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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

El pozo de la muerte (3 page)

Hacía frío a la sombra de los peñascos, y Malin se dio prisa. Johnny, excitado por sus descubrimientos, se había adelantado sin hacer caso de sus propias advertencias, y gritaba y agitaba el hueso. Malin sabía que su madre, apenas viera el hueso, lo tiraría al mar.

Johnny se detuvo un instante para curiosear entre los restos que el mar había arrojado a la playa: viejas boyas de los pescadores de langostas, aparejos rotos, leños blanqueados por el agua. Después se dirigió hacia una hendidura reciente entre los riscos. Un derrumbe reciente había arrojado tierra y piedras sobre la playa. El muchacho trepó ágilmente a las rocas y desapareció de la vista.

Malin se dio prisa. No le gustaba perder de vista a Johnny. Daba la impresión de que se estaba fraguando una tormenta. Antes de que ellos desaparecieran entre las brumas de la isla Ragged, el día había sido soleado y apacible, pero ahora podía suceder cualquier cosa. La brisa era fría, como si el tiempo estuviera por cambiar, y el mar comenzaba a golpear con fuerza sobre los farallones. Muy pronto cambiaría la marea. Quizá lo mejor fuera emprender el regreso.

Se oyó un grito agudo, y por un terrible instante Malin temió que Johnny hubiera resbalado en las rocas y se hubiera herido. Pero luego el grito se repitió —era un llamado apremiante—, y el chico corrió hacia allí, brincando sobre las rocas caídas. Tras un recodo de la playa se veía un enorme peñasco, que una tormenta había desprendido hacía muy poco tiempo, y había caído en un ángulo imposible. Y Johnny estaba de pie en su extremo más lejano, y señalaba algo con una expresión de asombro en el rostro.

En un primer momento, Malin se quedó mudo. El desprendimiento del peñasco había dejado al descubierto la boca de un túnel al pie del terraplén. Era una abertura muy estrecha, que apenas permitía el paso. Y de la boca del túnel salían vaharadas de un aire rancio y maloliente.

—¡Caracoles! —exclamó, y salió corriendo hacia el terraplén.

—¡Yo lo he descubierto! —gritó Johnny, sin aliento de la emoción—. Te apuesto lo que quieras a que allí está el tesoro. ¡Mira eso, Malin!

Malin se volvió.

—Ha sido idea mía venir a la isla.

—Puede que sí —respondió Johnny, y se quitó el bolso del hombro—. Pero yo he descubierto el túnel. ¡Y he traído cerillas!

Malin se asomó a la boca del túnel. En el fondo, él siempre había creído lo que afirmaba su padre, que en la isla Ragged no hubo nunca ningún tesoro. Pero ahora no estaba tan convencido. ¿Sería posible que su padre se hubiera equivocado?

Se echó hacia atrás bruscamente, la nariz fruncida por el olor del túnel.

—¿Qué pasa? —preguntó Johnny—. ¿Tienes miedo?

—No —respondió Malin con voz débil; la entrada del túnel era muy oscura.

—Yo entraré primero. Tú sígueme. Y ten cuidado de no perderte.

El muchacho arrojó su preciado hueso al suelo, se arrodilló y se deslizó por la estrecha abertura. Malin también se arrodilló, pero tuvo un instante de duda. El suelo estaba muy duro y frío. Pero ya casi no podía ver a Johnny y no quería quedarse solo en la playa solitaria y brumosa. Y él también entró a gatas detrás de su hermano.

Se oyó el crujido de una cerilla y Malin contuvo el aliento mientras se ponía de pie. Se encontraba en una pequeña antesala, el techo y los muros sostenidos por vigas antiguas. Delante, un estrecho túnel que conducía no se sabía dónde.

—Nos dividiremos el tesoro por la mitad —dijo Johnny con voz seria, una voz que Malin nunca había oído antes. Y luego hizo algo aún más sorprendente: se dio la vuelta y le estrechó la mano en un gesto muy formal.

—Socios a partes iguales, Mal —dijo.

Malin tragó saliva y se sintió un poco mejor.

La cerilla se apagó tan pronto se pusieron en marcha. Johnny se detuvo y Malin oyó que rascaba otra cerilla, y al ruido le siguió una débil llama. El chico vio, en la luz temblorosa de la llama, la gorra de los Red Sox de su hermano. De repente, un pequeño desprendimiento de tierra y guijarros resonó contra las tablas del suelo.

—No toques las paredes —susurró Johnny—, ni hagas ruido, o todo esto se nos vendrá encima.

Malin no dijo nada pero se arrimó aún más a su hermano.

—¡No te me pegues! —susurró Johnny.

Siguieron descendiendo una suave pendiente. De repente, Johnny gritó y sacudió la mano. La llama se apagó, sumergiéndolos en la oscuridad.

—¿Johnny? —llamó Malin, temeroso, y se adelantó a coger a su hermano del brazo—. ¿Y qué pasa con la maldición?

—Anda, si no hay ninguna maldición —susurró Johnny con desdén. Se oyó rascar una vez más y la cerilla se encendió—. No te preocupes. Tengo por lo menos cuarenta cerillas. Y mira… —Se llevó la mano al bolsillo, sacó un clip grande de sujetar papeles, y cogió con él la cerilla—. ¿Qué te parece? Así no me quemaré los dedos.

El túnel giraba a la izquierda, y Malin advirtió que ya no podían ver la línea de luz de la entrada.

—Quizá deberíamos volver otro día con una linterna —dijo.

Y entonces oyó un ruido horrible, un sordo gemido que parecía surgir del centro de la isla y llenaba el túnel.

—¡Johnny! —gritó agarrándose a su hermano.

El ruido fue apagándose hasta acabar en un profundo suspiro, y otro poco de tierra cayó de las vigas del techo.

Johnny le apartó el brazo.

—Vamos, Malin, sólo es el cambio de la marea. Siempre hace ese ruido en el Pozo de Agua. Y ya te he dicho que hables en voz más baja.

—¿Y tú cómo sabes que es el cambio de la marea?

—Todo el mundo lo sabe.

Se oyó otro gemido y un gorgoteo, seguido por un fuerte crujir de vigas que se extinguió lentamente. Malin se mordió el labio para que dejara de temblarle.

Unas pocas cerillas más tarde el túnel comenzaba a descender de forma mucho más pronunciada, y era más estrecho y sus muros más ásperos.

Johnny sostuvo su cerilla en alto para iluminar el pasadizo.

—Ya estamos llegando —dijo—. La cámara del tesoro debe de estar al fondo.

—No sé —dijo Malin—. Tal vez sería mejor que volviéramos otro día con papá.

—¿Lo dices en serio? —protestó Johnny—. Papá odia este lugar. Se lo contaremos todo después de que encontremos el tesoro.

Encendió otra cerilla y luego se agachó y entró en el estrecho túnel. Malin podía ver que el pasadizo no tenía más de un metro veinte de altura. Unas grandes rocas de superficie muy irregular sostenían las carcomidas vigas del techo. El olor a moho era aquí más fuerte, mezclado con algas y una insinuación de algo mucho peor.

—Tendremos que arrastrarnos —susurró Johnny, y ya no parecía tan seguro de sí mismo.

Se detuvo, y Malin tuvo la esperanza de que retrocederían. Pero su hermano estiró una de las puntas del clip y la sujetó con los dientes. Las temblorosas sombras que arrojaba la llama le daban a su rostro un aspecto sepulcral, demoníaco.

—Yo no sigo —anunció Malin.

—Muy bien, puedes quedarte aquí, en la oscuridad —respondió Johnny.

—¡No! ¡Papá nos matará! Johnny, por favor…

—Cuando papá vea que somos ricos, se sentirá demasiado feliz para enfadarse. Ya no tendrá que darnos los dos dólares de nuestra semanada.

Malin se sonó la nariz.

Johnny se volvió en el estrecho espacio y le puso la mano en la cabeza.

—Si ahora nos echamos atrás, puede que nunca tengamos una segunda oportunidad. ¡Pórtate como un buen compañero, Malin! —susurró Johnny, y le revolvió cariñosamente el pelo.

—De acuerdo —respondió Malin, sorbiéndose las lágrimas.

Se puso a gatas y siguió a su hermano por el túnel. Los guijarros del suelo se le clavaban en las palmas de las manos. Johnny estaba encendiendo demasiadas cerillas, y Malin iba a preguntarle cuántas le quedaban cuando su hermano mayor se detuvo en seco.

—Hay algo ahí delante —susurró Johnny.

Malin intentó ver más allá de su hermano, pero el túnel era demasiado estrecho.

—¿Qué es?

—¡Una puerta! ¡Lo juro, una vieja puerta!

El techo del túnel se elevaba un poco más adelante y formaba un vestíbulo angosto, y Malin estiró desesperadamente el cuello para ver. Allí estaba; una puerta de maderos muy gruesos, con dos antiguos goznes que la sujetaban al marco de gruesas vigas. A los lados de la puerta, las paredes del túnel eran de piedra labrada. La humedad y el moho lo cubrían todo. Los bordes de la puerta habían sido calafateados.

—¡Mira! —señaló emocionado Johnny.

Un sello de cera y papel, estampado con un escudo de armas, cruzaba la puerta. Johnny vio, a pesar de la escasa luz, que estaba intacto.

—¡Una puerta sellada! —murmuró atónito—. ¡Igual que en los libros!

Malin contemplaba todo como si estuviera en un sueño, un sueño maravilloso y aterrador. Habían encontrado el tesoro. Y la idea había sido suya.

Johnny cogió el antiguo picaporte de hierro y tiró. Se oyó el crujir de los goznes.

—¿Has oído? —dijo con la voz entrecortada por la emoción—. No está cerrada con llave. Sólo tenemos que romper este sello. —Se dio la vuelta y le dio la caja de cerillas a Malin, que lo miraba con los ojos muy abiertos—. Tú enciende las cerillas, que yo la abriré. Y ponte un poco más atrás, ¿quieres?

Malin miró dentro de la caja.

—¡Sólo quedan cinco! —exclamó, consternado.

—Cállate y haz lo que te he dicho. Podemos encontrar el camino de vuelta en la oscuridad. Te lo juro.

Malin encendió una cerilla, pero le temblaban las manos y se apagó. Solamente quedan cuatro, pensó mientras Johnny protestaba impaciente. La siguiente cerilla se encendió sin problemas y Johnny cogió el pomo de hierro de la puerta con las dos manos.

—¿Estás listo? —preguntó en voz baja.

Malin abrió la boca para protestar, pero Johnny ya tiraba con fuerza. El sello se rompió bruscamente y la puerta se abrió con un crujido que sobresaltó al chico. Una bocanada de aire maloliente apagó la cerilla. Malin oyó que Johnny respiraba muy hondo. Después le oyó gritar: «¡Ayyy!», pero la voz sonaba tan aguda, tan sin aliento, que no parecía la de su hermano. Luego, el ruido sordo de un golpe, y el suelo del túnel se sacudió con violencia. La arena y la tierra que se desprendieron llenaron la nariz y los ojos de Malin, y al chico le pareció oír otro ruido muy extraño, tan fugaz que muy bien pudiera haber sido una tos. Y después un resuello y un líquido que goteaba, como si apretaran una esponja húmeda.

—¡Johnny! —gritó Malin, y cuando intentó limpiarse el polvo de la cara perdió la caja de cerillas.

La oscuridad era impenetrable, y de repente todo había comenzado a ir tan mal que fue presa del pánico. Y en medio de aquella ominosa oscuridad, Malin oyó otro ruido sordo. Le llevó un instante darse cuenta de que era algo que se arrastraba suavemente, sin pausa…

Y luego el hechizo se rompió y el chico comenzó a buscar a gatas las cerillas, lloriqueando y llamando a su hermano. Con una mano tocó algo húmedo y la retiró rápidamente, al tiempo que con la otra cogía la caja de cerillas. Se puso de rodillas, y conteniendo el llanto, cogió una cerilla y la rascó frenéticamente hasta que se encendió.

Miró a su alrededor. Johnny había desaparecido. La puerta estaba abierta, el sello roto, pero más allá sólo se veía un impenetrable muro de piedra. El aire del túnel estaba lleno de polvo.

Después, algo húmedo le rozó las piernas y Malin miró hacia abajo. En el lugar donde había estado Johnny había un oscuro charco de agua que subía lentamente y ya le llegaba a las rodillas. Por un instante pensó que había una abertura en el túnel por donde se filtraba el agua del mar. Y después vio a la luz de la cerilla que un vapor muy tenue salía del charco. Se agachó y vio que no era negro sino rojo: era sangre, tan abundante que jamás había pensado que pudiera haber tanta en un cuerpo. Paralizado, observó que el brillante líquido se dispersaba, corriendo en delgados hilos por las hendiduras del suelo, filtrándose por las grietas, trepando por sus húmedas zapatillas Ked, rodeándole como un gran pulpo de color rojo, hasta que la cerilla se le cayó en el charco y reinó otra vez la oscuridad.

2

Cambridge, Massachusetts.

En nuestros días

Desde el pequeño laboratorio, situado en el anexo del hospital Mount Auburn, se veían las verdes copas de los arces y, más allá, las aguas perezosas del río Charles. Un remero, en un bote afilado como una aguja, hendía las oscuras aguas con vigorosas remadas, dejando detrás una estela brillante. Malin Hatch lo miraba, cautivado por la perfecta sincronía de cuerpo, bote y agua.

—¿Doctor Hatch? —se oyó la voz de su asistente—. Los cultivos ya están listos —dijo señalando una incubadora que emitía una señal sonora.

Hatch se apartó de la ventana y contuvo la irritación que en ocasiones le producía su bienintencionado asistente de laboratorio.

—Muy bien, cojamos la primera fila y echemos un vistazo a esos cabroncillos —dijo.

Bruce abrió la incubadora con sus habituales gestos nerviosos y retiró una bandeja grande de placas de cristal con colonias de bacterias creciendo en el centro, brillantes como monedas. Se trataba de bacterias bastante inofensivas —para manipularlas no se necesitaban precauciones especiales—, pero Hatch contempló alarmado cómo su asistente movía la bandeja sin contemplaciones y la golpeaba contra la autoclave.

—Ten cuidado —le advirtió Hatch—, o esta noche todo el mundo lo pasará muy mal.

El asistente dejó la bandeja sobre la caja de los guantes.

—Lo siento —se disculpó con una sonrisa tímida, y se limpió las manos en la bata.

Hatch miró los cultivos de la bandeja. En las hileras dos y tres había un buen crecimiento; en uno y cuatro era variable, y la hilera cinco aparecía estéril. Se dio cuenta de inmediato de que el experimento era un éxito. Todo resultaba de acuerdo a sus hipótesis. Dentro de un mes publicaría otro impresionante artículo en el
New England Journal of Medicine
, y todos hablarían una vez más de su brillante carrera; estaba convirtiéndose en la estrella del laboratorio. Pero la perspectiva sólo le provocaba una intensa sensación de vacío interior.

Paseó distraídamente una lupa sobre las placas para hacer una primera inspección de las colonias. Lo había hecho tantas veces que podía identificar las especies con una mirada, comparando la textura de las superficies y las pautas de crecimiento. Momentos después volvió a su mesa, hizo a un lado el teclado del ordenador y comenzó a tomar notas en la pequeña agenda electrónica que utilizaba para el laboratorio.

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