmente, pero siempre me ha parecido que cuando un matrimonio funciona, sobre todo si hay niños, las parejas realizan de vez en cuando demostraciones de heroísmo que en gran medida nadie llega a apreciar.

—Y cuando un matrimonio funciona especialmente bien —añadí—, si uno de los dos causa baja el otro toma las riendas.

Kathleen me dirigió una mirada que podría haber sido de curiosidad o de afecto.

—Me sorprendes, Creed.

5

—Ahí donde lo ves es una bomba que no baja de las cuatrocientas noventa calorías —afirmó Kathleen Gray.

Me quedé mirando el mísero cilindro.

—Esa cifra me parece exagerada —observé.

—Confía en mí. He trabajado en el de Charleston.

Eran las 19.45 y estábamos en el Starbucks de la Tercera Avenida con la calle 66 Este. Ninguno de los dos tenía mucha hambre, pero ella me contó que siempre se daba el gustazo de comerse un rollito de tamarindo después de ayudar en la unidad de quemados. Le dio un mordisco.

—Ñam. El nombre oficial es rollito artesano de tamarindo y albaricoque. —Ladeó la cabeza y me echó un vistazo—. ¿Seguro que no te apetece uno?

No me apetecía y se lo dije.

—Además, hay otra cosa —añadí.

—¿El qué?

—El acrónimo sería RATA.

Se quedó observándome un momento y en sus labios se dibujó una leve sonrisa. Vi que se movían muy ligeramente mientras ella lo comprobaba mentalmente.

—Eres de lo que no hay —concluyó—. Ya lo sabías, ¿no?

Bebí un sorbo de café y me pasó por la cabeza que ya había conocido a tres parejas de Ken Chapman y dos de ellas habían comentado, en días sucesivos, lo raro que era yo. La tercera era mi ex mujer, Janet, cuya opinión de mí ya no tenía arreglo.

Alguien entró en el local y una ráfaga de viento provocó que entrara lluvia y la temperatura descendiera cinco grados. O eso me pareció. Kathleen se fijo en algo que había detrás de nosotros y se echó a reír.

—El barista estaba hablando con alguien y señalándote —informó—. Creo que es por el venti.

Fruncí el ceño y sacudí la cabeza.

—¿Barista? —repetí.

Kathleen rio con más ganas. Arrugó la cara para hacer un mohín.

—¡Qué gruñón eres! —exclamó.

—Pero es que es ridículo.

Soltó una carcajada y yo seguí con mi rabieta:

—¡Es que estos locales tan modernos se dan unas pretensiones! Ayer, sin ir más lejos, vi a un tío que casi se muere por comer no sé qué plato exótico japonés. Y aquí —señalé el dispositivo que utilizaban para preparar el café— tienes que dar clases de idiomas para justificar que te claven cuatro dólares por un simple cafelito, joder.

—¿Cafelito? —Kathleen rio aún más exageradamente—. Ay, por favor, qué fuerte que digas «cafelito». Parece que acabes de salir de la máquina del tiempo.

Me pareció que le gustaba decir «cafelito», porque lo repitió dos veces sin dejar de soltar carcajadas.

Los demás clientes no miraban, pero yo aún tenía cosas por decir.

—Grande. Solo. Venti. Doppio. A ver, ¿qué coño es doppio? ¿Uno de los siete enanitos?

—¡No! —chilló—. Pero ¡Gruñón sí!

La risa de Kathleen ya se había desbocado. Tenía las mejillas hinchadas y los ojos casi cerrados.

Volví a fruncir el ceño y le repetí la conversación.

—Sólo he dicho: «Quiero un café.» «¿De qué tamaño», ha dicho la chica. «Normal», he dicho yo. «Tenemos grande, venti, solo, doppio, corto y largo», me ha soltado. Y encima tú me dices que esto tiene cuatrocientas noventa calorías. ¡Joder, pero si es un tubito de cinco centímetros!

Kathleen se aferró a los lados de la mesa.

—¡Para ya, que me meo! —pidió con lágrimas en los ojos.

Cuando se apagaron los últimos rastros de risa me dijo que era un alivio soltar cuatro carcajadas después de pasar un par de horas con aquellos críos. La entendí muy bien. Tras lo horrible que había sido su vida con Ken, todavía se sentía culpable por lo bien que le iba en aquel momento, en comparación.

—Siento poner fin a la fiesta, pero tengo que hacerte algunas preguntas sobre Ken Chapman.

—Ahora que estábamos pasándolo tan bien —se quejó.

—Ya lo sé.

—No me hace ninguna gracia hablar del tema.

—Ya lo sé.

—Bueno, muy bien, superagente —suspiró—. Has cumplido tu parte del trato. ¿Qué quieres saber?

Durante casi una hora hablamos de su matrimonio con Chapman. No le resultó fácil. Cuando me dejó en el hotel advertí que estaba agotada emocionalmente. No le pedí que subiera a tomar una copa y ella tampoco lo propuso, aunque sí me preguntó si quería quedar al día siguiente.

—Es San Valentín, ¿sabes? —comentó.

Le dije que tenía un compromiso, cosa que era cierta.

Le expliqué que tenía que hacer la maleta y volver al aeropuerto aquella misma noche, lo cual también era verdad. Asintió con aire ausente como si ya le hubieran dicho aquello más de una vez, como si fuera una excusa.

Lo que no le conté fue que me habían contratado para matar a alguien al día siguiente por la mañana. Tan sólo le dije:

—Mañana cojo un avión y vuelvo después de la reunión para sacarte a cenar a un buen restaurante. —Al oírme le cambió el gesto, como a un niño el día de Navidad, y me dio un abrazo. Entonces añadí—: Te llamo al trabajo para concretar.

Al cabo de una hora y pico me acomodaba ya en mi asiento del Citation. Diez minutos después dormía como un lirón, pero justo antes de caer rendido me dije que Kathleen Gray debía de ser el mejor ser humano que había conocido en la vida.

6

Monica Childers no quería morir.

Acababa de salir el sol el día de San Valentín y estábamos en Florida, al norte de Jacksonville, en el complejo turístico de Amelia Island Plantation. Callie se había situado cerca del noveno tee, donde la carretera principal cruzaba el camino de los carritos de golf.

Monica no era ni terrorista ni una amenaza para la seguridad nacional, pero me había comprometído a matarla, así que no había vuelta de hoja. Con aquellos trabajitos por cuenta propia me sacaba un buen dinero. Aunque quedaba muy noble decir que mi cometido oficial era matar a sospechosos de terrorismo por encargo de la administración, me pagaban con recursos, no en efectivo. Por descontado, sobre el papel esos recursos debían utilizarse en exclusiva para controlar a terroristas o seguir su pista, pero Darwin, mi contacto con las altas esferas, sabía perfectamente cómo me ganaba la vida. Pocas veces se quejaba, porque matar a civiles durante mis ratos libres me ayudaba a mantener la concentración y a no anquilosarme. O al menos eso creía él.

Darwin tenía una influencia incomparable. Bastaba una llamada suya para abrir puertas, desestimar acusaciones ante los tribunales y convertir un no en un sí como por arte de magia. Sí, era muy meticuloso en mi trabajo, pero al quitarle la vida a alguien siempre podían surgir imprevistos. Cuando, muy de vez en cuando, salía algo mal, tenía la garantía de que Darwin mandaría a un equipo para retirar un cadáver, limpiar la escena del crimen o borrar mis huellas. Por otro lado, él dirigía también una rama secreta de la administración que nos proporcionaba dobles a mi equipo y a mí. Por supuesto, los dobles no sabían que trabajaban para nosotros y estaban a salvo hasta que los necesitábamos. Darwin se encargaba. Tenía un grupo de gente que los protegía en secreto. Yo mismo me había encargado de proteger a un doble el año después de dejar la CIA, incluso tenía la idea de volver a dedicarme a eso una vez jubilado si me aburría. ¡Menuda ocurrencia: «una vez jubilado»!

Aproximadamente el setenta por ciento de mis ingresos salía del bolsillo del mafioso Sal Bonadello. Lo demás procedía en su mayor parte de las armas que probaba para el ejército. Y de repente Victor y su silla de ruedas habían entrado en mi vida con lo que, según él, sería una serie de trabajitos que tendría de por vida. Además, decía que resultarían tan fáciles que hasta un novato podría encargarse. Por lo general me mandaban liquidar a objetivos de gran nivel y a menudo necesitaba varios días o incluso semanas de preparación. En cambio, los trabajos que me ofrecía Victor podían montarse y ejecutarse en cuestión de horas. Tendría que hacer un esfuerzo para no pensar demasiado en ello.

Victor me contó que Monica no había hecho nada malo y me preguntó si eso suponía un problema para mí.

—Está claro que es culpable de algo; de lo contrario no querrías liquidarla —repliqué—. Eso me basta.

Mi comentario despertó el interés de aquel zorro de voz metálica, porque me pidió:

—Ex... plí... cate.

Me expliqué.

—Los que nos dedicamos a matar gente evitamos hacer valoraciones personales sobre nuestros objetivos. En el caso de Monica, no soy ni su abogado, ni su juez ni su jurado. No me pagan para establecer su inocencia. No me pagan para hacer justicia. Me da igual que se trate de ti, de Sal, de la Seguridad Nacional o de la Pantera Rosa: lo único que tengo que saber es que alguien, en alguna parte, ha decidido que Monica Childers es culpable de algo y la ha condenado a muerte. Mi trabajo es ocuparme de la ejecución.

Victor me indicó dónde encontrarla y cómo quería que muriera. Aseguró que salía a correr todas las mañanas y que no rompería su costumbre durante las vacaciones en Amelia Island Plantation. Así pues, Callie se puso a esperarla junto al noveno tee, ataviada con las prendas deportivas de tecnología Dri-Fit de Nike más modernas. Para completar el atuendo, calzaba zapatillas de correr adaptadas y un reloj de alta tecnología. Al oír que se acercaba Monica emprendió la marcha, calculando que llegaría al cruce unos pocos segundos después que ella. Las dos mujeres se miraron y se saludaron con una inclinación de la cabeza. Callie tomó la curva, aceleró el paso y se colocó al lado de Monica.

—¿Te importa que corra contigo? —preguntó.

Monica frunció los labios y puso mala cara.

—Ya ves que no voy muy deprisa.

—¿Cómo que no? —replicó Callie—. ¡He tenido que meterle caña para atraparte, como si llevaras un petardo en el culo!

—¿Un petardo en el culo? —repitió Monica arrugando la nariz—. Siempre me ha parecido una frase muy desagradable.

—¡Ay, Dios mío, es que lo es! —rio Callie.

Monica sonrió a su pesar.

—De todos modos —dijo Callie—, este ritmo me va bien. Además, no soporto correr sola, sobre todo cuando no conozco la zona.

No hizo falta nada más para establecer un vínculo entre dos mujeres muy guapas y con mucho estilo a las que les apasionaba salir a correr. Me las imaginé trotando a buen paso por la carretera de la plantación y dando, con sus zancadas, un contrapunto humano a los sonidos matutinos de la población de aves e insectos de la isla.

Monica dirigió una mirada de envidia a su compañera de ejercicio.

—¡Tienes unas piernas perfectas! —observó.

—¡Qué maja eres! —contestó Callie, a la que el comentario pilló algo desprevenida.

—Eres modelo, ¿no? —añadió Monica con una sonrisa amable—. ¡A ver si voy a acabar odiándote! —Y entre risas añadió—: ¿Te alojas en el hotel de la plantación?

—Llegamos anoche a última hora. Mi marido y yo.

—¿Y siempre corres tan temprano?

—La verdad es que no, pero mis suegros están a punto de llegar y quiero hacer unos kilómetros antes —afirmó Callie, y el tono que imprimió a la palabra «suegros» hizo sonreír a Monica.

—¡Horror! —exclamó—. Los suegros.

—¡Y que lo digas! Por cierto, me llamo Callie Carpenter.

—Hola, Callie. Yo soy Monica Childers.

Salieron de las instalaciones y doblaron a la izquierda para tomar la A1A. Al mirar carretera abajo Monica comentó:

—Vamos a esquivar esa furgoneta. No sé qué hace ahí.

A Callie le pareció bien.

Estaban a punto de alejarse en dirección contraria cuando Callie exclamó:

—¡Dios mío, pero si son mis suegros! —Suspiró—. En fin, me quedo sin correr.

—Podemos probar otra vez mañana —propuso Monica.

—¡Ven conmigo! —soltó Callie de repente—. Quiero presentarte. ¡Será un momento y enseguida estarás corriendo otra vez!

Como habíamos previsto, Callie se distanció a toda prisa sin darle tiempo de contestar. Habíamos pensado que a Monica no le apetecería interrumpir su carrera para conocer a la familia política de una casi desconocida, pero tampoco querría quedar mal, así que dábamos por sentado que seguiría a Callie hasta la furgoneta.

Acertamos.

Cuando las chicas ya se acercaban, deslicé la puerta lateral para abrirla y bajé con mi mejor sonrisa. Me había vestido con lo que me había parecido un atuendo informal adecuado para Florida: camisa blanca de cuello italiano y pantalones de sport de lino color canela con mocasines italianos a juego. Cuando había ido a recoger a Callie un rato antes me había señalado y se había reído de mí. Todavía se sonreía con suficiencia al verme con aquella pinta.

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