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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

Es por ti (6 page)

Cuando descendieron, descubrieron que los otros dos coches a los que acompañaban, y que se les habían adelantado, y el resto del grupo ya deambulaba por el exterior del templo.

—¿Otra iglesia? —se quejó Pedro cuando se acercaron—. Pero si acabáis de ver la de Deba. Y, vista una, vistas todas. ¿Quién viene a refrescarse un poco a esa bonita taberna de la esquina? —sugirió deseoso de que alguien se le uniera.

Luz se separó del grupo.

—Yo no tengo calor. Y, además, después de que hemos venido hasta aquí, no nos vamos a quedar fuera. Yo voy a entrar —aseguró y se acercó con paso resuelto a la única entrada que parecía abierta.

La puerta, coronada por un frontón renacentista, no iba en consonancia con la sobria apariencia del resto del edificio.

Otras cinco personas la siguieron: Cristina, Arturo, Martín, David y Leire. El resto decidió que tomar el aperitivo era mucho más atractivo que visitar un edificio viejo, húmedo y oscuro.

Los goznes de la puerta chirriaron cuando Luz la empujó. Uno a uno, cruzaron el umbral en silencio. No había nadie, ellos eran los únicos visitantes. El día no estaba claro y la luz que irradiaban las lámparas era demasiado tenue como para iluminar los rincones del edificio.

Se desperdigaron por el interior. Luz y Leire se pasearon por los laterales para examinar las capillas y, poco a poco, se fueron acercando hacia el ábside. Un hermoso retablo dorado, que ocupaba gran parte del mismo, se erguía delante de ellas. En la zona superior, una reproducción de un barco antiguo amenazaba con caerse en cualquier momento encima de quién tuviera la osadía de permanecer debajo.

Luz quería ver con detenimiento la talla femenina de la virgen que ocupaba el centro del retablo, pero dudaba si sería correcto subir hasta el altar. Antes de que pudiera decidirse, sintió una presencia a su lado.

—“La Virgen de Itziar, patrona de los navegantes, es una de las imágenes más veneradas del País Vasco” —leyó Martín en la guía turística que tenía entre las manos. Luz estiró el cuello para ver cuál era el libro que leía, pero Martín hizo un pequeño movimiento y se acercó—. “La talla románica, de pequeño tamaño y situada en el centro de un magnífico retablo plateresco, data del siglo XIII y es considerada una de las representaciones de la virgen más bellas de la iconografía vasca. El Niño, que está en el centro del regazo...”

Cuando finalizó la lectura, cerró el volumen y se lo ofreció con una sonrisa.

Ella dio un respingo y se giró sorprendida. ¿Cuándo habían enterrado el hacha de guerra? Buscó a Leire y la vio al fondo de la nave central, hablando con David y con Arturo. Respiró más tranquila. Nadie les miraba. La lectura apenas había durado un minuto y nadie les había visto.

—¿Subimos? —murmuró Martín a dos centímetros de su oído.

Su tono de voz era suave como el terciopelo y chispeante como una botella de champán recién abierta. Y a ella le encantaban las burbujas.

—Sí —obedeció, hipnotizada por aquellos ojos brillantes.

Martín comenzó a subir la escalera que los separaba del retablo. Luz lo siguió. Salvaron los tres escalones y rodearon el altar. Él metió una moneda en un cajetín de la pared izquierda. Ella oyó un sonido metálico y dos enormes focos iluminaron el retablo. De cerca, era mucho más impresionante que desde abajo. Paseó la mirada por las imágenes hasta que tropezó con la Virgen. Y en cuanto la miró, se quedó prendada de ella y de la expresión de su cara. La virgen y el niño sonreían a quien los observaba, como si quisieran transmitir parte de la paz de su espíritu.

Luz tuvo que reprimirse para no cogerla, metérsela en el bolso y desaparecer con ella sin que nadie se diera cuenta.

Cuando descubrió que estaba pensando en qué lugar de su casa la podría colocar, decidió que sería mejor para todos, incluida la virgen, alejarse un poco.
O haré saltar todas las alarmas
.

Retrocedió unos pasos, bajó las escaleras, se aproximó al primero de los bancos y se sentó en él.

Luz no se consideraba, ni por asomo, una persona religiosa ni siquiera, como bien sabía su hermana, sensible al arte, pero los templos la atraían. Mejor dicho, la fascinaban. Aquella penumbra, la casi total oscuridad, le parecía relajante. Disfrutaba de su aparente decadencia, de la humedad que subía por las paredes y las cubría con un manto verde. Le encantaba sentirse inundada por el intenso olor a cerrado, del aroma de la cera y del humo que flotaba en el aire. Le hechizaban los rayos que entraban por las vitrinas y creaban otro astro en mitad del suelo mientras dejaban el resto de su alrededor en total oscuridad. Gozaba cuando las motas de polvo ascendían hacia aquellos haces de luz como sopladas por ángeles imaginarios. Se embelesaba recorriendo con los ojos la dureza de las inmensas columnas que se elevaban para explotar en enormes palmeras. Se deleitaba al examinar las violentas escenas de los capiteles románicos y la elegancia de la naturaleza tallada en los góticos. Le impresionaba la magnitud de los muros, que le sugería imágenes de sangrientas batallas. Y se encandilaba con las tallas, como la que tenía delante. Casi siempre era vírgenes solitarias o madres abnegadas, que sostenían al niño en el regazo. Eran simples trozos de madera, pero que irradiaban una serenidad que a veces envidiaba.

No, no era una persona religiosa, pero le gustaba sentarse en un banco y escuchar. Escucharse a sí misma en medio de aquella quietud.

Y resultaba que uno de sus
pecados
inconfesables era que le gustaba entrar en las iglesias. Nadie lo sabía, nunca lo había declarado.

Cuando se encendió de nuevo la iluminación, Luz salió de sus pensamientos. Martín había instalado detrás del altar un pequeño trípode al que había acoplado una cámara que disparaba sin cesar. El pequeño ruido del diafragma al cerrarse se escuchaba a la perfección desde donde ella estaba. Tiró una tanda, movió el soporte y volvió a empezar desde otro ángulo.

Lo observó hacer su trabajo. Martín apartó el trípode a un lado y se colgó la cámara del cuello. Miraba por el visor sin descanso y, para solaz de Luz, se agachaba, se inclinaba, se arrodillaba, se ponía de nuevo de pie, y todos esos gestos con aquellos gastados vaqueros puestos, con aquella camiseta gris claro que marcaba sus movimientos como si de un guante se tratara. Y todo ello con aquellos labios que se humedecía con la punta de la lengua a cada momento, en un gesto involuntario.

Luz no conseguía apartar los ojos de él, hasta que la pilló desprevenida cuando, como atendiendo una llamada, Martín se dio la vuelta, la enfocó y le sacó una foto.

Luz supo que la había sacado en su peor momento: embelesada.

Capítulo 4

—¡Qué gusto llegar a casa! —exclamó Luz dejándose caer en plancha sobre el sofá.

Leire se había empeñado en acompañarla a pesar de que ella había insistido para que la dejaran en la Plaza de Zabalburu, como hacían otras veces en las que salían juntos.

—Ya te vale. Lo primero que haces es tumbarte. Cualquiera diría que te has pasado todo el fin de semana cavando en la mina —le riñó su amiga mientras se aproximaba a la ventana para tirar de la cinta de la persiana.

La casa de Luz era un pequeño apartamento que esta había alquilado hacía ya años en el barrio de Irala. Aunque el piso no era muy lucido, el hecho de estar en la última planta de un edificio de cinco alturas hacía que fuera muy luminoso. Además, había sabido crear un ambiente muy acogedor con pocos muebles. Leire se encontraba muy a gusto en aquel pequeño espacio. Solo tenía dos pegas. La primera eran los noventa y tantos escalones que había que salvar desde la puerta del portal hasta el cómodo sofá color teja que su amiga había instalado en medio de la sala, y la segunda, que en el momento en el que se abría la puerta de la calle, los vecinos podían ver hasta lo que estabas cocinando.

—No te creas, que pasar el día tratando de molestar a los que te rodean resulta agotador —bromeó.

—Yo pensaba que eso era algo que te salía natural —comentó David desde la puerta, en un alarde de sinceridad.

—David, ¿tú no habías quedado con Íñigo para tomar algo?

La voz de Leire sonó demasiado inocente, pero David no fue lo suficiente perspicaz como para notarlo.

—No, no he hablado con él desde...

La mirada que Leire echó en dirección a Luz fue de lo más reveladora. Y, por fin, David cayó en la cuenta de que su novia le quería lejos de allí.
Momento de confidencias
.

—Recuerda que te llamó ayer —apuntó ella.

—¡Es cierto! Se me había olvidado —dijo a la vez que se daba una palmada en la frente de forma teatral. Decidido, abrió la puerta y salió a la escalera—. Vuelvo en...

—¿Una hora? —sugirió Leire.

—Una hora.

Leire le mandó un beso y una gran sonrisa a espaldas de su amiga. Él la miró resignado y cerró la puerta. Luz se había sentado y buscaba el mando de la tele entre los cojines. Leire se colocó a su lado.

—¡Aquí está! —exclamó con el aparato en la mano.

Pulsó el primer botón y en la televisión parpadeó la señal luminosa. La voz llegó antes que la imagen.

—¿Quieres una cerveza?

Se levantó de un salto para dirigirse a la cocina, sin atender al locutor. Leire la siguió de cerca. Sacó un taburete de debajo de la mesa mientras su amiga rebuscaba en la balda superior del frigorífico y se sentó en él.

—¿Me lo vas a contar?

Luz se dio la vuelta poco a poco con un par de latas de Estrella Damm en la mano.

—No sé de qué estás hablando —dijo cautelosa mientras colocaba las cervezas encima de la mesa.

—No te hagas la sueca. ¿Me vas a contar qué asunto te traes entre manos con Martín? —preguntó impaciente a la vez que la observaba abrir un armario y coger un par de vasos.

—¿Con Martín? Si apenas lo conozco —mintió confiando en que su amiga se diera por vencida con aquella observación.

—Claro, por eso le odiabas el otro día y por eso esta mañana lo he pillado en tu habitación mientras tú te vestías.
Porque apenas lo conoces
.

—Yo me he vestido en el cuarto de baño. ¡Él ha entrado sin mi permiso! —declaró molesta y dejó los vasos sobre la mesa con un golpe—. Además, yo no tengo porqué darte explicaciones sobre mi vida personal.

—¡Hombre! Esto se pone interesante. Confiesas que hay algo. Venga, suelta por esa boquita —insistió Leire a la vez que inclinaba la lata y miraba cómo la esponjosa espuma subía por el tubo de cristal—. ¿No tendrás por ahí unos cacahuetes?

Luz se alarmó. Aquello era un mal presagio. Leire no tenía intención de marcharse.

—No te vas a largar ¿no?

—No hasta que me entere de todo —la desafió—. Así que ya sabes, empieza por el principio y no acabes hasta que llegues al final.

Su amiga se rindió a la evidencia.
Amigas
, suspiró y empezó a contar la historia de la bella princesa y del príncipe que se convirtió en sapo.

—Érase una vez, hace más de ocho años, una chica guapísima, listísima y simpatiquísima, o sea yo, a la que le presentaron un chico feo, serio y larguirucho.

—Es decir Martín.

—El mismo que viste y calza, pero en versión
acabo de salir de la adolescencia y no he roto un plato en la vida
. Aunque todo era cuento chino, ¡el muy...!

—Embustero —le ayudó Leire.

—Farsante, tramposo y falso —la corrigió Luz, elevando la voz.

—No te sulfures. Ya tendrás tiempo de insultarle después. Sigue.

—La princesa, o sea yo, acababa de poner fin a una relación de varios años, de cinco años para ser más exacta.

—Vamos, que lo habías dejado con tu primer novio.

Luz se sinceró.

—El muy desgraciado llevaba liado con una de mis amigas del barrio cuatro meses y yo me acababa de enterar.

—Y, entonces, Martín apareció en tu vida.

—Un compañero de la universidad, que me debía odiar, dicho sea de paso, se empeñó en que quedara con su grupo de amigos.

—Y uno de ellos era él.

—Exacto.

Leire se acordó del comentario sobre la bragueta de Martín que su amiga había hecho la primera vez que lo había visto y sonrió con maldad.

—Y te liaste con él —conjeturó.

—No exactamente —aclaró Luz y se irguió en su silla—. Me gustó, es verdad. Era de mi edad, pero parecía un yogurín, muy tiernecito.

—Y pensaste que sería una presa fácil, como si lo viera, pero te sacó los colmillos —se rio Leire.

Luz se puso seria.

—Ahora me acusarás de ser una
asaltacunas
. Yo estaba hecha polvo y necesitaba que alguien me diera un poco de cariño, aunque no fuera más que por una noche, y creí que Martín podría ser esa persona. —Leire la miró con ojos risueños y la frase
lo sabía
grabada en ellos—. Sí, me lié con él.

—Ya me lo imaginaba.

—¡Vaya concepto tienes de mí!

—En absoluto. Pero te conozco bien. Continúa.

—Total que aquella noche acabamos en el sofá de la casa de un primo suyo. —Leire abrió la boca, pero Luz levantó una mano y la hizo callar—. No me preguntes por qué tenía las llaves de aquella casa ni dónde se suponía que estaba el primo. No tengo ni idea. —Soltó una risilla mientras recordaba la escena—. Estaba demasiado ocupada intentando desabrocharle los botones de la camisa mientras él abría la puerta.

—¿Y?

—Y nada.

Leire se quedó perpleja.

—¿Cómo que nada?

Luz se levantó y caminó hasta el fregadero con pasos nerviosos. Apoyó las manos en él y dejó pasar unos segundos. Después, se dio la vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho antes de contestar.

—Que no pudo —aclaró ante la cara estupefacta de Leire—. Aunque él estaba un poco rígido al principio, después todo parecía ir bien, pero cuando llegó el momento... En resumen: un gatillazo.

Leire se quedó atónita.

—Lo apabullaste —sentenció antes de estallar en carcajadas—. Seguro que lo abrumaste con tu entusiasmo.

—¡Ahora resulta que la culpa fue mía! —Luz se estaba enfadando. Aquello no tenía ni pizca de gracia.
Como no deje de reírse, la echo de casa
—. ¿Quieres pararte de una vez? ¡Leire!

Leire intentó tranquilizarse un poco, sin embargo, volvía a estallar en risotadas cada vez que miraba a su amiga y se la encontraba enfurruñada como un perro pequinés.

—Ya me callo —aseguró cinco minutos después, más tranquila—. Pero sigo sin ver cuál es tu problema. Si él es el que tuvo el
inconveniente
¿por qué eres tú la que lo odia?

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