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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

Es por ti (5 page)

—Un día complicado —comentó David como por casualidad.

Oyó como entraba el aire en los pulmones de Martín a la vez que vio cómo se avivaba la brasa de su cigarro. Tuvo que esperar para oír la respuesta.

—Los he tenido mejores.

Mucho mejores
. Pasar un día entero intentando acercarse a una mujer para solucionar el problema que había entre ambos y ver cómo esta se escabulle de todas no es lo más adecuado para pasar un día relajado. Y ya, si uno se descubre con las manos atadas a la espalda y delante de un pelotón de fusilamiento, como le había sucedido hacía un rato, el resultado final era un día malo, rematadamente malo. Pésimo.

Había salido fuera a pensar un rato en lo que iba a hacer —¿qué necesidad tenía de quedarse aguantando los malos humos de una rencorosa que lo único que tenía en mente cuando le veía era fastidiarle la vida y dejarle en ridículo delante de los demás?—. Pero se lo había pensado bien y había vencido la tentación de coger el coche y largarse de allí. El resto del grupo le caía bien. No se marcharía. Haría frente a la situación. Encontraría el momento adecuado y aclararía las cosas con ella.

David no interrumpió sus pensamientos y durante diez minutos no hubo ningún comentario.

—¿Vamos adentro? —sugirió David.

Y, sin mediar palabra, se incorporaron y se encaminaron hacia la casa.

Al abrir la pesada puerta de madera, unos gritos entusiastas les llegaron desde la cocina.

—¡Tramposo! ¡Haz el favor de meter esa ficha de nuevo en casa!

—Ten piedad. Llevo un buen rato sin poder salir de aquí —rogó Pedro con cara de cordero degollado.

En medio de la mesa grande habían desplegado un enorme tablero de colores, y Cristina, Pedro, Arturo y Luz tiraban los dados y movían las fichas del parchís con frenesí, como si su futuro dependiera de ello.

—¡Otro seis! —Luz cogió la última de sus fichas rojas y contó—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y ¡seis! —Alzó los brazos en señal de victoria, se levantó y comenzó a gritar—. ¡Gané otra vez!

Arturo dejó caer los dados con desidia sobre la tabla.

—Paso de volver a jugar contigo. —Miró hacia las cuatro personas que estaban sentadas alrededor de ellos y que los miraban con envidia—. Os cedo el sitio.

Cristina se levantó en el mismo instante en el que Martín se dejaba caer en la silla más próxima a Leire.

—Yo me animo. Vengo dispuesto a romper la racha de la vencedora —amenazó guasón mientras alineaba las fichas verdes en el cuadrado que le correspondía.

Martín vio aparecer en los ojos de Luz un brillo especial ante el desafío.

—Ni lo sueñes —contestó con una sonrisa en la boca y tono amenazante en la voz.

Leire, que se había sentado y leía una revista distraída, levantó la vista y miró en dirección a su amiga.

—Es una buena chica —susurró solo para que él la oyera—. Un poco escandalosa. No sabe pasar desapercibida, pero es una persona excelente. De las que ya no quedan.

—Pues lo disimula muy bien.

En las dos horas siguientes, Luz ganó un par de partidas más y, después, comenzó a perder. A perder y a reírse. A reírse a carcajadas.

A Martín le sorprendió lo bien que se tomaba cada una de sus derrotas. Dada la forma en la que se había burlado de los vencidos hasta entonces, habría jurado que sería una pésima perdedora. Pero sucedió todo lo contrario. Se metía continuamente con los que iban por delante de ella, sin embargo, eran comentarios jocosos y divertidos que animaban a sus contrincantes.

—Gana Cristina otra vez —oyó a Luz que decía.

Martín miró el reloj. Pasaba la media noche. Llevaban más de dos horas jugando al parchís. La observó de nuevo. Parecía cansada y eso le daba una apariencia mucho más vulnerable.

Igual hasta puedo conseguir que nos tratemos con cordialidad, y seamos amigos
. Rectificó,
igual hasta puedo conseguir que nos tratemos con cordialidad
. Volvió a posar los ojos sobre ella y a Martín le entró la sensatez.
Igual hasta puedo conseguir que nos tratemos
.

—Me retiro —anunció ella—. Dejo la revancha para otro momento. Estoy muerta. Hasta mañana. Que durmáis como bebés —les deseó mientras se encaminaba hacia su habitación.

—Yo también me voy a acostar —murmuró Martín y abandonó la estancia detrás de ella.

El cuarto de Luz era el último de todos y quedaba separado del resto de las habitaciones por una vuelta del pasillo. Caminaba unos pasos por delante de él; estaba a punto de girar. Se le escabullía de nuevo.

—Luz —susurró en voz baja para que el resto del grupo no se enterara de que la había seguido.

¿Era solo una impresión o se había detenido un segundo? En ese momento, desapareció de su vista. Martín aceleró el paso y giró cuando llegó al fondo.

—Luz —volvió a repetir cuando la descubrió parada ante la habitación.

Ella no hizo amago alguno de haberle oído.

—Luz —llamó de nuevo.

Pero no había acabado aún de pronunciar su nombre cuando ella entró en su cuarto y cerró la puerta.

¿Pensará que se puede librar de mí tan fácilmente?

Levantó el puño en el aire y, cuando estaba a punto de golpear la madera con sus nudillos, escuchó el ruido del pestillo al cerrarse.

Ya tenía la contestación a la pregunta. Y le había quedado igual de claro que si se la hubiera gritado a la cara.

• • •

—¿Eres tú? —Luz habló al teléfono móvil, que estaba sobre la cama—. Que sepas que me has hecho salir de la ducha. Tengo el pelo lleno de jabón y estoy empapando la alfombra—. Detrás de mí hay un reguero de agua que parece el Amazonas en pleno deshielo.

—Ya no hace falta que te pregunte nada. Me acabas de contestar —dijo la voz de Leire desde el otro lado de la línea.

—¿Tienes la amabilidad de decirme cuál era la consulta?

—¿No estarás lista, por casualidad?

Le pareció que la voz de su amiga sonaba un poco... bastante... demasiado... ¿sarcástica?

—¡Hombre! Que se ha levantado la chiquilla con ganas de fastidiar al personal —gruñó mientras observaba el charco a sus pies.

Luz cortó la comunicación sin esperar respuesta.
Graciosilla
, murmuró con un gesto de burla antes de volar desnuda al refugio, lleno de vapor, que acababa de abandonar.

Pero cuando puso un pie sobre el primer azulejo, sus pies tomaron vida propia. Lo malo fue que decidieron que no querían seguir juntos. Para no caerse cuán larga era y destrozarse la espalda, echó mano a lo que tenía más cerca: un elegante lavabo color piedra contra el que hizo papilla el codo de su brazo derecho. Habría visto las estrellas que daban vueltas a su alrededor si no llega a ser porque no fue capaz de abrir los ojos cuando estos estaban inundados.

Fue bueno que se quedara sin respiración, de esa manera no pudo llorar y se dedicó a lo único que le indicaba su instinto: resoplar. Unas doscientas veces seguidas.

—¡Cuándo la pille, la mato! —chilló cuando consiguió ponerse en pie y volver a entrar en la ducha.

Cerró la mampara de cristal de un golpe con el brazo bueno y volvió a meterse debajo de la cascada de agua.

—¡Ah! —gimió de placer cuando sintió como se le calentaba de nuevo la piel—. Tenía que estar prohibido salir de casa por las mañanas sin este tratamiento. Sería la medicina ideal para los malos humores y... para los malos olores —se rio de su propia gracia.

Veinte minutos más tarde todavía no se había dignado a cerrar el grifo.
Como se enteren los ecologistas, me matan
. Prefería no pensarlo. Al fin y al cabo, un día era un día. Y ella aquella mañana se había levantado exultante. Estaba dispuesta a disfrutar de lo que quedaba del fin de semana.

Cerró el grifo con rapidez, cogió una toalla de la percha más cercana y salió de la bañera. Cuando le pareció que ya había dejado de gotear, se frotó el pelo con energía.

—¡Pasa! —gritó para acallar los golpes que escuchaba desde el otro lado de la puerta de la habitación—. ¡Pasa! —rugió de nuevo ante la insistencia de los porrazos.

Y salió del cuarto de baño dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes a Leire.

—¿Sabes que te has vuelto muy pesada? ¿Es que no tienes otra cosa que hacer esta mañana que tocarme las narices?

Luz continuó con lo que estaba haciendo. Se masajeó los mechones de pelo con la toalla para quitar toda la humedad cuando la puerta se abrió.

—¡Qué pasa! ¿No puedes desayunar si no es en mi compañía? Tenía la esperanza de que ahora que te habías echado un novio en condiciones, tuvieras una relación romántico-pegajosa y no te separaras de él ni para ir al baño, pero, por lo que veo, no puedes vivir sin mí.

Le extrañó el silencio de su amiga. Elevó la vista lo que pudo. Poco, teniendo en cuenta la postura. Y se encontró con unos pies enfundados en unos zapatos relucientes. No era de extrañar que Leire no contestara.

Como que no era ella.

—¡Mierda! —fue la única palabra que articuló.

Se quitó la toalla de la cabeza y se la puso por delante de los pechos. Y rezó para que le llegara al menos veinte centímetros por debajo del pubis.

Solo después, abrió los ojos. Y se olvidó de la intención de que aquel fuera uno de los mejores días de su vida. Imposible, después de ver aquellos ojos a punto de salirse de sus órbitas y la sonrisa socarrona pintada en aquella boca. Imposible, después de mirar a Martín a la cara y darse cuenta de que la había pillado en inferioridad de condiciones.

—Hola —dijo él, inmóvil.

Porque Martín se había quedado paralizado.

¿Hola? Esta es la segunda vez que hablo con ella después de ocho años ¿y es lo único que se me ocurre decirle?
Estaba con una mujer desnuda y mojada en una habitación con una cama enorme y ¿no podía pensar en otra cosa que no fuera en saludar?

—¿Qué haces aquí? —le interrogó Luz, aferrando el borde del escaso lienzo por encima de su pecho.

Ahora resulta que es un depravado y se tira encima de mí. Yo intento gritar, pero no me sale la voz y nadie me escucha, y va este energúmeno y me viola
.

—No me tendrás miedo, ¿no?

—¿Ahora te dedicas a entrar en las habitaciones de la gente sin pedir permiso?

—He llamado antes. Tú misma me has dicho que pasara.

—Sí, pero yo pensaba que eras...

—...otra persona. —Luz asintió. Martín dio dos pasos adelante—. Pues parece que has tenido la desgracia de abrir la puerta a un vendedor de enciclopedias y que se te instale en casa.

—¿Perdón?

Retrocedió.
¿Le estaba diciendo que no se pensaba marchar?
No, probablemente no había entendido bien.

—Te tengo atrapada. Esta vez no te escapas sin hablar conmigo, como hiciste anoche.

Él dio otro par de pasos, muy despacio. Luz se sintió como si estuviera delante de un león acorralando a su presa. Y la presa era ella.

—¿Anoche?

—Eres una actriz estupenda, pero no me engañas. Sabías que estaba ahí fuera —insistió mientras señalaba hacia la puerta.

Luz se rindió a la evidencia. Inspiró aire y lo expiró con lentitud. Esta vez no le iba a quedar más remedio que dar la cara. No tenía escapatoria posible.

—Si no te importa, prefiero ponerme algo encima —pidió y comenzó a caminar hacia un lado con mucho cuidado para que no se le moviera la tela con la que se cubría. Poco a poco, se fue acercando hacia el cuarto de baño.

Cuando cerró la puerta del servicio y vio su ropa plegada sobre el bidé dio gracias a Dios por tener la costumbre de vestirse en el baño. No se imaginaba qué hubiera sucedido si hubiera tenido que sacar los vaqueros del armario, la camiseta de la maleta y las bragas y el sujetador de la mesilla. Estaba claro que Martín se hubiera dado un buen festín a su costa. Se apoyó en la puerta y lanzó un fuerte suspiro.

Primera prueba superada
.

—Hay unas bonitas vistas desde aquí.

La voz de Martín le llegó ahogada desde el otro lado de la pared.

¿Qué le importaba a ella el paisaje? Tenía muchos problemas de los que preocuparse y saber si brillaba el sol o si pastaban las ovejitas en el campo no ocupaba el primer puesto de la lista de prioridades.

—Muy bonita —comentó abstraída mientras soltaba la improvisada vestimenta.

Apoyó las manos en la encimera e intentó tranquilizarse.

El espejo le devolvió el reflejo y deseó convertirse en Alicia para pasarse al otro lado del cristal y salir corriendo lo más rápido que las piernas le permitieran. Soltó una risita cuando imaginó la cara de lelo que se le quedaría a Martín si la fantasía se hacía realidad y desaparecía.

—¡Bluf! —sopló al cristal.

—¿Decías algo? —preguntó la voz de fuera.

Ella volvió la cabeza hacia el sonido.

—No, nada. Hablaba sola.

—¿Tan pronto? Todavía eres joven.

¿Se estaba riendo de ella?
Encima nos ha salido graciosillo
.

—Deben de ser los disgustos, que avejentan mucho —comentó en alto mientras echaba mano a la ropa interior.

No merecía la pena atrasarlo más. Tardar más en vestirse no iba a hacer desaparecer a aquel asaltador que la tenía secuestrada.

Estaba abrochándose el cierre del sujetador negro cuando, a lo lejos, le pareció escuchar el canto del ruiseñor. Salvada.

Se metió la camiseta por la cabeza a todo correr y cogió los pantalones. Solo se había metido una pernera y ya avanzaba hacia la puerta.

—He venido para ver si acababas de una vez —comentó una Leire estupefacta que no hacía más que mirar a Martín y después a Luz.

—Ya salía —contestó Luz resplandeciente echando una mirada altiva y retadora a su carcelero.

Se ató el último botón de los vaqueros y metió con rapidez los pies en las pantuflas que usaba para pisar por la habitación. Se colgó del brazo de su amiga, emocionada. Cuando abrió la puerta, miró hacia atrás con desdén.

—No olvides cerrar la puerta al salir.

El cazador cazado
, solo le había faltado llamarle Sebastián y dejarle una propina.

• • •

Martín aparcó el coche al lado de la pared lateral del Santuario de Itziar. Elevó la vista y atisbó por el parabrisas. Un enorme muro gris cubierto de musgo se alzaba en medio de un pequeño barrio, que apenas contaba con una veintena de casas. Más que una iglesia parecía una auténtica fortaleza.

—Ya hemos llegado —anunció a los otros tres ocupantes del vehículo por el espejo retrovisor.

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