Read El príncipe y el mendigo Online

Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (6 page)

—¿Qué? ¡Tú aquí todavía! Por la gloria de Dios, si no vas en seguida a lo de ese traidor, tu mitra holgará mañana por falta de cabeza que adornar.

El tembloroso canciller respondió:

—¡Imploro el perdón de Vuestra Majestad! Sólo esperaba por el sello.

—¿Has perdido el juicio, hombre? El sello pequeño, que antaño solía yo llevar conmigo de viaje, está en mi tesoro. Y, puesto que el gran sello ha desaparecido, ¿no bastará? ¿Has perdido el juicio? ¡Vete! Y escucha: no vuelvas aquí hasta que me traigas su cabeza.

El pobre canciller no tardó en retirarse de esta peligrosa vecindad; ni perdió tiempo la comisión en dar el asenso real a la obra del esclavizado Parlamento, y designado el día siguiente para la decapitación del primer par de Inglaterra, el desafortunado duque de Norfolk
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IX
El espectáculo del río

A las nueve de la noche toda la extensa ribera frente al palacio fulguraba de luces. El río mismo, hasta donde alcanzaba la vista en dirección a la ciudad, estaba tan espesamente cubierto de botes y barcas de recreo, todos orlados con linternas de colores y suavemente agitados por las ondas, que parecía un reluciente e ilimitado jardín de flores animadas a suave movimiento por vientos estivales. La gran escalinata de peldaños de piedra que conducía a la orilla, lo bastante espaciosa para dar cabida al ejército de un príncipe alemán, era un cuadro digno de verse, con sus filas de alabarderos reales en pulidas armaduras y sus tropas de ataviados servidores, revoloteando de arriba abajo, y de acá para allá, con la prisa de los preparativos.

De pronto se dio una orden y de inmediato toda criatura viviente se esfumó de los escalones. Ahora el aire estaba cargado con el silencio del suspenso y la expectación. Hasta donde alcanzaba la vista, podía verse a miles de personas en los botes, que se levantaban y se protegían los ojos del brillo de las linternas y las antorchas, y miraban hacia el palacio.

Una fila de cuarenta o cincuenta barcas reales se dirigió hacia los escollones. Estaban ornadas de ricos dorados, y sus altivas proas y popas estaban laboriosamente talladas. Algunas de ellas iban decoradas con banderas y gallardetes, otras, con brocados y tapices de Arrás con escudos de armas bordados; otras con banderas de seda que tenían innumerables campanillas de plata pendientes de ellas que lanzaban una lluvia de alegre música cada vez que las agitaba la brisa; otras, de más altas pretensiones, puesto que pertenecían a los nobles de servicio más cercano al príncipe, tenían los costados pintorescamente guardados con escudos suntuosamente blasonados de armas y emblemas. Cada barca real iba remolcada por un patache. Además de los remeros, éstos llevaban unos cuantos hombres de armas de relucientes yelmos y petos, y una compañía de músicos. La vanguardia de la esperada procesión hizo su aparición en la puerta principal: una tropa de alabarderos. «Iban vestidos con calzas de listas negras y leonadas, garras de terciopelo adornadas a los lados con rasas de plata, y jubones de paño azul y morado, bordados por delante y por detrás con las tres plumas, el blasón del príncipe, tejidas en oro. Las astas de las alabardas estaban cubiertas de terciopelo carmesí, sujeto con clavos dorados y adornadas con borlas de oro. Desfilando a derecha e izquierda, formaban dos largas hileras que se extendían desde la puerta principal del palacio hasta la orilla del agua. Después se desplegó un grueso paño o tapiz rayado, y unos servidores, ataviados con las libreas de oro y carmesí del príncipe, lo tendieron entre los alabarderos. Hecho esto, resonó dentro un floreo de trompetas. Los músicos del río comenzaron un animado preludio y dos ujieres con varas blancas salieron por la puerta con lento y majestuoso paso. Iban seguidos por un oficial que llevaba la maza municipal, tras el cual venía otro con la espada de la ciudad; luego varios alguaciles de la guarnición de la ciudad, con todos sus aprestos, y con divisas en las mangas. Venía luego el rey de armas de la Jarretera, con su tabardo; lo seguían varios caballeros del Baño, cada uno con una cinta blanca en la manga; luego sus escuderos; después los jueces, con sus togas escarlatas y sus cofias; luego el lord gran canciller de Inglaterra, con su toga escarlata, abierta por delante y, orlada de piel blanca con manchas negras; luego una comisión de regidores con sus capas escarlata, y luego los principales de las diferentes compañías cívicas en traje de ceremonia. Después venían doce caballeros franceses, con espléndidos atavíos, consistentes en jubones de damasco blanco listado de oro, capas cortas de terciopelo carmesí, forradas de tafetán violeta y calzas color carne, y comenzaron a descender por la escalinata. Eran el séquito del embajador francés, e iban seguidos por doce caballeros del séquito del embajador español, vestidos de terciopelo negro sin ningún alomo. En pos de éstos venían varios importantes nobles ingleses con sus servidores».

Sintióse dentro floreo de trompetas, y el tío del príncipe, el futuro gran duque de Somerset, salió de la verja, ataviado con un jubón de brocado negro y una capa «de raso carmesí con flores de oro, y ribeteada con redecillas de plata». Volvióse, se quitó la gorra adornada con plumas, inclinó su cuerpo en profunda reverencia y empezó a retroceder de espaldas, saludando a cada escalón. Siguió prolongado son de trompetas y la proclamación: «¡Paso al alto y poderoso señor Eduardo Príncipe de Gales!». En lo alto de los muros de palacio prorrumpió en estrépito atronador una larga hilera de rojas lenguas de fuego; la gente apiñada en el río estalló en potente rugido de bienvenida, y Tom Canty, causa y héroe de todo aquello, apareció a la vista, e inclinó levemente su principesca cabeza:

Iba «magníficamente vestido con un justillo de raso blanco, con pechera de tisú púrpura, salpicado de diamantes y ribeteado de armiño. Sobre esto llevaba una capa de brocado blanco con la corona de tres plumas, forrada de raso azul, adornada con perlas y piedras preciosas y sujeta con un broche de brillantes. De su cuello pendía la orden de la Jarretera y varias condecoraciones reales de países extranjeros», y cada vez que le daba la luz, las joyas resplandecían con deslumbrantes destellos. ¡Oh, Tom Canty, nacido en un cobertizo, educado en los arroyos de Londres, familiarizado con los andrajos y la suciedad y la miseria! ¡Qué espectáculo es éste!

X
Las penas del príncipe

Dejamos a Juan Canty arrastrando al verdadero príncipe hacia Offal Court, con una ruidosa y regocijada turba pisándole los talones. En ella sólo hubo una persona que brindó una palabra rogando por el cautivo, y no le hicieron caso: tan grande era el tumulto que apenas incluso se oyó. Continuó el príncipe luchando por su libertad y protestando contra el tratamiento que sufría, hasta que Juan Canty perdió la poca paciencia que le quedaba y con repentino furor levantó su garrote de roble sobre la cabeza del príncipe. El único defensor del chico saltó para detener el brazo del hombre, y el golpe dio en su propia muñeca. Canty rugió:

—¿Quieres entrometerte? ¡Pues ten tu recompensa!

Su garrote se estrelló en la cabeza del mediador. Se oyó un gemido, una forma opaca se hundió en tierra entre los pies de la muchedumbre, y un momento después yacía sola en la oscuridad. La turba continuó, sin que su diversión fuera perturbada por este episodio.

A poco el príncipe se encontró en la morada de Juan Canty, con la puerta cerrada a los entremetidos. A la vaga luz de una vela de sebo, encajada en una botella, descubrió los rasgos principales del repugnante tugurio, y también los de sus ocupantes: Dos desgreñadas muchachas y una mujer de edad madura en cuclillas contra la pared en un rincón, con el aspecto de animales habituados a los malos tratos y en ese momento esperándolos y temiéndolos. De otro rincón salió una bruja seca, con el pelo canoso revuelto y perversos ojos. Juan Canty le dijo a ésta:

—Espera, tenemos buena mojiganga. No la estropees hasta que la hayas disfrutado; después, que sea tu mano tan pesada como quieras. Acércate, rapaz; ahora repite tus tonterías, si no se te han olvidado. Di tu nombre. ¿Quién eres?

La ofendida sangre subió una vez más a las mejillas del pequeño príncipe, y éste lanzó una mirada firme e indignada al rostro del hombre y dijo:

—Mala crianza es en uno como tú mandarme hablar. Te digo ahora, como te he dicho antes, soy Eduardo, Príncipe de Gales, y ningún otro.

La sorpresa apabullante de esta contestación clavó los pies de la vieja al suelo y la dejó casi sin aliento. Miró al príncipe con estúpido asombro, lo que divirtió tanto al bandido de su hijo que lo hizo reventar en un rugido de risa. Mas el efecto fue distinto en la madre y en las hermanos de Tom Canty. Su temor a los daños corporales dio paso a una preocupación de distinta especie. Se adelantaron con los rostros afligidos y desalentados, exclamando:

—¡Oh, pobre Tom, pobre niño! La madre cayó de rodillas ante el príncipe, puso sus manos sobre los hombros del niño y entre las lágrimas que asomaban a sus ojos miró ansiosamente su rostro. Luego dijo:

—¡Oh, mi pobre niño! ¡Finalmente tus necias lecturas han tenido su efecto y te han trastornado el juicio! ¡Ay! ¿Por qué te aferrabas a ellas cuando tanto te prevenía yo en contra? ¡Has desgarrado el corazón de tu madre!

El príncipe la miró y dijo dulcemente:

—Tu hijo está bien y no ha perdido el juicio, buena mujer. Consuélate. Llévame al palacio donde se halla, y el rey, mi padre, te lo devolverá inmediatamente.

—¿El rey tu padre? ¡Oh, hijo mío! No digas esas palabras, que pueden traerte la muerte, y la ruina para todos los que están cerca de ti. Sacude ese horrible sueño. Recobra tu pobre memoria errante. Mírame. ¿No soy yo tu madre, la que te ha dado el ser y tanto te ha amado?

El príncipe movió la cabeza y dijo pesaroso:

—Dios sabe que me duele afligir tu corazón, pero verdaderamente nunca he visto tu cara antes.

La mujer cayó sentada al suelo, y, cubriéndose los ojos con las manos, abrió paso a desgarradores sollozos y lamentos:

—¡Que siga el espectáculo! —Gritó Canty—. ¡Eh, Nan! ¡Eh, Bet! ¡Mozuelas sin modales! ¿Estáis en pie en presencia del príncipe? ¡De rodillas, hez de mendigas, y hacedle reverencia!

Continuó esto con una grosera carcajada. Las muchachas empezaron a suplicar tímidamente por su hermano, y Nan dijo:

—Déjalo que se acueste, padre; que descanse, y el sueño curará su locura. Hazlo, te lo ruego.

—¡Hazlo, padre! —Dijo Bet—; está más cansado que de ordinario. Mañana volverá a ser él mismo, y mendigará con diligencia, y no volverá a casa con las manos vacías.

Esta observación apagó la jovialidad del padre, y le recordó el negocio. Volvióse enojado al príncipe, y dijo:

—Mañana tenemos que pagar dos peniques al dueño de este agujero, dos peniques, adviértelo, todo este dinero por medio año de renta, de lo contrario saldremos fuera de aquí. Muestra lo que has reunido mendigando.

El príncipe contestó:

—No me ofendas con tus sórdidos asuntos. Te vuelvo a decir que soy el hijo del rey.

Un recio golpe, de la ancha palma de Canty en el hombro del niño lo mandó tambaleándose a los brazos de la buena mujer de Canty, quien lo estrechó contra su seno, y lo defendió de una violenta lluvia de puñetazos y bofetadas, interponiendo su propia persona. Las asustadas muchachas se retiraron a su rincón, pero la abuela avanzó muy solícita para asistir a su hijo. El príncipe se separó de la señora Canty exclamando:

—No has de padecer tú por mi causa, señora. Deja que esos cerdos hagan lo que quieran conmigo solo.

Estas palabras encolerizaron a los cerdos a tal grado que pusieron manos a la obra sin pérdida de tiempo. Entre ambos apalearon vigorosamente al niño, y luego dieron una golpiza a las niñas y a su madre por haber mostrado compasión de la víctima.

¡Ahora —dijo Canty—, a la cama todos! La diversión me ha fatigado.

Apagóse la vela y se acostó la familia. En cuanto los ronquidos del jefe de la casa y de su madre mostraron que estaban dormidos, las muchachas se deslizaron adonde yacía el príncipe y lo resguardaron tiernamente del frío con paja y andrajos; y su madre también se deslizó hacia él, y le alisó el pelo, y lloró sobre él, mientras susurraba en sus oídos entrecortadas palabras de consuelo y compasión. Había guardado además un bocado para que lo comiera, mas los dolores del niño le habían quitado todo apetito, por lo menos de mendrugos negros e insípidos. Estaba conmovido por la brava y costosa defensa que habían hecho de él, y por su conmiseración, y le dio las gracias con palabras muy nobles y principescas y le rogó que se fuera a dormir y tratase de olvidar sus penas. Y añadió que el rey, su padre, no dejaría sin recompensa su leal benevolencia y devoción. Este retorno a su «locura» desgarró de nuevo el corazón de ella, que lo volvió a estrechar una y otra vez contra su pecho, y luego se volvió a su cama, ahogada en lágrimas.

Mientras yacía pensando y lamentándose empezó a deslizarse en su mente la idea de que en aquel niño había algo indefinible de que carecía Tom Canty, loco o cuerdo. No podía describirlo, no podía decir exactamente qué era, y, sin embargo, su agudo instinto maternal parecía detectarlo y percibirlo. ¿Y si el niño no fuera, después de todo, realmente su hijo? ¡Oh, absurdo! Casi sonrió ante esta idea, a pesar de sus pesares y de sus problemas. Sin embargo, era una idea que no cedía, sino que persistía en dominarla. La perseguía, la hostigaba, se aferraba a ella, y se negaba a ser desechada o ignorada. Por fin, percibió que no habría sosiego para ella hasta que idease una prueba que demostrara claramente y sin duda si aquel muchacho era su hijo o no, y así desvanecer estas fatigosas y atormentadoras dudas. ¡Ah, sí! éste era sencillamente el mejor camino para salir del problema, así que puso su mente a trabajar de inmediato para urdir la prueba. Pero era mucho más fácil proponérselo que conseguirlo.

Dio vueltas en su cabeza una tras otra a prometedoras pruebas pero se vio obligada a desecharlas todas: ninguna de ellas era completamente segura, absolutamente perfecta; y una imperfecta no podía satisfacerla. Evidentemente, se rompía la cabeza en vano; era casi seguro que tendría que dejar el asunto. Mientras pasaba por su mente este deprimente pensamiento, su oído captó la respiración regular del niño, y supo que se había dormido. Y mientras escuchaba la respiración acompasada, fue interrumpida por un leve grito de sobresalto, como el que se emite en un sueño perturbado.

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