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Authors: John Locke

Gente Letal (3 page)

Alison David.

—Llámeme Ally —dijo tendiéndome la mano.

Se la estreché y me presenté.

—Bueno, ¿qué le parece nuestro capitolio? —quiso

saber.

Ally David llevaba una chaqueta azul marino con mangas tres cuartos y falda tubo a juego. Debajo se veía un top de satén sin mangas con cuello circular bajo que ofrecía la promesa de un escote excepcional. Me costó no babear mientras admiraba su estilo de vestimenta.

—Impresionante —dije—, aunque lo de la estatua me desconcierta.

—¿Y eso?

—Bueno, ya sé que en Virginia Occidental cuesta dar dos pasos sin topar con un edificio al que le hayan puesto su nombre, pero tenía entendido que para que te hicieran una estatua había que llevar un mínimo de cincuenta años muerto.

Sonrió y me guiñó un ojo.

—En este estado hemos hecho un pacto con el senador Byrd: si nos consigue dinero para hacer cosas, que les ponga el nombre que le venga en gana.

Alison David era de esas mujeres del mundo profesional que, sin decir ni hacer nada fuera de lo corriente, daban la impresión de ser criaturas de una intensa sensualidad. Me quedó la duda de si se trataba de un fenómeno natural o si lo había cultivado de un modo deliberado.

—¿Son imaginaciones mías —pregunté— o da la impresión de que la mano de su ilustre senador señala directamente a mi bolsillo?

Forzó una sonrisa, pero me di cuenta de que yo estaba perdiendo puntos. La cháchara no es lo que mejor se me da.

—Bueno, ¿adónde vamos a comer? —pregunté.

—A un sitio por aquí cerca.

Me quedé a la espera de que ofreciera más información, pero prefirió no añadir nada.

—Perfecto —respondí al ver que no se me ocurría nada ingenioso, y ella arqueó una ceja y me miró con un gesto extraño.

Recorrimos una manzana y entramos en Gyoza, un pequeño restaurante japonés que resultó más moderno de lo que daba a entender su anodina fachada. Las paredes estaban pintadas de rojo intenso y decoradas con elegantes grabados nipones. La luz era tenue, pero suficiente para leer la carta. En el centro del restaurante, una barra laminada en bronce separaba a los cocineros que preparaban el sushi de los comensales, y encima había expositores refrigerados con pescado y marisco de mucho colorido dispuesto con esmero. Vimos un par de mesas libres de dos niveles con manteles blancos. Ally escogió una y nos sentamos.

—¿Gyoza? —pregunté.

Ally bajó la vista y me sonrió de un modo que me hizo pensar que quizá la palabra significaba algo lascivo.

—Las gyoza son empanadillas típicas de la cocina japonesa —explicó—, como las de la comida china, pero con otros rellenos. La mayoría de la gente las pide con carne o pescado, pero a mí me gustan las de verduras.

Apareció entonces una camarera y, en efecto, Ally pidió gyoza de verduras. Yo pregunté si el rollito de araña era auténtico.

—Éste muy picante —contestó la camarera—. ¡Muy, muy picante! Sí, es rollito de araña.

—Araña —repetí.

—Sí, sí. Araña. Araña es muy picante.

Fingí asombro.

—¿Quiere decir que contiene una araña de verdad?

Los ojos de Ally David recorrieron la sala. Apretó los labios para sonreír a la camarera e intercambiaron una mirada muy femenina, como si mi comentario confirmara alguna conclusión que ya habían sacado sobre mi persona.

—Quizá debería traducirlo —propuso Ally.

—Se lo ruego.

—El rollito de araña está compuesto de tempura de cangrejo blando —explicó.

—Compuesto.

—Exacto. —Me pareció detectar un deje de irritación en su voz. Aún no había terminado la lección, así que añadió—: Lo de la araña es el nombre y nada más. —Luego, como si no pudiera contenerse, preguntó—: ¿Cómo puede habérsele ocurrido que era una araña de verdad?

—La anguila es anguila, ¿no? Y el atún, atún, ¿verdad? —me justifiqué encogiéndome de hombros.

Ally David miró el reloj.

—No pretendo ser brusca, pero tengo una reunión a la una y ya son las doce y cuarto. ¿Quería hablarme de Ken Chapman?

—En efecto.

Me costaba olvidar que la camarera seguía esperando pacientemente a que pidiera algo.

—Tomaré... —Miré la carta brevemente otra vez.

—Si puede ser hoy, mejor que mejor —espetó Ally.

—Creo que voy a probar... el rollito de araña —decidí.

—Por el amor de Dios —exclamó Ally.

—Muy, muy picante —advirtió la camarera—. No recomienda.

—Pero si viene en la carta —insistí—. La gente debe de pedirlo, ¿no?

—Sí, sí —reconoció, señalando a un hombre corpulento sentado a solas en la barra—. Él ya pedido. Traigo muy pronto.

—En ese caso, seguro que no pasa nada —concluí.

La chica asintió y se marchó presurosa a transmitir la comanda.

—¿Siempre es tan...? —Ally no encontró la palabra. Abandonó la frase y volvió a intentarlo—. ¿De verdad se puede ser tan obtuso?

Me encogí de hombros y la miré fijamente, pero bajó la vista y fingió un súbito interés por el plato y el mantel.

—¿Chapman y usted empezaron a salir antes de que le concedieran el divorcio? —pregunté, para romper el silencio.

—No. Ken estaba separado legalmente cuando nos conocimos —respondió lentamente, tras tomar aire.

Teníamos ante nosotros unas delicadas tazas de porcelana y unos cuencos de sopa lacados en negro. Levanté mi taza y le di la vuelta, convencido de que por debajo pondría «Made in China». Me equivoqué.

—¿Durante cuánto tiempo salieron? —proseguí.

Ally levantó los ojos del mantel para clavarlos en mí.

—¿Puede volver a explicarme qué tiene que ver con la seguridad nacional el hecho de que saliera con Ken?

—Como le dije por teléfono, estamos investigando su historial, nada más. El señor Chapman tiene previsto casarse con una mujer cuyo ex marido fue agente de la CIA.

Ally puso los ojos como platos y bajó la voz para preguntar con un susurro exagerado:

—¿Y eso es ilegal?

Miró hacia lo alto sin mover la cabeza, con el mismo gesto que hacía mi hija, sólo que, en lugar de mostrar exasperación como Kimberly, Ally se burlaba de mí.

—¿Ilegal? No exactamente —se me ocurrió decir, cosa que hasta a mí me pareció penosa.

—Pues, por lo visto, por el simple hecho de haber salido conmigo y pretender casarse con otra mujer Ken ha logrado convertirse en una amenaza para la seguridad nacional. A ver si voy a tener que llamar al despacho del senador Byrd para dar la alarma.

La conversación no estaba saliendo como me había imaginado. Ally había decidido apostar por el descaro y ganaba de calle. Además, era más lista que yo y eso me daba rabia. Sólo me quedaba una salida: tomar la iniciativa. Jugué la baza que Dios había puesto en mis manos: le miré directamente el escote.

—Durante la época en que estuvo con Ken Chapman, ¿le pegó alguna vez? —pregunté a sus tetas.

—No.

—¿Está segura?

—¡Pues claro que estoy segura!

—Pero está al tanto de sus antecedentes, ¿no es cierto?

Ally suspiró.

—Míreme a la cara, desvergonzado.

A regañadientes, levanté la mirada hasta su rostro y escuché su respuesta.

—Ken me dijo que Kathleen lo había acusado de maltrato al poco tiempo de que empezáramos a salir.

—¿Y?

—Y me contó lo que había pasado.

Seguí a la espera.

—Supongo que quiere oír su versión —dijo.

—Para eso he venido a Charleston.

—¿No era por el rollito de araña?

Sonreí y negué con la cabeza.

—¿Ni por la cúpula del capitolio?

—Sé que cuesta creerlo, pero tampoco.

La camarera se acercó con una pesada bandeja que colocó sobre un soporte plegable. Sirvió té verde perfumado en las tazas y sopa de miso humeante en los cuencos. Ally removió la suya con una cuchara de cerámica blanca. Yo bebí un sorbo de té y el repugnante sabor me perturbó de inmediato. Busqué alrededor algún recipiente en el que escupir aquel líquido rancio, pero al final me rendí y lo tragué. Hice una mueca para demostrar la opinión que me merecía aquel brebaje. Ally repitió el gesto que tenía en común con Kimberly, lo que me confirmó algo que ya sabía sobre mi encanto: aunque las mujeres caen rendidas a mis pies, en ocasiones se requiere un período de maduración.

Sonó mi móvil. Miré el número que aparecía en la pantalla y volví a guardarlo en el bolsillo, donde siguió sonando.

—Es usted realmente desagradable —aseguró Ally—. ¿Se lo han dicho alguna vez?

Le recordé que tenía que contarme su versión de las aventuras de Ken Chapman. Hizo una vez más el mismo gesto. Suspiró. Arrugó la frente. Pero al final habló.

—Ken llevaba casado aproximadamente un año —dijo— cuando descubrió que Kathleen sufría un desequilibrio mental. Discutieron, se gritaron de todo y él pasó la noche en un hotel. Al día siguiente, cuando volvió a casa para disculparse, se la encontró ensangrentada y amoratada.

—¿Le contó que no se acordaba de haberle dado una paliza?

—La que se dio la paliza fue ella.

—¿Qué?

—Era su manera de castigarse por haberlo hecho enfurecer.

Saqué unas fotos del bolsillo de la americana y las desplegué encima de la mesa.

—¿Le parece que una mujer se haría esto? —pregunté.

—No soy experta en la materia —reconoció, evitando posar los ojos en las imágenes—, pero parece verosímil y no fue un caso aislado. Durante su matrimonio Ken se encontró en numerosas ocasiones, al volver a casa, con que su mujer se había dado una paliza por distintos motivos. Cuando trató de obligarla a ver a un psiquiatra, Kathleen fue a una comisaría y dijo que Ken la maltrataba. Aquello pasó a ser algo habitual. Al denunciarlo a la policía, o amenazarlo con ello, lograba controlar y manipular la relación.

Me quedé atónito, con la impresión de haber tenido la boca abierta durante toda su explicación.

Ally frunció los labios y probó la sopa de la forma más sensual posible, como si le diera un beso de tornillo. Era impresionante lo que lograba hacer con la boca al sorber la cuchara. Si pusiéramos a dos mujeres una al lado de la otra y les diéramos sopa, por mucho que la otra estuviera el doble de buena que Ally, noventa tíos de cada cien se quedarían con ella. Garantizado.

—¿En este momento sale usted con alguien? —pregunté.

—¿Me lo pregunta como representante de la seguridad nacional?

—Se trata de una consulta personal —afirmé, desplegando por si acaso mi sonrisa más seductora.

—Bueno, pues en ese caso sí que salgo con alguien.

Quedaba claro que me había insultado o al menos lo había intentado. En realidad ni siquiera me gustaba, y desde luego no tenía la menor intención de invitarla a salir. Sólo quería saber si tenía posibilidades. ¿Qué iba a hacer? Será cosa de tíos, pero es que sorbía la sopa de maravilla.

—Y esas salidas que menciona, ¿considera que constituyen una relación seria? —insistí.

—Sí, la verdad es que sí, aunque no estaba segura hasta hace apenas un momento.

—Bueno, pues felicidades —repliqué con ironía.

—Bueno, pues gracias —imitó mi tono.

De repente, el cliente corpulento de la barra se puso a chillar:

—¡Hostia puta!

Se levantó de un brinco del taburete, se llevó las manos a la garganta y empezó a girar como si le hubieran clavado el pie izquierdo al suelo.

—¡Cagüen en la puta! —gritó, y acto seguido escupió un bocado de algo que, no me cupo duda, era el rollito de araña. Se puso a pegar brincos como si bailara una danza fúnebre, tosiendo y agitando las manos exageradamente entre chillidos—. ¡Voy a demandaros! ¡Voy a cerraros el negocio!

La camarera salió disparada de la cocina, le echó un vistazo y preguntó:

—Araña muy picante, ¿sí?

—¡Sí, puta araña muy picante! —bramó fulminándola con la mirada—. ¡Mierda de araña! Ya sé que «no recomienda», pero aquí en América tenemos leyes que prohíben servir ácido a la gente. ¡Cuando acabe con vosotros maldeciréis el día que salisteis de China!

La camarera y el cocinero que preparaba el sushi detrás de la barra se miraron.

—Nosotros Japón, no China —informó ella.

El enfurecido cliente echó la cabeza atrás y chilló:

—¡A tomar por culo!

Se dio dos bofetadas, soltó una especie de ladrido y se marchó hecho un basilisco. Casi todos los clientes se carcajeaban, pero Ally estaba seria, así que dejé de reírme y cambié de tema.

—Bueno, la policía creyó a Kathleen antes que a Ken —dije—. En lo de las palizas.

—¿No haría usted lo mismo?

—Pues sí, la verdad —reconocí.

Probé media cucharada de sopa y me pregunté si miso quería decir en japonés «calcetines de deporte usados durante una semana».

—Me imagino lo que piensa —dijo—, pero yo tenía mis motivos para creer la historia de Ken.

—¿Por ejemplo?

—A mí nunca me puso la mano encima. Ni me levantó la voz.

—¿Y ya está?

—Durante el tiempo que estuvimos juntos nunca lo vi perder los nervios. Además, aunque Kathleen no dejaba de acusarlo de maltrato, Ken se negaba a abandonarla.

Arqueé las cejas y me fijé en sus mejillas para ver si se sonrojaba. Vi algo de color, aunque no mucho. Básicamente, acababa de reconocer que había salido con él cuando todavía estaba casado con Kathleen. Los dos nos habíamos dado cuenta, pero el único que sonrió fui yo.

—Mire, señor Creed —dijo entonces—, se lo crea o no, Ken es un buen tío. Apoyó siempre a su mujer. Hizo todo lo que estaba en su mano para que Kathleen recibiera tratamiento.

Eché un vistazo a las fotos.

—Sí, parece que en ese aspecto fue muy insistente

—comenté.

Ally empezó a decir algo, pero se contuvo y tomó un poco más de sopa. Me miró y movió la cabeza. Parecía a gusto con el silencio, pero yo aún estaba más cómodo que ella. Cuando por fin habló, su voz sonó firme.

—Puede que suponga que soy idiota, señor Creed, o crédula. Pero fue Kathleen, no Ken. Si llegara a conocerlo lo descubriría.

Lo que había descubierto, gracias a Ally, era lo que le diría Ken Chapman a Janet si yo le llevaba las fotos y los informes policiales. Me parecía increíble que aquel cerdo se hubiera inventado una historia tan alucinante para convertirse en la víctima. Bueno, sí que era creíble, pero lo que costaba entender era que hubiera funcionado; se había salido con la suya y eso me planteaba un dilema. Si no podía utilizar los informes de la policía, ¿cómo iba a impedir que Janet se casara con aquel cabrón?

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