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Authors: John Locke

Gente Letal (20 page)

—O sea, que la respuesta es sí.

—Exactamente.

Le pedí que también se pusiera en contacto con la policía de Los Ángeles y los artificieros y que me llamara de inmediato. Cuanto más supiéramos sobre la bomba, más descubriríamos sobre Joe DeMeo y el alcance de su poder.

—¿No hay ninguna posibilidad de que te haya atacado alguien de dentro? —quiso saber Lou.

—No creo. Si alguno de los nuestros, incluido tú, quisiera acabar conmigo, sería más sencillo envenenarme y ya está. —Miré a mi compañero, que me contemplaba con una indiferencia teñida de regodeo—. Claro que Quinn estaba al tanto de lo de Jenine y de lo del hotel, pero no tendría mucho sentido que hubiera sido él.

Al oír aquello se puso alerta.

—No porque sea amigo mío —proseguí, sonriéndole—, sino porque no conocía mis planes para después de la reunión con DeMeo. No le mencioné ni el hotel ni a Jenine hasta unos minutos antes de que llegáramos. Y no sabía cómo se llamaba la chica, ni siquiera qué pinta tenía hasta que apareció. En fin, todo eso da igual, porque Augustus puede matarme cuando le dé la gana durante las pruebas con el ADS.

Quinn me hizo un gesto y cerró los ojos, contento de saber que no era sospechoso. Debió de pensar que seguramente no trataría de asesinarlo mientras dormía.

—Una cosa más —dijo Lou—. Tienen tu número de móvil.

En efecto, DeMeo podría haberlo conseguido gracias a Jenine, pero además yo se lo había dado a Garrett Unger para que se lo transmitiera y, de hecho, DeMeo ya lo había utilizado para llamarme.

—Si dispone de putas y de bombas, seguramente tendrá contactos con algún elemento radical —apuntó.

—¿Y?

—Pues que no te iría mal apagar el móvil, por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

—Por si acaso DeMeo está lanzando en estos momentos un misil Stinger hacia el punto donde te encuentras.

—¡Mierda! —exclamé.

Colgué y quité la batería del móvil. En el avión había un teléfono protegido y Quinn también llevaba el suyo, así que podía pasar sin el mío. Respiré hondo, pensando: «¡Joder, cuántas cosas hay que tener presentes en este mundillo!» Solté el aire poco a poco, me quité los zapatos sin desatarlos y me volví hacia Quinn con ganas de charlar, pero mi mortífero gigante ya estaba roncando. Una persona capaz de dormirse tan rápidamente, sobre todo en un momento así, es digna de admiración.

Me costaba conciliar el sueño; me sentía atrapado dentro de aquel avión de lujo. E impotente. Retenido en aquella cápsula metálica no podía hacer nada con respecto a Janet, a Monica, a Kathleen o a la bomba del hotel. Ni siquiera podía leer el libro que había empezado en el vuelo de ida: la explosión había destruido todas mis cosas. Tamborileé sobre la mesa de madera nudosa y busqué un periódico con la mirada. Me puse a hojear un ejemplar de la revista
People
, con la esperanza de que Augustus no me pillara in fraganti, pero me costó concentrarme. Después de sobrevivir a una explosión sabiendo que más de cien personas no habían tenido la misma suerte, costaba concentrarse en los rumores sobre un posible chupetón en el cuello de Paris Hilton.

Estaba como una moto. Miré la hora por tercera vez desde la llamada de Lou y una vez más traté de dormirme, pero la monótona vibración de los turboventiladores no dejaba de fastidiarme. Tamborileé otra vez e intenté pensar en qué clase de relación podría existir entre Joe DeMeo y Victor, si es que la había. Luego me planteé cómo sisarle veinticinco millones a Joe DeMeo. A continuación di vueltas al problema que suponía encontrar y matar a Monica Childers, en caso de que no estuviera ya criando malvas.

Hasta entonces nunca me había costado concentrarme en asuntos de trabajo, pero en ese momento, atrapado en aquel entorno, no encajaba nada. ¿Qué cosas digo? ¡El entorno! ¡Qué coño el entorno! No era por eso. Sabía exactamente cuál era el problema: daba igual que estuviera en la cama con Lauren, despidiéndome de Jenine o muerto de asco en un avión de lujo, porque al final siempre acababa pensando en Kathleen. Su risa contagiosa y su personalidad cautivadora me habían llegado al alma y ardía en deseos de saber qué podría haber pasado entre nosotros. En fin, la cosa se había acabado y probablemente no había solución. Kathleen había hecho bien al dejarme, porque en el fondo yo no valía más que Ken Chapman. Los dos habíamos conseguido hacerle daño, cada uno a su manera.

De todos modos, no lograba quitármela de la cabeza.

32

—¡Ay, papá, gracias a Dios que no te ha pasado nada! A ver, ya me lo imaginaba, pero cuando pasa una cosa así no puedo evitar preocuparme.

Llevábamos cuarenta y cinco minutos de vuelo y después de ese rato ya me había sentido lo bastante tranquilo como para volver a poner la batería en el móvil. Pensar en el chaval que había salvado antes y en su probable hermana, la que no había sobrevivido, me había llevado a acordarme de Kimberly, de lo mucho que la quería.

—¿Papá? ¿Te encuentras bien?

Y de la suerte que tenía de contar con ella.

—¿Papá?

Kimberly no estaba al tanto de los detalles de mi trabajo, pero con los años Janet había ido contándole bastantes cosas. Tenía una vaga idea de que había matado gente cuando estaba en la CIA y sabía que mi cargo actual guardaba relación con el contraterrorismo. Sin embargo, hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo mucho que le había hecho aguantar. No me había dado cuenta de que cada vez que estallaba una bomba o se hundía un puente mi hija automáticamente sufría por mí, temiendo que estuviera herido o muerto.

—Te quiero, Kimberly —dije—. Siento que te hayas preocupado.

—Bueno, al menos esta vez has llamado.

Me sentí culpable. Hasta entonces había pensado que lo lógico sería que llamara Janet, la tranquilizara primero a ella y luego me pasara a Kimberly. Era una chica tan centrada que siempre acababa considerándola a ella la madre y a Janet la hija.

—Me encuentro bien —dije—. ¿Qué tal tu madre?

—Estoy preocupada, papá. ¿Esa bomba del hotel ha sido un atentado? ¿Va a haber más?

Miré el monitor en color empotrado en la pared. Indicaba la velocidad del avión, la altitud y la hora prevista de llegada. Íbamos bien. Si la información era correcta, llegaríamos a Virginia antes de las doce de la noche.

—Aún no sabemos mucho de lo del hotel —aseguré—, pero el Departamento de Seguridad Nacional hace todo lo que está en su mano para evitar que haya más violencia.

—Ay, papá —gruñó Kimberly—, hablas igual que esa tonta del FBI que ha salido por la tele. Que soy tu hija. Es increíble que no confíes en mí y no me cuentes lo que pasa de verdad.

Kimberly iba a segundo de secundaria. Era imposible que le diera la información confidencial que me exigía. Si se lo contaba a algún amigo y corría la voz, había gente indeseable que podría seguir la pista hasta ella, y entonces su vida y la de Janet correrían peligro. Como no podía permitirlo, decidí cambiar de tema.

—¿Por qué no estás en el instituto?

—¡Lo sabía! —exclamó—. ¡Estás en la costa Oeste! Aquí ya es de noche. Además, seguro que no tienes ni idea —añadió—, pero es la semana blanca.

—Ah. Yo creía que eso era en diciembre.

—Lo de diciembre son las vacaciones de Navidad —suspiró.

Quería a mi hija, pero su acusación había dado en la diana. No me implicaba como padre. Quizás algún día tendría la oportunidad de hacerlo, o al menos eso me repetía una y otra vez. Era consciente de que Kimberly se sentía abandonada y la culpa era exclusivamente mía. Tenía la intención de ponerle remedio a aquello en un futuro cercano, pero eso supondría pasar mucho tiempo con ella, y en aquel momento de mi vida no disponía de él. No era un padre completamente ausente; la veía una o dos veces al año, pero en la práctica Kimberly no podía contar conmigo.

Una vez más iba a defraudarla. Sabía que Janet no pasaba por su mejor momento y me veía obligado a preguntarle a Kimberly por ella. En concreto, me intrigaba saber si su madre le había contado que había roto con Chapman. Decidí tirarme a la piscina.

—¿Qué tal van los preparativos de boda?

—Bien. Supongo —respondió tras una breve pausa.

—¿Ya han mandado las invitaciones?

—No, aún no están en esa fase.

—¿Y tú? ¿Has elegido un vestido de dama de honor?

—Eso se hace después.

—¿Te molesta hablar conmigo de este tema?

—¿A ti qué te parece? Preferiría que no se casara, ¿vale? Preferiría que no me preguntaras nada. Preferiría teneros cerca a los dos. Si tanto te interesa su boda, ¿por qué no se lo preguntas directamente?

Oí voces de adolescentes de fondo.

—¿Dónde estás? —pregunté—. ¿En el centro comercial?

Mi hija emitió un ruidito de tristeza, de los que una jovencita no debería tener que hacer nunca. Aquello me dijo que según su punto de vista no sólo no daba pie con bola como padre, sino que era un caso perdido.

—Tú llama a mamá —replicó, y sin más colgó.

Janet me consideraba pernicioso. Su opinión sobre nuestro matrimonio era contundente: había sido el peor error de su vida. Si alguien le diera la oportunidad de cambiar el pasado, habría elegido vivir en pecado y dejarme plantado el día mismo del nacimiento de la niña.

Era el primero en reconocer que las cosas no habían ido siempre de maravilla, pero bueno, ¿en qué matrimonio pasa eso? Atribuía los malos momentos a mis horarios desquiciados, al alto grado de tensión que comportaba mi trabajo, a que a veces era presa de los nervios, al hueco que tenía en el pecho donde normalmente habría habido un corazón, a la falta de la comprensión y el tacto que la mayoría de la gente espera encontrar en su cónyuge, y a la depresión que había sufrido cuando la oportunidad de matar gente en nombre de la CIA había acabado tan bruscamente.

No obstante, en los últimos años me había vuelto mejor persona. Hacía tiempo que era mucho menos temperamental y buscaba la oportunidad de demostrar a Janet lo mucho que había cambiado desde el divorcio. Y no porque (como había dicho Lauren) quisiera recuperarla, que no quería, sino por Kimberly, que se acercaba a la edad en la que contar con un padre a su lado era más importante que nunca. Lo único que pretendía era alcanzar un punto en el que Janet lograra encontrar algo bueno que contarle sobre mí a nuestra hija.

Miré a Quinn con la esperanza de que no se despertara en mitad de una discusión entre Janet y yo. Tener que contarle a Lou el encuentro con Jenine ya me había parecido bastante violento. Me animé y marqué el número de mi ex.

—¿Se puede saber qué quieres? —espetó, como si llevara varias horas de mala leche y de repente hubiera topado conmigo.

Preferí pasar por alto su tono, consciente de que para tratar conmigo le hacía falta cierta preparación mental. No la culpaba por estar a la defensiva. Según su psiquiatra, ni siquiera habiéndose divorciado de mí había logrado vaciar «la represa llena de sufrimiento irresuelto a raíz de la relación».

Su pregunta era oportuna. ¿Qué quería en realidad? En el fondo, supongo que me hacía ilusiones de que la ruptura con Chapman sirviera de algún modo como catalizador para una amistad. Quizás ella lo había meditado y se había dado cuenta de que el malo no era yo, de que al alertarla sobre los defectos de Ken mi intención había sido proteger a ambas. Si no hubiera tenido a Quinn al lado, podría haber mencionado como si nada algunas de las cosas buenas que había hecho desde el divorcio, por ejemplo, el hecho de que aquella tarde había ayudado a salvar varias vidas. Se me ocurrió que quizás apreciaría más mi carácter si se lo contaba.

—¿Te has enterado de la bomba que estalló en un hotel de Los Ángeles? —pregunté.

—¿Cómo? ¿Has sido tú?

O quizá no.

—Joder, Janet.

—¿Eso quiere decir que sí?

Janet no era la mujer más hermosa que había conocido, en términos de belleza clásica, pero sin duda sí la más guapa que me había declarado su amor. Aunque a algunos no les habrían dicho nada sus labios finos y crueles ni sus rasgos muy marcados, a mí el conjunto había llegado a atraerme con locura.

—Está claro que te pillo en mal momento —comenté.

—¿Lo dices en serio? ¡Cualquier momento que dedique a hablar contigo es malo, cabronazo! —chilló—. ¡Preferiría pasar diez días atada en una máquina que me chupara la vida antes que diez segundos hablando contigo!

Y colgó.

Me quedé pensando en sus palabras. Lo de la máquina que le chupara la vida. ¿Podría construirse un aparato así? En caso afirmativo, ¿cómo funcionaría? ¿Qué dimensiones tendría? ¿Cuánto costaría? ¿Tendría algún valor como instrumento de tortura? Me costaba imaginarme algo mejor que el ADS. En aquel momento ya era relativamente portátil, pero el ejército trabajaba en una versión de mano que podría estar operativa en cuestión de meses. Además, con el ADS el dolor era instantáneo, lo mismo que la recuperación. Tras comparar las dos cosas mentalmente, no me quedaba más remedio que situar el ADS muy por encima de la idea de una máquina que chupara la vida. Claro que lo más probable era que Janet no hubiera oído hablar del ADS.

Eso sí, preferiría hablar conmigo antes que exponerse al rayo del ADS, de eso estaba seguro.

Seguí pensando en ella y en los buenos momentos que habíamos vivido. Luego pulsé otro número de marcación rápida para quitarme de la cabeza la imagen de su cuerpo consistente y sus piernas firmes y esbeltas.

Sal Bonadello respondió como siempre:

—Qué. —Era más una afirmación que una interrogación.

—Háblame de Victor —pedí.

—¿De quién?

—Que soy yo, joder.

—¿El colgado que vive en los desvanes?

—El mismo.

—¿Dónde estás? —preguntó.

Me lo imaginé mirando al techo, preguntándose si me tenía encima de la cabeza. Me habían contado que unos meses antes había despertado de una pesadilla y vaciado su revólver de seis balas contra el techo del dormitorio mientras gritaba mi nombre.

—Tranquilo. Estoy volando, por encima de Colorado.

Quinn empezaba a moverse. Quizá llevaba ya un buen rato despierto y había preferido dejarme llamar a Janet y Kimberly con calma. Con Augustus Quinn nunca podías adivinar qué diablos podía estar pensando en un momento dado.

—Me he enterado de lo de Nueva Jersey —dijo.

—Cualquiera diría que te has llevado un chasco.

—No, qué va. Lo que está claro es que cuesta encontrar gente que sepa darle bien al gatillo, ¿no?

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