Read El puente de los asesinos Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (2 page)

Y díjeme a mí mismo: «No me engaño
,

esta ciudad es Nápoles la ilustre
,

que yo gocé sus hembras más de un año».

Aquella mañana, cuando llegamos ante la posada donde vivía el capitán, cargados con nuestros sacos de soldados y abriéndonos paso entre la gente que atestaba las calles abigarradas del cuartel español, un hombre que aguardaba apoyado en la pared frontera se apartó de ella y vino hacia nosotros. Vestía de negro, como abogado o funcionario, no ceñía espada y se cubría con sombrero de ala corta. Su aspecto recordaba a esos cuervos siniestros a los que sueles encontrar junto a jueces e inquisidores, escribiendo renglones que no tardarán en complicarte la vida. Entre las primeras cosas que yo había aprendido junto al capitán, bien a mi costa, se contaba recelar menos de quienes se limpian las uñas con cuchillos de diversas hechuras —unos para cortar bolsas, otros para matar puercos y otros para matar a personas— que de esa ralea vestida de negro, hábil en cebar horcas, cárceles y cementerios con una pluma de ave, un tintero y unas resmas de papel.

—¿Es vuestra merced Diego Alatriste?

Su acento era buen español, sin rastro de italiano. Lo miramos con la natural desconfianza, sin dejar de mascar los trozos de escamoza que habíamos comprado a un quesero por el camino. Una cosa era que un camarada te diese la bienvenida al bajar de la galera, señalando alegre la puerta de una taberna, y otra bien distinta encontrar a un pájaro de mala sombra pronunciando tu nombre y apellido. Observé que el capitán se ponía tenso y dejaba el petate en el suelo, mientras sus ojos glaucos recorrían al individuo de arriba abajo.

—¿Y qué, si lo soy?

—Tengo instrucciones para conduciros conmigo.

Bajo el ala ancha del chapeo que le ensombrecía el rostro aguileño, tostado por el sol griego, vi endurecerse los rasgos de mi antiguo amo. Su mano izquierda fue a apoyarse, como al descuido, en el pomo de la toledana que llevaba al cinto.

—¿A dónde?

Me miró el individuo, dubitativo, mientras yo consideraba todo aquello rápidamente. Acabé descartando un mal paso que tuviese como próxima etapa la cárcel de Santiago o la Vicaría. Nadie que conociese el nombre de Diego Alatriste —y por consiguiente la reputación que lo sostenía— iba a encargar a un solo hombre que lo llevase allí donde no quisiera ir. Para esos lances solían mandarle los corchetes de seis en seis, armados con más hierro que Vizcaya.

—Es asunto particular —dijo—. Y sólo concierne a vuestra merced.

—¿A dónde? —repitió el capitán, impasible.

Un silencio. El hombre vestido de negro ya no parecía tan seguro de sí. Me dirigió otro vistazo rápido antes de encarar de nuevo los ojos fríos que lo observaban bajo el ala ancha del sombrero.

—A Piedegruta... Alguien desea veros.

—¿Es asunto oficial?

—Podría serlo.

Con estas últimas palabras sacó un papel doblado y lacrado del bolsillo y se lo entregó al capitán. Rompió éste el sello, echó un vistazo, y yo, que me había apartado ligeramente por no parecer indiscreto —aunque me quemaba en ganas de meter el hocico—, lo vi pasarse dos dedos por el mostacho. Al cabo dobló el papel, se lo guardó en la faltriquera y estuvo pensativo un instante. Luego se volvió hacia mí.

—Te veré luego, Íñigo.

Asentí, desilusionado. Le conocía el tono y no hubo más que decir. Despidiéndome con un gesto, seguí camino petate al hombro, cuesta arriba, rumbo a Monte Calvario; en cuyo barracón militar, junto a Jaime Correas y otros camaradas, se alojaba también Aixa Ben Gurriat, al que todos llamábamos moro Gurriato: el mogataz azuago que se había alistado en la infantería española tras la cabalgada de Oran. Seguía siendo un pintoresco y peligroso personaje, particularmente afecto al capitán Alatriste. Durante el tiempo que corseamos en la
Mulata
había tejido con nosotros una lealtad aún más singular y estrecha; aunque el fondo de sus pensamientos, con aquella estoica serenidad que lo caracterizaba a la hora de encarar la vida y la muerte o considerar los actos de los hombres, seguía siendo un misterio para mí. Añadiré, ya que andamos en ello, que completaba nuestro rancho de amigos en la ciudad —el capitán Alonso de Contreras estaba por esas fechas de gobernador en Pantelaria— el aragonés Sebastián Copons, que no había embarcado en la
Virgen del Rosario
porque servía de caporal con la guarnición del castillo del Huevo. Por aquel tiempo pasó también unos días en Nápoles, aunque sólo de camino, Lopito de Vega, hijo del gran Lope, que ya tenía su patente de alférez. Nos habíamos holgado mucho de encontrarlo otra vez, pues era un bravo muchacho; aunque nuestra alegría estuvo empañada por su reciente viudez de la joven Laura Moscatel, arrebatada por unas calenturas malignas a poco del matrimonio. El hijo del Fénix de los Ingenios volverá a aparecer en el curso de la presente historia, así que hablaremos de él más adelante.

Diego Alatriste bajó del carruaje y miró en torno, desconfiado. Tenía por sana costumbre, antes de entrar en un sitio incierto, establecer por dónde iba a irse, o intentarlo, si las cosas terminaban complicándose. El billete que le ordenaba acompañar al hombre de negro estaba firmado por don Esteban Espinar, sargento mayor del tercio de Nápoles, y no admitía discusión alguna; pero nada más se aclaraba en él. Así que Alatriste estudió los alrededores antes de encaminarse al caserón de tres plantas que se levantaba en el lado derecho de la vía Piedegruta, cerca de la playa. Conocía el lugar por ser sitio de las afueras frecuentado por los españoles en fiestas y romerías. Había algunos ventorrillos agradables entre los casales y arboledas de las faldas del Posílipo, la casa de la Torreta quedaba al otro lado del camino, y la iglesia de Santa María al final de éste, cerca de la entrada a la antigua y famosa cueva que desde tiempo de los romanos daba nombre al paraje. A esa hora, el lugar estaba poco transitado: unas mujeres volvían con cántaros de agua de la fuente cercana y un zapatero remendón manejaba su lezna bajo un toldo de rayas blancas y azules, en la esquina de la rampa vieja de San Antonio.

—Sígame vuestra merced.

El caserón tenía casi todos los postigos cerrados. El eco doble de los pasos —las botas de Alatriste, sobre todo— parecía prolongarse hasta el infinito. Su interior mal ventilado, oscuro a trechos, estaba dispuesto con muebles viejos, situados de cualquier manera junto a paredes de pinturas desconchadas, restos de un antiguo esplendor. En el primer piso, al final de la escalera se prolongaba un corredor ancho y largo con puertas a uno y otro lado, a cuyo extremo se abría un salón muy iluminado por el sol. Parecía la única estancia confortable de la casa: cuadros en las paredes y alfombra de dibujo oriental sobre suelo de baldosas. Frente a una chimenea grande y apagada, una mesa de escritorio, con cuatro sillas dispuestas a los lados, estaba cubierta de libros y papeles. También había un candelabro de cinco brazos, una frasca de vino y dos copas de cristal tallado. Algo más allá, junto a una ventana por la que se distinguían, lejos, las torres de Mergelina y el campanario de Santa María del Parto, dos hombres en pie conversaban envueltos en el fuerte contraluz del exterior.

—Con su permiso, Excelencia —dijo el hombre de negro.

Se había detenido en el umbral, sombrero en mano. Lo mismo hizo Diego Alatriste, destocándose cuando una de las dos siluetas recortadas en el resplandor de la ventana se volvió hacia él, moviéndose a un lado: se trataba de un caballero de mediana edad, buena traza y mejores ropas. Su rostro le era desconocido, pero no pasó por alto, aparte el tratamiento de Excelencia, la empuñadura de oro de martillo de la espada que llevaba al cinto, los botones de esmeraldas en su jubón de terciopelo de color violeta y la cruz de Calatrava bordada sobre el pecho. Inmóvil, las manos a la espalda, el hombre estuvo mirando un buen rato a Alatriste, en silencio. Tenía el pelo crespo y corto muy salpicado de canas, como el bigote y la barba estrecha y apuntada.

—Habéis tardado un poco —dijo al fin.

El tono era de fastidio. Arrogante. Tras considerarlo un momento, Alatriste se encogió de hombros.

—Vengo de lejos —respondió.

—El puerto no lo está tanto.

—La costa griega, sí —no pestañeó en la breve pausa—. Excelencia.

Arrugó la frente el otro. Saltaba a la vista que no era el tono al que estaba acostumbrado, pero a Alatriste eso le importaba un diente de ajo. Dime tu nombre, pensó sin despegar los labios, o tu título, y barro el suelo con el fieltro. Pero vengo demasiado cansado para jugar a las adivinanzas en vez de estar en la posada, quitándome la sal y la mugre en una tina con agua caliente. O para satisfacerme con el Excelencia a secas, dicho por un funcionario al que tampoco conozco, que nada me cuenta y que el diablo se lleve.

—Nos dijeron que vuestra galera amarró de madrugada —comentó el caballero, desabrido.

Alatriste encogió los hombros de nuevo. Le habría divertido la situación, quizás, de no mirar de reojo, de vez en cuando, al otro hombre inmóvil en el fuerte contraluz de la ventana. Su silencio lo inquietaba. Reunión de pastores, recordó, oveja muerta. En tales casos, la oveja solía ser él.

—Un soldado no baja a tierra cuando quiere, sino cuando lo dejan bajar.

Lo estudió el otro con mirada crítica, silenciosa. Alatriste observó que se fijaba con detenimiento en las cicatrices de su rostro y sus manos, y en los roces y mellas que rayaban la cazoleta de acero de su espada. Después, Su Excelencia —quienquiera que fuese— movió la cabeza muy despacio. Reflexivo.

—Aquí lo tenéis —dijo al fin, volviéndose a medias hacia el hombre oculto por el contraluz de la ventana.

Entonces se movió éste; y cuando el resplandor del sol se deslizó sobre su cabeza y sus hombros, descubriéndolo, Alatriste reconoció a don Francisco de Quevedo.

—Venecia —concluyó Quevedo.

Había estado hablando durante un buen rato sin que nadie lo interrumpiese. El otro caballero había permanecido en silencio, apoyado con actitud distinguida en el dintel de la chimenea: una mano en la cadera, sobre la empuñadura de la espada, y una copa de vino en la otra. Displicente, pero sin apartar los ojos del soldado que seguía inmóvil en el centro de la habitación.

—¿Alguna pregunta? —dijo ahora.

Volvió un poco el rostro hacia él Diego Alatriste, considerando en sus adentros cuanto acababa de oír.

—Muchas —respondió.

—Pues atendámoslas una por una.

Alatriste miró de nuevo a Quevedo. Asentía el poeta, amistoso como siempre, cual si la misma víspera hubieran despachado juntos un azumbre de San Martín de Valdeiglesias en la taberna del Turco. Lo grave de la conversación no le disimulaba los viejos afectos.

—¿Por qué vuestra merced, don Francisco?

Se acentuó la sonrisa del poeta. Tenía más canas, y marcas de fatiga en la cara. Sin duda había sido el suyo un largo esfuerzo: de Madrid a embarcar en Cartagena, y luego el mar con vientos difíciles, hasta Nápoles. Y los años no pasaban en balde. Para nadie.

—Antes que éste hice catorce viajes a Italia, durante mi amistad con el difunto duque de Osuna, don Pedro Téllez Girón... Me sirvieron de estudio. Mi situación actual en la Corte ha hecho que algunos recuerden los pasados servicios. Mis contactos y experiencia. Y recurran a mí para ciertos aspectos de un asunto delicado... Un negocio importante y secreto.

Tenía que serlo, dedujo Alatriste. Muy importante y muy secreto: lo suficiente para recurrir a don Francisco de Quevedo. Todos estaban al corriente de la estrecha relación que, como embajador y consejero del duque de Osuna, el poeta había tenido, años atrás, con el desgraciado Pedro Téllez Girón cuando éste, virrey de España en Sicilia y luego en Nápoles, era punta de lanza de la monarquía española en el Mediterráneo y azote implacable de turcos y venecianos. Después, la caída en desgracia de Osuna —a la que ni envidias de la Corte ni oro de la Serenísima fueron ajenos— había arrastrado a Quevedo, que tardó mucho tiempo en recobrar el favor real merced a su creciente privanza con el entorno de la reina Isabel y a la necesidad que de su pluma, afilada y letal, tenía el conde-duque de Olivares.

—El norte de Italia es clave, querido capitán —prosiguió el poeta— Y lo es para todos: España, Francia, Saboya, Venecia... Los españoles necesitamos mantener, desde Lombardía, el camino propio y seguro que permita llevar por tierra nuestros tercios a Flandes. En cuanto a los franceses, siguen requemados de envidia por nuestra presencia en Milán. Por su parte, Saboya continúa desatinada por el Monferrato, inolvidable pretensión de su codicia. Y los venecianos mantienen su inquieta ambición sobre el Friuli, donde quieren usurpar los puertos que tiene el emperador...

Se había acercado a la mesa, donde entre los papeles que allí había, iluminados por el rectángulo de luz de la ventana, extendió un gran mapa de la península italiana. Tras calarse los lentes, que pendían de un cordón de la botonadura del jubón negro, sus dedos recorrieron de abajo arriba la franja en forma de bota entre los mares Adriático y Tirreno: extensas posesiones españolas de Sicilia y Nápoles, al sur, y el estado de Milán, al norte, además de la isla de Cerdeña y los presidios costeros toscanos, la región del Finale en la costa ligur y el fuerte de Fuentes al pie de los Alpes. Un formidable despliegue político y militar al que sólo podían hacer sombra los tres grandes estados italianos adversarios de la hegemonía española: los del papa, Saboya y Venecia.

Other books

A Traveller in Time by Alison Uttley
Reddened Wasteland by Kyle Perkins
Adam by Ariel Schrag
No Time for Heroes by Brian Freemantle
Once Burned by Suzie O'Connell
Pack Law by Lorie O'Clare
Dawn of a New Day by Gilbert Morris


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024