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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (6 page)

Cuarto de baño. Muy ordenado, punto. Goetz realizaba la limpieza él mismo y había prohibido a Naseer que llevara ninguno de sus potingues. Tampoco había medicamentos. Para la edad que tenía, el chileno estaba fuerte como un roble.

De vuelta en el pasillo, Kasdan descubrió otra habitación. Una sala de música donde un piano y una cadena de música de las antiguas, enorme, ocupaban el lugar de honor. Goetz había tapizado el techo con cajas de huevos, sin duda para insonorizar el espacio. Persiana. Luz. Las múltiples cavidades del techo proyectaban sombras multiplicadas, dignas de un cuadro de Vasarely.

Al observar las paredes, Kasdan comprendió que se estaba acercando a la intimidad de Goetz. Esa sala reflejaba la pasión del organista: la música. Había dos paneles llenos de CD y de discos de vinilo. Objetos de culto. Versiones históricas de óperas, de sinfonías, de conciertos para piano. Esa habitación delataba también cierta cursilería de solterón. A pesar de la grandeza del tema, la música, una decadencia acartonada flotaba entre aquellas paredes y lo cubría todo como una fina capa de polvo.

Kasdan se acercó al piano. Un modelo eléctrico que tenía unos auriculares enchufados. Observó detenidamente la cadena de música. Amplificador integrado de la marca Harman-Kardon. Dos altavoces de columna. Cajón de bajos. Un equipo profesional. El organista debía de haber invertido toda su pasta en esa calidad de sonido.

La funda de un CD reposaba sobre el lector. Kasdan contempló la carátula. La grabación de una obra vocal, el
Miserere
de Gregorio Allegri. El armenio leyó el dorso de la funda y se llevó una sorpresa: el director del coro era Wilhelm Goetz en persona. Sacó la carátula y la ojeó. Una foto de grupo en dos páginas. Entre los niños vestidos de blanco y negro, Goetz, más joven, miraba al objetivo con aire jovial. Había en sus ojos un destello de orgullo, un brillo que Kasdan nunca le había visto. Goetz, con el cabello ya blanco, resplandecía en medio de su coro, su máquina de producir sonidos celestes…

Kasdan abrió el reproductor de CD y comprobó que el disco que había dentro fuera el
Miserere.
Siempre con los guantes puestos, cogió los auriculares del piano, los enchufó en el amplificador y puso en marcha el disco asegurándose de que la música no saliera también por los altavoces.

Se quedó pasmado.

Estaba acostumbrado a las obras corales. Todos los domingos, en la catedral de Saint-Jean-Baptiste resonaban los cantos armenios a capela. Pero eran voces de hombres, graves y marciales. No se parecía en nada a aquello. La partitura del
Miserere
parecía destinada a los niños. Una polifonía que tejía acordes de una inocencia y una pureza conmovedoras.

La obra empezaba con largas notas tenues, como comprimidas aún por la grabación. Le parecía estar escuchando los sonidos redondos y atiplados de un órgano humano cuyos tubos eran las gargantas de los niños…

Kasdan se sentó en el suelo, con los auriculares en las orejas. Mientras escuchaba, echó un vistazo a los comentarios de la carátula. Al parecer el
Miserere
era un éxito de la música vocal. Una obra grabada miles de veces. Había sido escrita durante la primera mitad del siglo XVII. Gregorio Allegri era miembro del coro de la Capilla Sixtina, y la interpretación anual de esta pieza constituyó un acontecimiento ritual durante más de dos siglos. Un detalle le llamó la atención: el contraste entre el lúgubre nombre de la obra,
Miserere
, y el del compositor, Allegri, que evocaba el júbilo, la fiesta, la alegría.

De pronto, una voz aguda brotó de los auriculares. Una voz de una dulzura tan extraña, tan intensa, que te desgarraba por dentro y sentías un nudo en la garganta. La voz de un muchachito, suspendida, inaccesible, que se alzaba más allá de los acordes, siguiendo una línea melódica muy alta, como lanzada por encima del mundo.

Kasdan sintió que se le empañaban los ojos. Dios, iba a llorar, allí, en la casa de un muerto, a medianoche, sentado en el suelo, con los auriculares y los guantes de cirujano. Para contrarrestar la emoción que lo invadía, se concentró en la reseña. El texto estaba redactado por Wilhelm Goetz. Contaba cómo, una tarde de lluvia de 1989, había logrado esa grabación casi divina cuando nada hacía presagiar que fuera posible. Unos minutos antes, los pequeños cantores jugaban al fútbol en los jardines de la iglesia Saint-Eustache de Saint-Germain-en-Laye, donde debía llevarse a cabo la toma de sonido. Poco después, el solista, un chaval llamado Régis Mazoyer, con las rodillas todavía sucias de barro, lanzó su melodía en la primera toma. Y entonces, en la capilla helada, ocurrió el milagro. Su asombrosa voz se elevó hacia las bóvedas de la nave…

Las líneas se confundieron nuevamente bajo sus ojos. Kasdan vio desfilar los recuerdos. Nariné. David. De repente, sintió una tristeza inmensa, esa tristeza que siempre trataba de ocultar en el fondo de sí mismo pero que sabía que no había olvidado ni enterrado. Tal era el poder del pequeño corista, ese tal Régis Mazoyer. Su voz conseguía exhumar la melancolía más profunda, resucitar en el fuero interno a los desaparecidos. Esos que nunca nos dejan en paz.

Kasdan detuvo la música. Apagó la cadena y fue consciente del silencio que lo rodeaba entre esas paredes llenas de discos y ese techo tapizado con cajas de huevos. Fue como una señal subliminal. Una advertencia. Una de las claves del asesinato se encontraba en aquella voz embrujadora. O en la obra cantada: el
Miserere.
Se levantó, sacó el disco del lector, lo guardó en la funda y se lo metió en el bolsillo. Esa obra todavía tenía cosas que decirle. Apagó la luz. Subió la persiana. Salió.

De nuevo en el salón, se entregó a un registro escrupuloso de los cajones. Dio con la contabilidad privada de Goetz. Recetas de la Seguridad Social, extractos bancarios, contratos de seguros, nóminas emitidas por asociaciones y parroquias sujetas a la ley 1901. El armenio no se entretuvo en esos papeles sin interés. No estaba de humor para revisar cifras.

Luego, una idea acudió a su mente. Naseer había dicho: «Willy se sentía vigilado». ¿Sería posible que el teléfono estuviera intervenido? En ese caso, sería un sistema a la antigua usanza, con micrófono integrado en el auricular. El armenio desmontó el teléfono. Tenía experiencia en materia de escuchas ilegales. Su período «célula antiterrorista». Nada, por supuesto. Ni rastro de micrófono.

Se sentó en un sillón. Reflexionó. Se había formado una opinión sobre Goetz: no solo era discreto sino que estaba obsesionado con el secreto. Si allí había algo que encontrar, sería necesario poner patas arriba el apartamento. Kasdan no tenía ni el tiempo ni el poder necesarios para hacerlo. Su mirada se posó en el ordenador que había sobre un escritorio, en un rincón del salón. Allí tampoco; inútil. Sin duda, tenía una contraseña de acceso y, si guardaba algún secreto, Goetz se habría tomado la molestia de ocultarlo tan bien como el resto.

Dejó vagar sus pensamientos. Sopesó la información esencial de aquella noche: Goetz homosexual. Eso abría una nueva posibilidad: un crimen pasional. Naseer, no; otro amante, paralelo al joven mauriciano. Un chiflado que odiaba al chileno por alguna razón y había querido matarlo con el dolor. Otra posibilidad: un desgraciado encuentro nocturno. Por mucho que Kasdan luchara contra sus prejuicios, para él todos los homosexuales eran unos calentorros, unos salidos sin remedio. ¿Había encontrado Goetz un psicópata en su camino?

Dejó errar la mirada por la habitación. Tomaba nota de cada recoveco, de cada pieza del zócalo, a la búsqueda de no sabía qué. De pronto su mirada se detuvo en una anomalía por encima de la barra de la cortina de la puerta vidriera. Cogió una silla y se subió a ella. Observó esa zona de la pared: había una diferencia de color entre la puerta vidriera y el techo. Estaba claro que esa estrecha franja se había vuelto a pintar. Kasdan la palpó; buscaba un relieve. Sus dedos detectaron un saliente. Pasó la mano por encima varias veces. Una forma circular, del tamaño de una moneda de un euro.

Fue a la cocina a buscar un cuchillo y volvió a subirse a la silla. Con precaución, cavó alrededor y luego deslizó la hoja del cuchillo debajo de la forma circular. Con un golpe seco, desconchó la pintura y desprendió el objeto.

Sintió que le recorría un estremecimiento helado.

Tenía un micrófono en la palma de la mano.

Y no cualquier micrófono; uno de los modelos de marca coreana que utilizaba el taller de la PJ, la Policía Judicial, esos últimos años. Él mismo lo había colocado a menudo cuando sonorizaba los apartamentos de los sospechosos. El chivato poseía un detector de sensibilidad que lo ponía en marcha a partir de un determinado umbral de ruido: por ejemplo, el golpe de una puerta.

El frío se diluyó en sus venas a medida que sus ideas se precisaban. Wilhelm Goetz estaba efectivamente bajo vigilancia, pero no por parte de paramilitares chilenos ni de alguna policía secreta sudamericana. ¡Lo escuchaban los servicios de la PJ! O incluso los tipos de las RG, las Informaciones Generales de la policía, o la DST, la Dirección de Seguridad Territorial. En todo caso, franchutes de pura cepa.

Kasdan contempló el cuerpo del delito y luego observó el teléfono fijo. El hecho de no haber encontrado un micrófono en el auricular no demostraba nada. Hoy en día la policía controlaba las líneas desde el origen, a través de France Telecom o de los operadores de teléfonos móviles. Eso podía verificarlo haciendo algunas llamadas.

Se guardó el
zonzon
o micro en el bolsillo y volvió a registrar el apartamento. Esta vez sabía qué buscaba. En menos de media hora había descubierto tres micrófonos. Uno en el dormitorio. Uno en la cocina. Uno en el cuarto de baño. Únicamente la sala de música se había salvado. Kasdan movió los cuatro chivatos sobre su palma enguantada. ¿Por qué la policía espiaba al chileno? ¿Estaba efectivamente a punto de testificar en un juicio por crímenes contra la humanidad? ¿Qué había allí que pudiera interesar a la policía?

Kasdan comprobó que sus «extracciones» no hubieran dejado huellas demasiado evidentes. Si Vernoux y sus acólitos solo registraban superficialmente el apartamento, no se enterarían de nada. El armenio volvió a colocar los muebles en su sitio, apagó las luces, subió las persianas, se marchó reculando y cerró la puerta de entrada sin hacer ruido.

Tenía bastante por esa noche.

9

El grito lo atravesó de arriba abajo.

No era él, Cédric Volokine, quien había gritado, sino su vientre. Un sufrimiento increíble que surgía de lo más hondo de sus entrañas y se transformaba en un surco de fuego en su garganta. Había vomitado. Y vomitó otra vez. Ahora solo era un acceso, una convulsión que lo desgarraba todo a su paso y resonaba contra sus cartílagos, lacerando su cerebro, propulsándolo hasta el límite del desvanecimiento.

De rodillas frente a la taza del váter, Volokine sentía el ardor palpitar en su tráquea. Y el miedo, ya, de la próxima descarga…

Lejos, muy lejos, oyó pasos.

Su vecino de cuarto iba a ver si la estaba palmando.

—¿Estás mal?

Le hizo señas de que se perdiera. Quería experimentar su sufrimiento hasta el final. Solo. Tocar fondo y hundirse definitivamente. El otro se iba ya cuando un nuevo espasmo lo propulsó hacia el agujero.

Temblaba inclinado sobre el retrete. Un hilo de baba colgaba de sus labios, goteando hasta la bilis que flotaba en los huecos del cagadero. Volokine permanecía inmóvil. El menor gesto, el menor intento de tragar podía despertar a la bestia…

Al mismo tiempo, pretendía ser estoico. No seguiría ningún tratamiento. Ni metadona ni Subutex. Lo habían transferido allí, a aquel centro de l’Oise, el templo del antifármaco. Pues bien, se mantendría firme en ese «no» drástico hasta el final.

La crisis cedía. Podía sentirlo. La fiebre remitía y daba paso al frío. Un líquido helado en sus arterias, un tintineo de cristales que herían las paredes de sus venas.

Era el segundo día sin pincharse.

Uno de los peores, junto con el tercero.

Y, para decir verdad, con buena parte de los que seguirían.

Pero tenía que resistir. Para demostrarse a sí mismo que no era un enfermo. O por lo menos que la enfermedad no era incurable. Podía salir de esa. Lo sabía. Se lo habían dicho. En su ánimo atormentado por la abstinencia, esa idea parecía un mito. Un rumor imposible de demostrar.

Se irguió. Se dejó caer de culo, con la espalda en la pared, el brazo izquierdo apoyado en el retrete, el brazo derecho extendido, como a la espera de un chute. Bajó la mirada hacia aquel miembro, apartado de él, amarillo, azul, violáceo, tan delgado como una liana. Soltó una carcajada breve, siniestra. «No estás lo que se dice en forma, Volo…» Se masajeó lentamente el antebrazo; sintió la piel, dura como una corteza, los músculos y, debajo, los huesos, apretados, roídos.

«Dos días sin droga.» Aquel día había sufrido el clásico bajón. La calma antes de la tempestad. Cuando el monstruo sale del pozo para exigir su alimento. Sabía que la hidra emergería, sacaría su repugnante cabeza. Había aparecido sobre la medianoche y hacía ya dos horas que luchaba contra ella, al estilo de los héroes de la Antigüedad.

Cruzó los brazos alrededor de los hombros e intentó refrenar los tiritones. Los huesos y los dientes le castañeteaban de tal manera que a su lado la taza también temblaba. Sintió que el estómago se le revolvía otra vez y pensó que estaba listo para otra sesión. Pero no. Después de un eructo seco, su vientre se relajó bruscamente. «Lo conseguirás…» Lograría reptar hasta su habitación y rezar por que el sueño lo venciera por lo menos hasta el alba.

De día el infierno tenía otra cara.

Encontró la cisterna. Accionó el mecanismo.

A cuatro patas, empezó a avanzar. La camisa, empapada de sudor, se le pegaba a la espalda. Los escalofríos hacían que le vibraran los brazos, como cuando uno está en el centésimo pinchazo…

Volver a la habitación.

Acurrucarse bajo el edredón.

Conjurar el sueño.

Cuando se despertó, su reloj marcaba las 04.20. Había estado sin conocimiento más de dos horas, pero no había llegado más allá de la puerta de los cagaderos. Simplemente, se había desvanecido allí, sobre las baldosas, absolutamente fuera de combate.

Volvió a moverse. A ritmo de babosa. Ondulando, apoyándose en su ropa apergaminada por el sudor seco, consiguió llegar al pasillo. Una vaga esperanza asomó en él. Sí. Saldría más fuerte de esa pesadilla. Sí. Más fuerte y marcado a fuego hasta en los mínimos pliegues de su cerebro. «Nunca más.»

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