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Authors: John Twelve Hawks

El Río Oscuro (2 page)

De la cazuela que hervía en el hornillo eléctrico salía una nube de vapor que empañaba el cristal de la ventana. En las noches frías como aquella, Alice tenía la impresión de vivir en una especie de cápsula espacial posada en el fondo de una laguna tropical. Si limpiaba el cristal, seguramente vería un pez de colores nadando entre el coral.

Como de costumbre, su madre había dejado la cocina en desorden: cuencos y cucharas sucios, restos de albahaca y un tarro de harina abierto esperando a los ratones. La negra trenza de Alice oscilaba de un lado a otro mientras se movía por la cocina guardando los alimentos y recogiendo las sobras. Fregó los cacharros
y
las cucharas y las colocó sobre un paño limpio, como si fuera instrumental quirúrgico. Cuando se disponía a devolver el tarro de la harina a su sitio, su madre bajó del dormitorio cargada con un montón de revistas de medicina.

La doctora Joan Chen era una mujer menuda, de pelo negro y corto. Era médico, y se había trasladado a New Harmony con su hija después de que su marido muriera en un accidente de coche. Todas las noches, antes de cenar, Joan se cambiaba los vaqueros y la camisa de lana por una falda larga y una blusa de seda.

—Gracias, cariño, pero no tenías por qué limpiarlo. Podría haberlo hecho yo... —Joan se sentó en una rústica silla de madera, delante del fuego, y depositó las revistas en su regazo.

—¿Quién viene a cenar? —preguntó Alice.

La gente de New Harmony compartía con frecuencia la cena con sus vecinos.

—Martin y Antonio. El comité de presupuestos tiene que tomar algunas decisiones.

—¿Has comprado pan?

—Pues claro —repuso Joan. Luego hizo un gesto con la mano, como si buscase en su memoria—. Bueno, creo que sí.

Alice rebuscó por la cocina y encontró una hogaza que parecía tener más de tres días. Encendió el horno, cortó la hogaza por la mitad, la frotó por ambos lados con un poco de ajo y la roció con un chorro de aceite de oliva. Mientras el pan se tostaba en el horno, puso la mesa y sacó una bandeja para servir la pasta. (Cuando hubo terminado, estaba decidida a acercarse a su madre para protestar por todo el trabajo que tenía que hacer, pero, en cuanto se dio la vuelta, Joan le cogió la mano y se la acarició.

—Gracias, cariño. Soy afortunada de tener una hija tan maravillosa como tú.

Los observadores ya estaban en sus posiciones en el perímetro de New Harmony, y el resto de los mercenarios acababan de salir de un motel de San Lucas. Boone envió un correo electrónico a Kennard Nash, el máximo responsable de la Hermandad. Unos minutos más tarde, le llegó la respuesta: «La acción de la que hemos hablado queda confirmada».

Boone llamó al chófer del todoterreno que llevaba al primer equipo.

—Procedan al Punto Delta. El personal debería tomarse ahora las píldoras PTS.

Cada mercenario llevaba una bolsa de plástico que contenía dos píldoras para el tratamiento del estrés postraumático. El personal a las órdenes de Boone las llamaba «las píldoras de la depre», y al hecho de tomárselas antes de entrar en acción, «prepararse para el bajón». Aquella medicación inmunizaba temporalmente contra posibles sentimientos de culpa o remordimiento a cualquiera que se viera inmerso en una situación de violencia.

Las primeras investigaciones sobre las PTS se habían realizado en la Universidad de Harvard, cuando los neurólogos descubrieron que en las víctimas de accidente que habían tomado un medicamento para el corazón llamado Propanolol el trauma psicológico era menor. Los científicos que trabajaban para la Hermandad en la Fundación Evergreen comprendieron enseguida el alcance del descubrimiento, y consiguieron que el Ministerio de Defensa les permitiera estudiar el efecto del compuesto en los soldados que entraban en combate. La medicación PTS inhibía las reacciones hormonales del cerebro al shock, al miedo y al rechazo. Y eso reducía notablemente la formación de recuerdos traumáticos.

Nathan Bone nunca se había tomado una píldora PTS ni ninguna otra medicación anti traumática. Cuando uno creía firmemente en lo que hacía, cuando uno estaba convencido de que hacía lo correcto, no había sentimiento de culpa.

Alice se quedó en su habitación hasta que los miembros del comité presupuestario llegaron para la cena. Martin Greenwald fue el primero: llamó suavemente a la puerta y esperó a que Joan abriera. Martin era un tipo de mediana edad, paticorto y con gafas gruesas. Había sido un hombre de negocios de éxito en Houston hasta que un día el coche se le estropeó en plena autopista y un hombre llamado Matthew Corrigan se detuvo para ayudarlo. Corrigan resultó ser un Viajero, un maestro espiritual dotado del poder de abandonar el cuerpo y viajar a otros dominios de la realidad. Pasó varias semanas charlando con la familia Greenwald y sus amigos; luego, los abrazó a todos y se marchó. New Harmony era el reflejo de las ideas de aquel Viajero, un intento de crear un nuevo estilo de vida alejado de la Gran Máquina.

Alice había oído hablar de los Viajeros a los otros chicos, pero no estaba segura de cómo funcionaba el asunto. Sabía que existían seis mundos diferentes llamados «dominios». Aquel mundo, con su pan recién horneado y sus platos sucios, era el Cuarto Dominio. El Tercer Dominio era un bosque lleno de animales mansos, y eso sonaba estupendamente; pero también había un dominio de fantasmas hambrientos, y otro donde la gente estaba siempre peleando.

El hijo de Matthew, Gabriel, tenía veintitantos años y era también un Viajero. En octubre pasó una noche en New Harmony acompañado de su guardaespaldas, una Arlequín llamada Maya. A principios de febrero, los mayores todavía hablaban de Gabriel, y los chicos seguían discutiendo sobre la Arlequín. Ricky Cutler decía que Maya seguramente había matado a docenas de personas y que conocía la variante del zarpazo del tigre: un golpe en el corazón del adversario, y caía fulminado. Alice había decidido que la Variante del Zarpazo del Tigre no era más que un cuento que circulaba por internet. Maya era sin duda una persona real, de carne y hueso, una joven de pelo negro y misteriosos ojos azules que llevaba al hombro una espada enfundada en un tubo de metal.

Unos minutos después de la llegada de Martin, Antonio Cárdenas llamó a la puerta y entró sin esperar a que le abrieran. Antonio era un hombre apuesto
y
de porte atlético que había sido contratista en Houston. Cuando el primer grupo se instaló en el cañón, él construyó los tres molinos de viento que suministraban electricidad a New Harmony. Todos los miembros de la comunidad lo apreciaban, y algunos de los chicos incluso llevaban el cinto de las herramientas ladeado, como él.

Los dos hombres sonrieron a Alice y le preguntaron cómo le iban las clases de violonchelo. Luego, se sentaron todos a la mesa de roble, que como la mayoría de los muebles provenía de México. Sirvieron la pasta, y los adultos empezaron a plantear los asuntos ante el comité de presupuestos. New Harmony había ahorrado el dinero suficiente para comprar un sofisticado sistema de acumuladores para almacenar energía eléctrica. Con el sistema que tenían, cada familia disponía de una estufa, una nevera y dos hornillos. Más acumuladores de energía significarían más aparatos eléctricos; quizá no fuera buena idea.

—Creo que es mejor que sigamos teniendo las lavadoras en el centro comunal —dijo Martin—. Y no creo que necesitemos máquinas de café y hornos microondas.

—No estoy de acuerdo —intervino Joan—. De hecho los microondas consumen menos electricidad.

Antonio asintió.

—Es cierto, y a mí me gustaría tomarme un
cappuccino
por las mañanas.

Mientras recogía los platos sucios de la mesa, Alice echó una mirada al reloj que había encima del fregadero. En Arizona era miércoles por la noche, eso significaba que en Australia era martes al mediodía. Su clase de violonchelo empezaría dentro de diez minutos. Los mayores no le prestaron atención cuando se puso su largo abrigo, cogió el instrumento y salió.

Seguía nevando. Las suelas de goma de sus botas crujían sobre la nieve mientras caminaba hacia la puerta exterior. Un muro de adobe de casi dos metros rodeaba la casa y el jardín que hacía las veces de huerto. Servía para mantener a distancia a los ciervos y otros animales. El año anterior, Antonio les había instalado un portón de madera en el que había tallado escenas del jardín del Edén. Si uno se acercaba lo suficiente a la oscura madera de roble podía ver a Adán y a Eva, un árbol y una serpiente.

Alice abrió el portón y pasó bajo la arcada. El sendero que recorría el cañón hasta el centro comunal estaba cubierto de nieve, pero eso no la molestaba. La linterna de queroseno con la que se iluminaba oscilaba de un lado a otro mientras caían los copos de nieve. Un blanco manto cubría los pinos y la parda montaña, y había convertido un simple montón de leña en lo que parecía un oso dormitando.

El centro comunal se componía de cuatro grandes edificios en torno a un patio central. Uno de ellos era el colegio superior, para los estudiantes de más edad, con ocho aulas diseñadas para la enseñanza
on line.
En el almacén había un
router
conectado por cable a una antena parabólica situada en lo alto de la meseta. New Harmony carecía de línea telefónica, y los móviles no tenían cobertura en el cañón. La gente utilizaba internet o el teléfono vía satélite que había en el centro comunal.

Alice conectó el ordenador, sacó el violonchelo del estuche y se sentó en una silla de respaldo recto frente a la
web-cam.
Se conectó a internet y, al cabo de un instante, su profesora de música apareció en la gran pantalla. La señorita Harwick era una mujer mayor que antaño había tocado en la orquesta de la Opera de Sidney.

—¿Has practicado, Alice?

—Sí, señora.

—Hoy empezaremos con
Greensleeves.

Alice deslizó el arco sobre las cuerdas y la profunda vibración del instrumento la envolvió. Tocar el violonchelo hacía que se sintiese más grande, más importante, y era capaz de conservar esa sensación durante unas cuantas horas después de haber dejado de tocar.

—Muy bien —dijo la señorita Harwick—. Repasemos la segunda sección. Esta vez concéntrate en el tercer...

El monitor se apagó bruscamente. Al principio, Alice pensó que había pasado algo con el generador, pero las luces seguían encendidas y oía el ronroneo del ventilador del ordenador.

Mientras comprobaba los cables de conexión, la puerta se entreabrió con un chirrido y Brian Bates entró en la sala. Brian tenía quince años, ojos castaños y el pelo rubio le llegaba hasta los hombros. A Helen y a Melissa les parecía guapo, pero a Alice no le gustaba hablar de esas cosas. Ella y Brian eran amigos de las clases de música: él tocaba la trompeta y trabajaba con profesores de Londres y Nueva Orleans.

—Hola, Cheloísima, no sabía que esta noche vendrías a practicar.

—Se suponía que tenía clase, pero el ordenador se ha apagado de golpe.

—¿No has tocado nada?

—Claro que no. Me he conectado a internet y estaba con la señorita Harwick. Todo iba bien hasta hace un momento.

—No te preocupes. Lo arreglaré. Dentro de cuarenta minutos tengo clase con mi nuevo profesor de Londres. Toca con la Jazz Tribe.

Brian dejó el estuche en el que llevaba la trompeta y se quitó el chaquetón acolchado.

—¿Qué tal van las clases, Cheloísima? El jueves pasado te oí tocar. Sonaba de maravilla.

—Yo también debería ponerte un apodo —repuso Alice—. ¿Qué te parece Brianísima?

Brian se sentó ante el ordenador.

—«Isima» es femenino. Tendrás que pensar un poco más.

Alice se puso el abrigo; decidió que dejaría el violonchelo en el centro comunal y volvería a casa. Una puerta de la sala de ensayo daba a un cuarto trastero. Entró, pasó junto a un torno de alfarero, y dejó el instrumento apoyado en un rincón, protegido por dos sacos de plástico llenos de arcilla para hacer cerámica. Fue entonces cuando oyó una voz de hombre que provenía de la sala de ensayos.

Volvió hasta la puerta entreabierta, se asomó y lo que vio le cortó la respiración. Un hombre corpulento y barbudo apuntaba a Brian con un fusil. El desconocido vestía ropa de camuflaje, como los cazadores de ciervos que Alice había visto en la carretera de San Lucas. Llevaba la cara pintada de color verde oscuro y unas gafas especiales sujetas con una tira de goma. Se había alzado las gafas sobre la frente y las lentes le daban el aspecto de un monstruo con cuernos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre a Brian. Su tono era inexpresivo y neutro.

Brian no contestó. Apartó la silla lentamente y se levantó.

—Te he hecho una pregunta, colega.

—Soy Brian Bates.

—¿Hay alguien más en este edificio?

—No. Solo yo.

—¿Y qué estás haciendo?

—Intentar conectarme a internet.

El barbudo rió por lo bajo.

—Pierdes el tiempo. Acabamos de cortar el cable que conecta con la meseta.

—¿Quién es usted?

—Yo no me preocuparía por eso, colega. Si lo que quieres es hacerte mayor, echar un polvo, comprarte un coche y cosas como esas, lo mejor que puedes hacer es contestar a mis preguntas. ¿Dónde está el Viajero?

—¿Qué viajero? Nadie ha venido por aquí desde la última nevada.

El hombre le apuntó con el fusil.

—No te hagas el listo. Ya sabes a quién me refiero. Un Viajero pasó por aquí acompañado de una Arlequín llamada Maya. ¿Adonde fueron?

Brian cambió levemente el peso de pierna, como si se dispusiera a salir corriendo hacia la puerta.

—Estoy esperando a que me contestes, colega.

—Váyase a la mierda...

Brian saltó hacia delante, y el hombre barbudo disparó. El ruido fue tal que Alice dio un brinco y corrió a alejarse de la puerta. Permaneció unos minutos en la penumbra, con aquel ruido resonándole todavía en los oídos, y luego regresó a la luz. El hombre del fusil había desaparecido. Brian yacía de costado, como dormido, ovillado sobre un brillante charco de sangre.

El cuerpo de Alice era el mismo, pero ella —la muchacha que reía con sus amigas y tocaba el violonchelo— e sintió de repente mucho más pequeña. Era como si contemplara el mundo exterior desde el interior de una estatua hueca.

Voces. Corrió a refugiarse en las sombras justo cuando el asesino de Brian regresaba acompañado de otros seis hombres. Todos llevaban la misma ropa de camuflaje y auriculares con un pequeño micrófono cerca de la boca. Cada hombre portaba un tipo diferente de fusil, pero todos llevaban un visor de rayos láser incorporado al cañón. El jefe del grupo —un tipo mayor, con el pelo corto y gafas de montura de acero— ablaba en voz baja por el micro. Asintió y desconectó el transmisor que llevaba sujeto al cinto.

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