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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (7 page)

Este suceso casual la armó instantáneamente de un plan que valía más que todas sus maquinaciones combinadas. Al punto se puso febril pero silenciosamente, a trabajar, a encender de nuevo su vela, diciéndose: «Si entonces lo hubiera visto lo habría sabido. Desde aquel día, cuando era pequeño, en que la pólvora estalló en su cara, no ha sido sobresaltado de pronto, ni de sus sueños ni de sus pensamientos, sin llevarse las manos a los ojos, como lo hizo aquel día, y no como lo harían otros, con las palmas hacia dentro, sino siempre con las palmas hacia fuera. Lo he visto cien veces, y no ha variado nunca ni fallado nunca. ¡Sí, pronto lo sabré, ahora!».

Para esto se había escurrido hacía el niño dormido con la vela tapada con la mano. Cuidadosamente, con cautela, se inclinó sobre él, casi sin respirar, en su reprimida excitación, y de pronto le acercó la luz a la cara y golpeó el suelo con los nudillos junto al oído del niño. Los ojos de éste se abrieron asombrados, y dirigió una mirada perpleja en torno, pero no hizo ningún movimiento especial con sus manos.

La pobre, mujer fue herida sin compasión por la sorpresa y el dolor, pero consiguió ocultar sus emociones y calmar al niño hasta dormirlo de nuevo. Luego se deslizó aparte y habló consigo misma, lastimosamente, sobre el desastroso resultado de su experimento.

Trataba de creer que la locura de su Tom había desaparecido su habitual ademán, pero no podía conseguirlo.

—No —se dijo—; sus manos no están locas, no podrían haber olvidado en tan poco tiempo un hábito tan viejo. ¡Oh, es un triste día para mí!

No obstante, la esperanza era ahora tan pertinaz como antes lo había sido la duda; no podía aceptar el veredicto de la prueba. Tenía que intentarlo de nuevo —el fracaso debe haber sido sólo un accidente—. Así despertó al niño una segunda y una tercera vez, a intervalos, con el mismo resultado que arrojó la primera prueba; luego se arrastró hasta su cama y se durmió angustiada, diciendo:

—¡Pero no puedo renunciar a él, oh, no, no puedo, no puedo; debe ser mi hijo!

Habiendo cesado las interrupciones de la pobre madre, y habiendo perdido gradualmente los dolores del príncipe su poder de perturbarlo, por fin la extrema fatiga cerró sus ojos en un sueño profundo y reparador. Transcurrió hora tras hora, y siguió durmiendo como un bendito. Así pasaron cuatro o cinco horas. Entonces su sopor empezó a aligerarse. De pronto, entre despierto y dormido, balbuceó:

—¡Sir William!

Y al cabo de un momento:

—¡Hola, sir William Herbert! Ven acá y escucha el sueño más raro que… ¡Sir William! ¿Escuchas? ¡Vaya! He soñado que me convertía en mendigo, y… ¡Hola! ¡Guardias! ¡Sir William! ¡Cómo! ¿No hay aquí ningún ayuda de cámara? ¡Ah!… A fe mía que…

—¿Qué te aqueja? —preguntó un susurro junto a él—. ¿A quién llamas?

—A sir William Herbert. ¿Quién eres tú?

—¿Yo? ¿Quién habría de ser sino tu hermana Nan? ¡Ah, Tom! Se me había olvidado. Estás todavía loco. ¡Podré niño! Estás todavía loco. ¡Que no hubiera despertado de nuevo para verlo! Pero te ruego que controles tu lengua, si no, nos matarán a todos a golpes.

El asustado príncipe se incorporó parcialmente de un salto, pero un filoso recuerdo de sus doloridos miembros lo hizo volver en sí y se hundió de nuevo en la sucia paja con un gemido y la exclamación:

—¡Ay de mí! ¡Entonces no era un sueño!

En un momento toda la grave pena y la miseria que el sueño había desterrado cayeron de nueva sobre él, y comprendió que ya no era un príncipe mimado en un palacio, con los adoradores ojos de una nación en él, sino un mendigo, un paria, vestido de harapos, prisionero en un antro digno solo de animales y viviendo con mendigos y ladrones.

En medio de su dolor cobró conciencia de alegres ruido y voces, en apariencia sólo, a una o dos manzanas de distancia. Al momento se sintieron varios golpes a la puerta; Juan Canty cesó de roncar y dijo:

—¿Quién llama? ¿Qué quieres? Una voz contestó:

—¿Sabes, sobre quién has dejado caer tu garrote?

—No. Ni lo sé ni me importa.

—Puede que pronto cambies de opinión, y si quieres salvar tu cuello, sólo huyendo puedes salvarte. En este momento el hombre está entregando el espíritu. ¡Es el cura, el padre Andrés!

—¡Dios santo! —exclamó Canty. Despertó a su familia y ordeno ásperamente—: ¡Arriba todos y huyamos, o quedaos aquí a morir!

Apenas cinco minutos más tarde la familia Canty estaba en la calle, y huyendo para salvar la vida. Juan Canty asía al príncipe por la muñeca y lo hacía correr por el oscuro camino haciéndole en voz baja esta advertencia:

—¡Cuidado con tu lengua, loco insensato, y no digas nuestro nombre! Yo tomaré un nombre nuevo, de inmediato, para engañar el olfato de los perros de la ley. ¡Cuidado con tu lengua, te lo ordeno!

Gruñó estas palabras al resto de la familia:

—Si por casualidad nos separamos, que cada cual vaya al Puente de Londres; el que llegue hasta la última tienda de ropa del Puente, que espere allí a los demás, luego todos juntos huiremos a Southwark.

En ese momento la partida salió de repente de la oscuridad a la luz, y no sólo a la luz, sino al centro de una multitud de gentes que cantaban, bailaban y vociferaban apiñadas en el frente del río. Había una hilera de fogatas que se extendía por ambos lados del Támesis hasta donde alcanzaba la vista. El Puente de Londres estaba iluminado, lo mismo que el Puente de Southwark. Todo el río brillaba con los fulgores y el lustre de las luces de colores; y constantes estallidos de fuegos artificiales llenaban los cielos con una intrincada mezcla de esplendores y de una espesa lluvia de chispas deslumbrantes que casi convertían la noche en día; por doquiera, había grupos de juerguistas; todo Londres parecía estar allí.

Juan Canty lanzó un furioso juramento y ordenó la retirada, pero era demasiado tarde. Él y su tribu fueron devorados por aquella abigarrada colmena humana e irremediablemente separados unos de otros en un instante. No estamos considerando al príncipe parte de la tribu; Canty seguía reteniéndolo con el puño. El corazón del príncipe latió acelerado por la esperanza de escaparse. Un fornido barquero, bastante excitado por el licor, fue empujado rudamente por Canty en su esfuerzo por abrirse paso a través de la multitud; puso su enorme mano en el hombro de Canty y dijo:

—¿Dónde tan de prisa, amigo? ¿Corrompes tu alma con asuntos sórdidos cuando todos los hombres leales y fieles están de fiesta?

—Mis asuntos son míos; no te conciernen —respondió Canty ásperamente—. Quita la mano y déjame pasar.

—Pues ésa es tu índole, no pasarás hasta que hayas bebido a la salud del Príncipe de Gales; yo te lo mando —dijo el barquero cerrándole resueltamente el paso.

—¡Dame la copa, pues, y apresúrate, apresúrate!

Para entonces se había despertado el interés de otros juerguistas, que exclamaron:

—¡La copa, la copa! Haced que el bribón malgeniudo beba en la copa, si no, lo echaremos de pasto a los peces.

Trajeron una enorme copa; el barquero, asiéndola por una de sus asas y con su otra mano sosteniendo el extremo de una servilleta imaginaria; se lo presentó a Canty de manera cumplida y tradicional. Este tuvo que asir el asa contraria con una de sus manos y quitar la tapa con la otra, conforme a la antigua costumbre,
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lo cual dejó un segundo las manos libres al príncipe, desde luego. No perdió el tiempo, sino que se sumergió entre el bosque de piernas que lo rodeaba y desapareció. Un momento después no habría sido más difícil de hallar, bajo aquel agitado mar de vida, si sus oleadas hubieran sido las del Atlántico y el niño una moneda perdida.

Pronto se dio cuenta de esto, y al instante se ocupó de sus propios asuntos, sin acordarse más de Juan Ganty. Se dio cuenta también de otra cosa, a saber, que un fingido Príncipe de Gales estaba siendo festejado por la ciudad, en su lugar. Fácilmente coligió que el niño mendigo, Tom Canty, se había aprovechado deliberadamente de aquella estupenda oportunidad y se había convertido en usurpador.

Por consiguiente, no podía seguir más que un rumbo: encontrar el camino hacia el Ayuntamiento, darse a conocer y denunciar al impostor. También resolvió que a Tom se le debería conceder un tiempo razonable para la preparación de su ánima, y después ser colgado, arrastrado y descuartizado, conforme a la ley y el uso de la época, en casos de alta traición.

XI
En el Ayuntamiento

La falúa real, seguida de su espléndida flotilla, se encaminó majestuosamente por el Támesis abajo entre la maraña de botes iluminados. El aire estaba cargado de música; y las orillas del río tremolando por la alegría de las llamaradas; la lejana ciudad se tendía en el suave resplandor luminoso de sus incontables hogueras invisibles; por encima de ella se elevaban al cielo muchas esbeltas espirales, incrustadas de luces centelleantes, que en su lejanía parecían enjoyadas lanzas arrojadas a lo alto. A medida que navegaba la flotilla, era saludada desde las márgenes con un continuo clamor de vivas e incesantes centellas y truenos de la artillería.

Para Tom Canty, medio enterrado en sus almohadones de seda, estos sonidos y este espectáculo eran una maravilla inefablemente sublime y asombrosa. Para sus amiguitas, que iban a su lado, la princesa Isabel y lady Juana Grey, no eran nada.

Llegada a Dowgate, la flotilla subió por el límpido Walbrook, cuyo cauce lleva ahora dos siglos oculto a la vista bajo terrenos edificados, hacia Bucklersbury, dejando atrás casas y pasando bajo puentes llenos de juerguistas y brillantemente iluminados; por fin vino a detenerse en una dársena, donde está ahora Barge Yard, en el centro de la antigua ciudad de Londres. Tom desembarcó, y él y su vistoso cortejo cruzaron Cheapside, e hicieron un corto paseo entre la Judería Vieja y la calle Basinghall, hasta el Ayuntamiento.

Tom y sus damitas fueron recibidos con el debido ceremonial por el alcalde y los principales de la ciudad, con sus cadenas de oro y sus trajes de gala escarlata, y fueron conducidos bajo un rico dosel ceremonial situado en lo alto del gran salón, precedidos por heraldos haciendo la proclama, y por la Maza y la Espada de la Ciudad. Los lores y las damas que habían de asistir a Tom y a sus dos pequeñas amigas tomaron su lugar detrás de sus sillas correspondientes.

En una mesa más baja tomaron asiento los grandes de la corte, con otros huéspedes de noble condición, y los magnates de la ciudad. Los comunes ocuparon sus lugares en multitud de mesas en el piso principal del salón. Desde su aventajado lugar, los gigantes Gog y Magog, antiguos guardianes de la ciudad, contemplaban el espectáculo con ojos familiarizados con él desde tiempos inmemoriales. Se oyó un toque de clarín y una proclama, y un despensero gordo apareció por la pared izquierda, seguido de sus ayudantes, que llevaban con impresionante solemnidad un regio solomillo de buey, humeante y dispuesto a ser trinchado.

Después de las oraciones, Tom, ya instruido, se levantó —y con él todos los allí presentes— y bebió de una portentosa copa con la princesa Isabel; la pasó luego a lady Juana Grey y después circuló por toda la asamblea. Así comenzó el banquete.

A medianoche el festín estaba en su apogeo. Luego vino uno de esos pintorescos espectáculos, tan admirados en aquellos antiguos tiempos. Aún existe una descripción de él en el singular estilo de un cronista que lo presenció:

«Habiéndoseles hecho espacio, pronto entraron un barón y un conde, ataviados a la turca, con largos mantos salpicados de oro; sombrerón de terciopelo carmesí, con grandes vueltas de oro; ceñían dos espadas, llamadas cimitarras, pendientes de grandes tahalíes de oro. Venían después todavía otro barón y otro conde, con largos ropajes de raso amarillo con rayas de vaso blanco al través, y en cada lista blanca traían otra de raso carmesí, a la usanza rusa, con sombreros de piel blanca con manchas negras; cada uno de ellos llevaba un hacha pequeña en la mano y botas con picas —puntas de casi un pie de largo—, vueltas hacia arriba. Y después de ellos venía un caballero, luego el lord gran almirante, y con él cinco nobles con jubones de terciopelo carmesí, escotados por detrás y por delante hasta el esternón, sujetos por el puño con cadenas de plata; y sobre esto, capas cortas de raso carmesí y en las cabezas sombreros a la manera de los danzantes, con pluma de faisán. Éstos iban vestidos a la usanza prusiana. Los hacheros, que eran cerca de un centenar, iban de raso carmesí y verde, como moros, sus caras negras. Venía después un
mommarye
. Luego los ministriles, disfrazados, bailaron; y lores y damas bailaron también tan desafinadamente, que era un placer contemplarlos».

Y mientras Tom, en su elevado asiento, observaba esta desatinada danza, absorto en su admiración de la deslumbradora mezcla de colores caleidoscópicos que ofrecía el arremolinado torbellino de vistosas figuras, el andrajoso pero verdadero Príncipe de Gales proclamaba sus derechos y sus agravios, denunciando al impostor y clamando entrada ¡a las puertas del Ayuntamiento! La muchedumbre gozaba extraordinariamente con el episodio y se abalanzaba desnucándose para ver al pequeño alborotador. Pronto empezaron a burlarse y a mofarse de él con el propósito de incitarlo a más y mayor divertida furia. Lágrimas de tristeza le saltaron a los ojos pero se contuvo y retó a la turba regiamente. Siguieron otras burlas, nuevas mofas lo punzaron, y exclamó:

—Os vuelvo a decir, hato de perruchos indecentes, que soy el Príncipe de Gales; y tan abandonado y solo como estoy, sin nadie que diga una palabra a mi favor o me ayude en mi necesidad, aun así no me despojaréis de mi derecho, que he de mantener.

—Aunque seas príncipe o no, lo mismo da; eres un chico gallardo y no te faltan amigos. Aquí estoy yo a tu lado para probarlo. Y te digo que peor amigo podrías tener que Miles Hendon, sin cansar tus piernas en la búsqueda. Descansa tu lengua, hijo mío. Yo hablo el lenguaje de estas ratas de coladera como mi lengua nativa.

El que hablaba era una especie de don César de Bazán por su traje, su aspecto y su porte. Era alto, delgado y musculoso. Su jubón y sus calzas eran de rico género, pero marchitos y raídos, y su adorno de encaje estaba tristemente deslucido; su lechuguilla, estaba ajada y estropeada; la pluma de su sombrero alicaído estaba rota y tenía aspecto sucio y poco respetable. Al costado llevaba un largo estoque en una oxidada vaina de hierro; su actitud fanfarrona lo delataba de inmediato como un espadachín en campaña. Las palabras de esta fantástica figura fueron recibidas con una explosión de júbilo y risas. Algunos gritaron: «¡Es otro príncipe disfrazado!». «¡Cuidado con lo que hablas, amigo, parece que es peligroso!». «En verdad lo parece: mira sus ojos». «Separa de él al chico». «Al abrevadero de los caballos con él».

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