El planeta misterioso (31 page)

Jabitha buscó refugio en uno de los asientos traseros. Tenía el rostro ensangrentado y no paraba de gimotear.

Anakin sintió que se le helaba la sangre. Percibió su dolor.

El tallador de sangre ocupó el asiento que había sido fabricado para Obi-Wan. Se removió incómodamente, y después metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó de él un pequeño bulbo verdoso de apariencia cristalina.

Anakin, encogido en el sillón, vio a través de sus ojos apenas entreabiertos cómo el largo brazo inarticulado se extendía hacia él y unos esbeltos y fuertes dedos dorados aplastaban el bulbo debajo de su nariz.

La cabeza de Anakin pareció volver a estallar, pero esta vez con una indignada detonación de vida. Se apartó del acre hedor del bulbo y su hombro chocó con un panel de instrumentos. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, y Anakin miró fijamente a su secuestrador.

—No hay tiempo para explicaciones, joven Jedi.

El tono del tallador de sangre había cambiado de repente, volviéndose más apacible y suave.

— ¿Obi-Wan está muerto?

—Eso no es algo que deba preocuparte —dijo el tallador de sangre—. Esta nave te necesita a ti, no a él. Y yo necesito esta nave. La llevarás a una órbita sobre Zonama Sekot.

— ¿Y si no lo hago?

—Entonces mataré a tu hembra.

El tallador de sangre hizo girar la lanza en el reducido espacio de la cabina y rozó el pecho de Jabitha con la hoja. La muchacha jadeó, pero no movió ni un músculo.

Anakin intentó percibir la presencia viva de su maestro, pero había demasiadas voces y demasiada confusión fuera de la nave y no pudo detectar a Obi-Wan. Si no estaba herido, su maestro podría sobrevivir a cualquier ataque que el tallador de sangre pudiera lanzar. Pero si algún haz láser le había dado...

El tallador de sangre se levantó del segundo asiento y señaló la escotilla con un largo brazo.

—Supongo que el silencio significa valor y que no pilotarás la nave. Eso significa que mi misión ha fracasado. Ahora mataré a la hembra y dispondré de su cuerpo.

— ¡No! —gritó Anakin—. La pilotare. No le hagas nada.

Hizo un nuevo sondeo y reprimió un suspiro de alivio. Podía sentir la presencia de Obi-Wan: estaba herido, pero aún vivía. Anakin no podía imaginarse un universo sin su maestro.

«Bien. Perder a tu maestro hubiese supuesto el fin de tu prueba. Y ahora... empieza.»

Anakin pasó las manos por encima de los controles. No había indicaciones de ninguna clase, pero su diseño y su ubicación eran razonablemente típicos.

La nave volvió a explicarle su estado. Estaba lista para volar, pero no disponía de muchas reservas de combustible: los técnicos aún no habían llenado los depósitos.

—No tenemos combustible suficiente para ir muy lejos —le informó Anakin al tallador de sangre.

El tallador de sangre cerró una mano sobre el cuello de la túnica ritual de Anakin y tiró de él, echándole a la cara un aliento caliente y que olía a pimienta.

—Es verdad —insistió Anakin—. No estoy mintiendo.

—Entonces vuela a un sitio donde haya combustible. Debemos preservar esta nave.

— ¡Tú eres el que no pudo conseguir que le hicieran una nave! Tus compañeros-semilla te odiaron nada más verte.

—Sí, soy una vergüenza para todos —dijo el tallador de sangre con voz gélida—, Y ahora despega.

Poniendo las manos encima de los controles, Anakin accionó las palancas de las toberas de popa y los motores de la nave cobraron vida al instante con un suave canturreo, en un fluido arranque que no se parecía al de ninguna de las naves que había pilotado hasta entonces.

La escotilla se cerró.

«Menudo vuelo inaugural, ¿eh?»

Anakin desplazó las palancas de control hacia adelante. La consola se elevó alrededor de sus dedos y sus manos. La nave le hablaba, enseñándole lo que debía hacer. Anakin, a su vez, le sugirió a la nave que debía separarse de su cuna y subir en línea recta durante unos centenares de metros antes de nivelarse y poner rumbo hacia el suroeste.

La nave hizo todas esas cosas.

El muchacho estaba alejando al tallador de sangre de Obi-Wan, dando tiempo a su maestro para que se recuperara. El que Jabitha hubiera buscado refugio dentro de la nave era una infortunada casualidad. Anakin estaba más que meramente preocupado por su seguridad.

Podía sentir cómo iba recuperando las fuerzas, y no tardó en darse cuenta de que éstas aumentaban. Para gran consternación suya, el componente principal de esa nueva fortaleza era una roja ascua de ira.

«Ese es el camino, muchacho. La ira y el odio son el combustible. Avívalos y haz acopio de fuerza.»

La voz de nuevo, aterradora en su poder. Anakin no tenía ni la más remota idea de cuáles eran sus intenciones: de momento sólo era una presencia invisible, la voz de la lealtad y la supervivencia, y parecía burlarse de cualquier intento de atribuirle planes ocultos.

Anakin no quería que Jabitha viera lo que le haría llegar a ser esa voz, aquello en que se convertiría para poder salvar a Obi-Wan, derrotar a sus enemigos y sobrevivir.

44

R
aith Sienar alzó la mirada desde el puente de mando y vio cómo las doce naves de la flota que acababa de llegar maniobraban para reunirse con su escuadrón. Nada más verlos identificó a dos transportes de carga Hoersch-Kessel reconvertidos de tamaño medio, un poco más pequeños que el nada maniobrable modelo que la Federación de Comercio había utilizado durante el bloqueo a Naboo, pero básicamente del mismo tipo. Las diez naves restantes eran cruceros ligeros salidos de las fábricas de la corporación Ingeniería Corelliana que habían sido diseñados para escoltar a los grandes destructores de la República, las armas más poderosas de todo su arsenal.

Pero Tarkin no había podido conseguir ningún destructor. Sus conexiones no llegaban a tanto.

El capitán Kett contemplaba las nuevas naves con cierta satisfacción, sin duda imaginando el momento en que ya no tendría que recibir órdenes de Sienar.

Sienar no necesitó hacer ningún gran esfuerzo de imaginación para darse cuenta de hasta dónde llegaba la traición de Tarkin. Los cazas estelares androides habían aceptado la nueva programación de Sienar sin oponer resistencia, pero a pesar de ello después habían actuado siguiendo un código secreto minuciosamente diseñado para sabotear sus planes. Por lo que él sabía, a esas horas los cazas estelares ya habían podido matar a Ke Daiv, poner en pie de guerra a todos los habitantes de Zonama Sekot y acabar con cualquier posibilidad de que pudieran obtener una nave sekotana.

Quizá lo único que le importaba a Tarkin era quedar bien ante el Canciller Supremo.

Kett subió los escalones que llevaban a la cubierta de mando. Sienar se volvió hacia él.

—Prepárese para recibir al comandante Tarkin, capitán Kett —dijo—. Le autorizo a tomar las medidas necesarias para coordinar sus fuerzas con las suyas y aceptar mi dimisión como comandante.

—Pero el procedimiento reglamentario, señor...

—Nada de cuanto se ha hecho hasta el momento está de acuerdo con las reglas. Vuelve a estar a merced de unos canallas, capitán Kett. No seguiré formando parte de ellos.

—Señor, me temo que no entiende...

—Lo entiendo muy bien.

—Tengo órdenes del comandante Tarkin.

— ¿Ya está aquí? —preguntó Sienar, con una leve elevación de las comisuras de sus labios en la que no había ni sorpresa ni diversión.

—En cualquier momento subirá a bordo del
Almirante Korvin
y asumirá el mando. No necesita su permiso.

—Ya veo.

—Y no puede dimitir, porque ha sido arrestado. Su rango queda en suspenso hasta que comparezca ante un tribunal.

— ¿Han comunicado los cargos?

—No, señor.

Sienar meneó la cabeza y rió.

—Bien, pues en ese caso haga lo que hay que hacer. Enciérreme.

—El comandante Tarkin exige la entrega inmediata de los códigos de seguridad de todos los nuevos programas instalados en los androides de la nave, señor.

— ¿Ya le ha informado de ello?

—No le he contado nada, señor. Al parecer ya se imaginaba que usted tomaría alguna medida de ese tipo.

Sienar volvió a reír, esta vez con una carcajada todavía más falsa que la anterior. La ira tiñó de rojo su rostro.

—Dígale que los programas de los androides han quedado grabados de manera indeleble en los circuitos y que no pueden ser modificados. Y dígale también que cualquier intento de extraer los núcleos de ordenador o de efectuar un borrado de memoria activará el proceso de autodestrucción del androide.

— ¡Señor, eso dejaría fuera de combate a toda nuestra dotación de androides!

—Eso no detuvo a los cazas estelares, capitán Kett. Estoy seguro de que Tarkin sabrá encontrar alguna manera de salvar ese pequeño obstáculo. Simplemente no quiero ayudarle a hacerlo.

Kett miró a Sienar con cara de perplejidad.

— ¿A qué viene todo esto, señor? ¿Alguna disputa entre usted y el comandante Tarkin?

—En absoluto —dijo Sienar—. Desde el primer momento se me adjudicó el papel de chivo expiatorio. Nuestra misión tenía que salir mal, y ha salido mal. Hemos alertado a Zonama Sekot de nuestra presencia. La finura y la delicadeza han quedado totalmente descartadas. A partir de ahora, todo va a ser fuerza bruta y coacción. Todo se hará más al estilo de Tarkin, ¿comprende? Nada de lo que yo haga o deje de hacer cambiará eso. Si Tarkin desea verme, estaré en mis alojamientos.

Bajó del puente y echó a andar por el pasillo que llevaba a los alojamientos del comandante. Aún no había llegado a ellos cuando tropas de la República le cortaron el paso en el gran corredor principal que pasaba por encima de las bodegas de carga del
Almirante Korvin.

Tarkin pasó por entre los soldados mientras éstos se hacían a un lado para abrirle camino y saludó a Sienar con una seca inclinación de cabeza.

—Tenemos que hablar —dijo Tarkin, y lo cogió por el codo—. Las cosas no han podido ir peor, y necesito saber por qué. El Senado está muy preocupado por tus acciones. Incluso el canciller Palpatine se ha interesado personalmente por el asunto.

— ¿Le has informado personalmente, quizá? —preguntó Sienar, su rostro tan inexpresivo como una máscara de piedra—. Deberíamos ir a mis alojamientos. Allí podremos hablar.

— ¿Cómo, y que algún lacayo androide nos mate a los dos? Honorable, seguramente, pero muy estúpido, Raith. Iremos a mi nave, donde sé que puedo esperar.

45


S
heekla está herida —le dijo Shappa—. Los médicos la están atendiendo. Gann sufre un shock agudo.

Obi-Wan se despojó rápidamente de la prenda ceremonial. Debajo llevaba su más familiar túnica. El trozo de roca le había dado un buen golpe, afectando a un centro nervioso e interfiriendo con su control corporal, pero no había penetrado mucho. El dolor era intenso, pero eso no suponía ningún problema para un Caballero Jedi. Obi-Wan se quitó la túnica, cogió el largo vendaje que le ofrecía Shappa y se envolvió el torso con él. Después volvió a ponerse la túnica. El arquitecto le ofreció la espada de luz, y Obi-Wan la tomó de su mano.

Gann cruzó la plataforma con paso tambaleante y el rostro demudado por la confusión.

— ¿Qué vamos a hacer? El magister tiene que darnos instrucciones. ¿Quién ordenará la activación de las defensas? Quizá ya va siendo hora. ¡Debemos huir!

Shappa lo apartó delicadamente —Ahora el liderazgo parece haber recaído en mí —le dijo a Obi-Wan—. ¿Cómo puedo ayudarte, Jedi?

—Necesito un transporte. Una nave espacial, a ser posible —dijo Obi-Wan—. Para seguirlos.

—Puedes disponer de mi nave —dijo Shappa—. He venido desde Distancia Media en ella. Seré tu piloto.

— ¿Y qué pasa con la defensa del planeta? —insistió Gann, alzando los dedos hacia el cielo como si quisiera estrujarlo.

—Eso es asunto del magister —replicó Shappa—. Llevas tanto tiempo trabajando con su grupo... Todo está en su sitio, ¿no?

— ¡Ellos han traído a los invasores hasta aquí! —aulló Gann, señalando a Obi-Wan con un dedo tembloroso.

—Son Jedi —dijo Shappa—. Ellos nunca harían algo semejante. ¿Verdad que no? —añadió, mirando a Obi-Wan.

—Nunca a sabiendas —dijo Obi-Wan.

La furia oscureció el rostro de Shappa con un repentino aflujo de sangre.

—No es la primera vez que rechazamos a unos invasores, y probablemente no será la última. Recuperaremos a tu muchacho..., y después, ¿quién sabe qué se hará?

Shappa silbó. Su nave sekotana se elevó del borde de la plataforma, giró grácilmente en el aire y extendió sus soportes de descenso. Shappa subió a bordo, y Obi-Wan lo siguió.

Shappa puso la mano sobre el panel de instrumentos y la superficie viviente del panel se cerró alrededor de los dedos que le quedaban.

—Han ido hacia el sur —dijo Shappa. La nave empezó a elevarse y la escotilla se cerró sin hacer ningún ruido—. Ya están a cien kilómetros de aquí. Nos costará bastante alcanzarlos, especialmente si salen al espacio. Pero primero tendrán que encontrar combustible, porque de lo contrario nunca conseguirán ponerse en órbita.

— ¿En qué otros lugares pueden conseguir combustible? —preguntó Obi-Wan impacientemente.

—En Distancia Media. Pero dudo que vayan allí, porque está muy bien defendida y se encuentran en estado de alerta. Tendrán que volver a Distancia Lejana, o ir todavía más lejos en dirección norte, hasta la meseta polar. O a la montaña del magister en el sur. —Shappa miró a Obi-Wan—. Quizá haya llegado el momento de que seamos totalmente francos el uno con el otro. Hay algo especial en el muchacho. ¿Puedes decirme en qué consiste?

Obi-Wan confiaba en Shappa. El arquitecto parecía más sensato que cualquiera de los otros ferroanos que había conocido hasta el momento, y quizá percibiese con más claridad los designios de la Fuerza.

«Necesitamos otro aliado.»

Obi-Wan ya comprendía la voz interior. Tal como había sospechado, aunque no como había esperado, no era la voz de Qui-Gon. Lo que perduraba eran las enseñanzas de su maestro, el recuerdo de incontables días y semanas de paciente adiestramiento, la voz de tantos años juntos.

No había ningún espíritu. Qui-Gon no había pasado a otro nivel de existencia al morir. Su maestro estaba realmente muerto.

—En primer lugar, le pediré a nuestra nave del norte que se reúna con nosotros. Charza Kwinn puede ayudar.

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