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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (4 page)

Tarzán no volvió a ver a ninguno de los personajes de aquel pequeño drama, del que en realidad sólo había vislumbrado unas escenas más bien insignificantes, hasta el atardecer del último día de viaje. Entonces se encontró de cara con la dama, cuando ambos se acercaban a sus respectivas tumbonas de cubierta, procedentes de dirección contraria. La muchacha le saludó con una agradable sonrisa y aludió acto seguido al incidente en el camarote de la joven, del que Tarzán fue testigo dos noches antes. Era como si a la mujer le hubiese estado preocupando el temor de que Tarzán pudiese considerar sus relaciones con individuos de la ralea de Rokoff y Paulvitch como algo que personalmente repercutía de forma negativa en ella.

—Confío en que monsieur no me juzgue —aventuró la dama— por el desdichado suceso del martes por la noche. Lo he pasado muy mal por culpa de ello… Desde entonces, esta es la primera vez que me he aventurado a salir de mi camarote. —Concluyó sencillamente—. ¡Me he sentido tan avergonzada!

—Uno no juzga a la gacela por los leones que la atacan —repuso Tarzán—. Ya había visto anteriormente actuar a esos dos canallas… En el salón de fumadores, el día antes de que la agrediesen a usted, si la memoria no me falla. Y conocer sus métodos me permite tener el convencimiento de que su enemistad es suficiente garantía de la rectitud del ser sobre el que la vuelcan. Los tipos como ellos sólo se mantienen fieles a lo que es abyecto y odian siempre a lo más noble, a lo sublime.

—Muy amable al expresarlo así —volvió a sonreír la muchacha—. Ya me enteré de esa cuestión de la partida de cartas. Mi esposo me refirió toda la historia. Se hizo lenguas especialmente de la bravura y fortaleza fisica de monsieur Tarzán, con el que ha adquirido una inmensa deuda de gratitud…

—¿Su esposo? —articuló Tarzán en tono de interrogación.

—Sí, soy la condesa De Coude.

—Me considero suficientemente recompensado, madame, al saber que presté un servicio a la esposa del conde De Coude.

—Ah, monsieur, mi deuda con usted es tan enorme que ni siquiera soy capaz de albergar la esperanza de poder pagarla algún día, por lo que le ruego que no añada más obligaciones…

Le sonrió con tal dulzura que Tarzán pensó que, sólo por el placer de recibir la bendición de aquella sonrisa, un hombre podría intentar tareas y empresas infinitamente más importantes que las que había cumplido él.

No volvió a verla en el transcurso de aquel día y, con el ajetreo y nerviosismo del desembarco, tampoco la vio durante la mañana siguiente, pero cuando se despidieron en cubierta, el día anterior, Tarzán observó algo en la expresión de los ojos de la mujer que le dejó impresionado, algo que le obsesionaba. En aquella expresión flotó la melancolía, mientras comentaban la rapidez con que se traba amistad a bordo de un buque que cruza el océano y la idéntica facilidad con que esa amistad se quiebra y se pierde para siempre.

Tarzán se preguntaba si volvería a ver alguna vez a la condesa De Coude.

Capítulo III
Lo que ocurrió en la rue Maule

A su llegada a París, Tarzán se dirigió de inmediato al domicilio de su viejo amigo, D'Arnot, donde el teniente de la Armada le obsequió con una severa reprimenda por su decisión de renunciar al título y a las propiedades que le correspondían como hijo de John Clayton, el difunto lord Greystoke.

—Debes de estar loco, amigo mío —dijo D'Arnot—, al arrojar por la borda no sólo la fortuna y la posición social que te corresponden, sino también la oportunidad de demostrar al mundo, más allá de toda duda, que por tus venas circula la sangre aristocrática de dos de las familias más ilustres de Inglaterra… en lugar de la sangre de una mona salvaje. Resulta inconcebible que hayan podido creerte… y más aún el que también te creyera la señorita Porter.

»Yo no lo creí en ningún momento, ni siquiera allí, en aquella región salvaje de la selva africana, cuando desgarrabas con los dientes la carne de las bestias que habías cazado y después te limpiabas las manos grasientas en los muslos. Ni siquiera entonces, antes de que surgiese el más leve indicio que pudiera demostrar lo contrario, tuve la menor duda de que te equivocabas al dar por hecho que Kala era tu madre.

»Y ahora, contando con el diario de tu padre, en el que relata la terrible existencia que tu madre y él llevaron en aquella salvaje costa africana, así como las circunstancias de tu nacimiento, y disponiendo de la prueba más concluyente de todas, la impresión de tus huellas digitales cuando eras niño, a mí me parece increíble que prefieras seguir siendo un vagabundo que carece de nombre y que está a dos velas.

—Con el nombre de Tarzán tengo bastante —respondió el hombre-mono— y en cuanto a lo de vagabundo que está a dos velas, no tengo la menor intención de seguir así. La verdad es que ahora me propongo rogarte, aun a riesgo de abusar de tu generosa amistad y con la esperanza de que esta sea mi última petición, que me busques un empleo.

—¡Venga, venga! —se lo tomó a broma D'Arnot—. Sabes perfectamente que no iban por ahí los tiros. ¿No te he dicho docenas de veces que tengo dinero suficiente para veinte hombres y que la mitad de lo que tengo es tuyo? Y aunque lo traspasara todo a tu nombre, mi señor Tarzán, eso no representaría ni una décima parte del valor que concedo a tu amistad. ¿Pagaría los favores y la protección que me prestaste en África? No se me olvida, amigo mío, que a no ser por ti y por tu fabuloso valor, yo habría muerto atado a aquella estaca de la aldea de caníbales de Mbonga. Como tampoco olvido que gracias a tu abnegado sacrificio logré recuperarme de las heridas mortales que me causaron los salvajes… Descubrí posteriormente parte de lo que significó para ti permanecer a mi lado en aquel centro de reunión de los monos, mientras tu corazón te acuciaba a dirigirte a la costa sin perder un segundo.

»Cuando por fin llegamos a la playa de la cabaña y descubrimos que la señorita Porter y toda la partida se habían marchado, empecé a comprender algo de lo que habías hecho por un completo desconocido. Y conste que no trato de compensarte con dinero, Tarzán. Lo que ocurre es que, en estos momentos, dinero es lo que necesitas, pero si fuese sacrificio lo que debiera ofrecerte, igualmente estaría dispuesto a facilitártelo… mi amistad siempre la tendrás a tu disposición, porque nuestros gustos e inclinaciones son similares y porque te admiro. De otra cosa qui7ás no pueda disponer, pero de dinero sí que dispongo y no voy a dejar de hacerlo…

—Bueno —rió Tarzán—, no vamos a pelearnos por dinero. He de vivir, de modo que necesitaré dinero, pero mucho más satisfecho me sentiré si tengo algo en qué entretenerme. La forma más convincente que tienes de demostrarme tu amistad es encontrar un empleo que pueda desempeñar… Si no, el ocio va a acabar conmigo en cuatro días. Por lo que se refiere a mis derechos de nacimiento, están en buenas manos. Nadie puede acusar a Clayton de que me ha despojado de ellos. Cree de verdad que es el auténtico lord Greystoke y, desde luego, existen muchas probabilidades de que desempeñe el papel de lord inglés infinitamente mejor que un hombre que ha nacido y se ha criado en la selva africana. Ya sabes que, incluso a estas alturas, apenas estoy a medio civilizar. En cuanto la cólera se apodera de mí empiezo a verlo todo rojo, se despiertan los instintos de la fiera salvaje dormidos dentro de mí, que a las primeras de cambio me dominan y se llevan por delante la delgada capa de cultura y refinamiento.

»Por otra parte, de haber sacado a relucir mi verdadera identidad, hubiera desposeído a la mujer que amo de las riquezas y la posición social que su matrimonio con Clayton le garantiza. ¿Podía hacer yo una cosa así? ¿Podía, Paul?

Continuó, sin aguardar la respuesta de su amigo:

—La cuestión de mi linaje no tiene gran importancia para mí. Tal como me he criado, no considero que un hombre o un animal tenga otro valor que el que le confieren su capacidad intelectual y las proezas que realice utilizando sus condiciones físicas. Y me siento tan feliz con la idea de que mi madre fue Kala como lo sería imaginándome que lo era la desdichada e infeliz jovencita inglesa que murió un año después de que me alumbrase. Kala fue siempre buena conmigo, a su modo fiero y salvaje. Me amamantó en sus peludos pechos a partir de la muerte de mi madre. Me defendió frente a los bestiales habitantes de la foresta y los despiadados miembros de nuestra tribu, y luchó contra ellos con la ferocidad que imbuye un auténtico amor maternal.

»Y yo la quería, Paul. No me di cuenta de hasta qué punto la quería hasta que me la arrebató aquel maldito venablo y aquella flecha envenenada del guerrero negro de Mbonga. No era más que un chiquillo cuando ocurrió, y me arrojé encima del cadáver y lloré sobre él con toda la angustia que un niño puede sentir al ver a su madre muerta. A tus ojos, amigo mío, pudiera parecer una criatura fea y repulsiva, pero para mí era un ser hermoso… ¡Tan magníficamente transfigura las cosas el cariño! Y me siento lo que se dice satisfecho y orgulloso de ser durante toda mi vida el hijo de Kala, la mona.

—No voy a admirarte menos por tu lealtad —dijo D'Arnot—, pero llegará un día en que te alegrarás de reclamar lo que te pertenece. Acuérdate de lo que te digo. Y esperemos que entonces te resulte tan fácil como lo sería ahora. Has de tener en cuenta que en el mundo sólo hay dos personas en condiciones de dar fe de que el esqueleto pequeño encontrado en la cabaña, junto a los de tu padre y tu madre, pertenecía a un mono antropoide de corta edad y que tal cadáver no era el del hijo de lord y lady Greystoke. Es una prueba de suma importancia. Las dos personas a que me refiero son el profesor Porter y el señor Philander, ambos bastante ancianos y cuya existencia no se prolongará muchos años más. Por otra parte, ¿no se te ha pasado por la cabeza la idea de que, al conocer la verdad, la señorita Porter rompería su compromiso con Clayton? Entonces conseguirías fácilmente tu título, tus propiedades y la mujer de la que estás enamorado, Tarzán. ¿No se te había ocurrido eso?

Tarzán denegó con la cabeza.

—No la conoces —dijo—. Nada podría inducirla con más fuerza a cumplir su palabra que cualquier infortunio que le sobreviniese a Clayton. Procede de una antigua familia del sur de Estados Unidos, y los sureños se enorgullecen de su lealtad, la tienen a gala.

Tarzán dedicó los quince días siguientes a renovar los escasos conocimientos de París adquiridos anteriormente. Durante el día visitaba bibliotecas, galerías de arte y museos de pintura. Se había convertido en un lector voraz y el universo de posibilidades que desplegaba ante él aquel foco de cultura y sabiduría casi llegaba a abrumarle cuando consideraba la partícula infinitesimal que de aquel cúmulo inmenso de conocimientos humanos podía asimilar un hombre, tras una vida entregada al estudio y la investigación. Consagraba el día a aprender cuanto le era posible, pero las noches las dedicaba al solaz, el esparcimiento y la diversión. No había tardado mucho en comprobar que, en el terreno de las distracciones nocturnas, París no era menos fértil que en el de la cultura.

Pero si fumaba demasiados cigarrillos y bebía más ajenjo de la cuenta, ello era debido a que aceptaba la civilización tal como se le presentaba y a que hacía las mismas cosas que veía hacer a sus hermanos civilizados. Aquella era una existencia nueva y seductora y, por si fuera poco, Tarzán albergaba en el pecho una gran pesadumbre y un inmenso anhelo que sabía no iba a satisfacer jamás, motivo por el cual buscaba en el estudio y la crápula —los dos extremos— el olvido del pasado y la inhibición a la hora de considerar el futuro.

Estaba una noche sentado en una sala de fiestas, dedicado a sorber su ajenjo y a admirar el arte de cierta famosa bailarina rusa, cuando percibió la mirada de un par de perversos ojos negros que, al paso, se detuvieron fugazmente sobre él. El hombre dio media vuelta y se perdió entre la multitud, para desaparecer por la salida del establecimiento antes de que Tarzán pudiese echarle una buena ojeada. No obstante, el hombre-mono tuvo el convencimiento de que había visto con anterioridad tales ojos y que si aquella noche se habían clavado momentáneamente en él no fue por azar. Llevaba algún tiempo con la extraña sensación de que le espiaban, y el instinto animal, tan acusado en su interior, fue lo que le impulsó a volver la cabeza tan rápidamente y sorprender los ojos mientras le observaban.

Antes de abandonar el local, sin embargo, el asunto se le había olvidado. Tampoco reparó Tarzán en el individuo de tez morena que se apresuró a hundirse entre las sombras del portal situado frente a la entrada de la sala de fiestas, resplandeciente de luz.

Tarzán lo ignoraba, pero no era la primera vez que le seguían a la salida de los lugares de esparcimiento que visitaba, aunque rara vez lo hacían cuando iba acompañado. No obstante, aquella noche D'Arnot tenía otro compromiso y Tarzán estaba solo.

Al tomar la acostumbrada dirección que le llevaba desde aquella zona de París hasta su domicilio, el hombre que le espiaba abandonó su escondite del otro lado de la calle y se adelantó a paso ligero.

Por la noche, en su camino de vuelta a casa, Tarzán solía pasar por la rue Maule. Era una calle sombría y silenciosa, que le recordaba su querida selva africana, cosa que era improbable que ocurriese con las bulliciosas y alegres vías urbanas que la rodeaban. Si estáis familiarizados con París, recordaréis lo lúgubre, angosta y poco recomendable que es la rue Maule. Si no lo conocéis, os bastará con preguntar a la policía para enteraros en seguida de que en todo París no hay calle que más convenga evitar una vez oscurecido.

Aquella noche, se había adentrado Tarzán unas dos manzanas por entre las espesas sombras de los escuálidos, viejos y destartalados inmuebles que se alzaban a ambos lados de la calle cuando llamaron su atención los gritos y chillidos que sonaban en un cuarto del tercer piso de una casa de la acera contraria. Era una voz femenina. Antes de que se hubiesen apagado los ecos de los primeros alaridos, ya estaba Tarzán subiendo velozmente la escalera de aquella casa y precipitándose a todo correr por los oscuros pasillos, en auxilio de la mujer en apuros.

En el extremo del pasillo de la tercera planta había una puerta entreabierta y a través de la rendija llegó a Tarzán de nuevo la misma angustiada petición de socorro que le había atraído desde la calle. Casi instantáneamente se encontró en el centro de una habitación a media luz. En la repisa de una alta y anticuada chimenea, la llama de una vieja lámpara de petróleo lanzaba una tenue claridad sobre una docena de repulsivas figuras. Salvo una de ellas, todas pertenecían a hombres. La única mujer allí presente se andaría por los treinta años y su rostro, en el que las bajas pasiones habían dejado profundas huellas, sin duda debió de ser bonito en una época ya algo lejana. Se había llevado una mano a la garganta y permanecía encogida contra la pared del fondo del cuarto.

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