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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (3 page)

Ella Kareyan, once años. 34, rue La Bruyère. En sexto de primaria, instituto Condorcet. Bajo. 36. Datos particulares: violinista y yudoca. Una verdadera cotorra. Practicaba artes marciales todos los miércoles después del coro. Ese miércoles había faltado a clase por culpa de «toda esa cosa». Así, nunca conseguiría el cinturón naranja. «Siguiente.»

Timothée Avedikian. 13 años. Un simple vistazo a su calzado le bastó para saber que no podía ser su testigo. Muy alto, calzaba por lo menos un 39. Realizó el interrogatorio por mera formalidad. 45, rue Sadi-Carnot, en Bagnolet. En segundo. Bajo. El chaval tenía una pasión: la guitarra. Eléctrica, saturada, estridente. El ex policía lo fotografió con la mirada: cabello lacio, gafas redondas. Un físico más propio de un intelectualoide que de un
guitarhero.

Entre las cuatro y las cuatro y media de la tarde, Timothée había estado en el patio, charlando por el móvil con su «chica». Última mirada sobre las gafas. Sin doble intención. Sin tapujos.

—Puedes irte —concluyó el armenio.

La puerta de la cocina se cerró sobre el silencio… y la cruz.

Kasdan miró su lista: nada.

Había dejado escapar su mejor posibilidad de avanzar.

Las siete y media de la tarde.

Kasdan se levantó. Tenía un plan.

Pero primero debía pasar por Alfortville… a coger víveres.

4

Los bustos de mármol de los antiguos directores del IMF se alzaban en el vestíbulo del edificio. Orfila (1819-1822). Tardieu (1861-1879). Brouardel (1879-1906). Thoinot (1906-1918)…

—Francamente, empiezas a ponerte pesado.

Kasdan se dio la vuelta. Ricardo Méndez, bata verde, chapa IMF colgada al cuello, estaba allí. Con esa vestimenta había pasado directamente de la zarzuela a un episodio de
Urgencias.
Pero en su tez mate conservaba un poquito de sol, ese encanto oliváceo del Caribe.

Kasdan le guiñó un ojo y señaló las estatuas.

—¿Te ves un día con tu cabeza aquí?

—Eres un coñazo. Te he dicho que te llamaría.

El armenio le mostró la botella de cristal y la bolsa de plástico que llevaba en las manos.

—Necesitas hacer una pausa; lo leo en tus ojos. ¡Te he traído la cena!

—No tengo tiempo. Estoy en plena faena.

El antiguo policía señaló el jardín central, detrás de los cristales, sumergido en la noche.

—Un picnic al aire libre, Ricardo. Comemos, brindamos y me marcho.

—Un verdadero coñazo. —Se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo—. Cinco minutos, ni uno más.

A partir de los años noventa, por iniciativa de la profesora Dominique Lecomte, directora del Instituto Médico Forense, el patio del depósito de cadáveres había sido transformado en jardín. Un lugar de recogimiento salpicado de boj, muguetes, junquillos, lilas. A la izquierda, un sauce, en sintonía con la fuente central, seca pero agradable con su estanque redondo y límpido. Incluso había frescos en la pared de la derecha. Mujeres plácidas, inmóviles, medio desdibujadas, en poses lánguidas, en el fondo de las bóvedas de ladrillo.

Los dos sexagenarios se sentaron en un banco que parecía birlado de un jardín público. Kasdan sacó unos paquetitos envueltos en papel de aluminio. Abrió uno con precaución.

—Son
pahlavas
—murmuró—. Crepes rellenas de miel y nueces.

—¿Las enrollan bajo el sobaco? —se rió Méndez.

—Come —dijo Kasdan tendiéndole una servilleta de papel—. Ya hablarás luego.

El forense atrapó una de las crepes cortadas en triángulos y se la zampó. Kasdan lo imitó. Los dos hombres las saborearon en silencio. A lo lejos se oía el rumor de los coches que circulaban por la vía rápida que quedaba detrás y, de vez en cuando, el silbido del metro a cielo abierto.

—¿Has visto las noticias? —atacó Kasdan como maniobra de diversión—. Las cosas empiezan a moverse a nuestro favor en la Asamblea. Están examinando una propuesta de ley que…

—Te lo advierto —dijo Méndez con la boca llena—, si me hablas del genocidio armenio, saltaré ese muro y me tiraré a la vía rápida.

—Tienes razón. Debo tener cuidado. Empiezo a chochear.

—Siempre has chocheado.

Kasdan rió y rebuscó nuevamente dentro de la bolsa. Sacó dos vasos de plástico. Los llenó con un líquido espeso y blancuzco.

—Mazoun
, hecho a base de yogur —explicó—. ¿Sabías que los armenios inventaron el yogur?

Brindaron. Méndez cogió otra crepe.

—Son buenas estas porquerías. ¿Las haces tú?

—No. Una amiga. Una viuda de Alfortville.

—Un acierto.

—Una joya.

El metro a cielo abierto les silbó sobre la cabeza.

—Las viudas… —repitió el cubano en tono soñador—. Yo también tendría que ponerme manos a la obra. En mi especialidad no faltan.

Kasdan llenó nuevamente los vasos.

—¡Por la mortalidad masculina! —rió.

Bebieron. Permanecieron en silencio. Penachos de vaho escapaban de sus labios. Kasdan dejó su vaso y se cruzó de brazos.

—Creo que me voy a ir de viaje.

—¿Adónde?

—A mi país. Esta vez haré el gran tour.

—¿El gran tour?

—Hombre, si me hubieras escuchado de vez en cuando, sabrías que Armenia fue fragmentada y recortada de un modo escandaloso. De los trescientos cincuenta mil kilómetros cuadrados de la Armenia histórica, no queda más que un pequeño Estado que posee una décima parte de esa superficie.

—¿Adónde fue a parar el resto?

—A Turquía, principalmente. Cambiaré de apellido y atravesaré las fronteras de Anatolia.

—¿Por qué vas a cambiar de apellido?

—Porque si llegas a Turquía y tu apellido termina en «an», empiezan los follones. Si además quieres ir al monte Ararat, tienes escolta militar garantizada y nunca estás seguro de regresar.

—¿Qué coño vas a hacer allí?

—¡Contemplar las primeras iglesias del mundo! Cuando los cristianos todavía eran carne de circo en Roma, nosotros, los armenios, ya construíamos iglesias. Quiero seguir la ruta de esos lugares, edificados a partir del siglo V. Los
martyria
, mausoleos destinados a acoger los restos de los mártires, las capillas excavadas en los acantilados, las estelas… Luego visitaré las basílicas de la Edad de Oro, el siglo VII. Ya he trazado el itinerario.

Méndez cogió otra crepe.

—Sí que están buenas estas guarradas…

Kasdan sonrió. Esperaba que la comida hiciera su efecto. La miel, las nueces, el azúcar. Tan pronto como esos elementos entraran en la sangre del cubano, su resistencia se disolvería. El forense seguía tragando sin sospechar que la crepe se lo estaba tragando a él.

—Bueno —dijo por fin el armenio—. ¿Qué nos cuenta ese cadáver?

—Ataque al corazón.

—¡Me aseguraste que lo habían asesinado!

—Déjame terminar. Ataque al corazón provocado por un dolor violento.

Kasdan recordó el grito preso en los tubos del órgano.

—En concreto, un dolor en los tímpanos. La sangre provenía de las orejas.

—¿Le perforaron los tímpanos?

—Los tímpanos y el resto del órgano auditivo, sí. Una especialista en otorrinolaringología ha venido a verificar todo eso. Al parecer, el asesino le hundió violentamente una punta en cada oído. Cuando digo «violentamente», peso mis palabras. Si fuera verosímil, me inclinaría por una aguja de tejer y un martillo.

—Dame detalles.

—Hemos observado el órgano con el otoscopio. La punta ha perforado el tímpano, ha destruido los huesecillos, ha alcanzado el caracol. Créeme que para llegar a esa región hay que proponérselo. Tu chileno no tenía ninguna posibilidad. Su corazón se paró en el acto.

—¿Tan doloroso es?

—Tú tuviste una otitis, ¿no? El aparato auditivo está lleno de ramificaciones nerviosas.

En sus cuarenta años de policía, Kasdan nunca había oído una historia semejante.

—¿Se puede morir de dolor? ¿No es una leyenda?

—Sería complicado explicártelo en detalle, pero existen dos sistemas nerviosos: el simpático y el parasimpático. Todas nuestras funciones vitales dependen del equilibrio entre estas dos redes: palpitaciones cardíacas, tensión arterial, respiración. Un estrés violento puede perturbar ese equilibrio y tener consecuencias decisivas sobre estos mecanismos. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, cuando una persona se desmaya al ver sangre. El shock emocional provoca un desequilibrio entre los dos sistemas, causa una vasodilatación de las arterias, y le da un patatús en el acto.

—No estamos hablando de un simple desmayo.

—No. El estrés fue realmente intenso. El equilibrio se rompió de golpe. Y el corazón tiró la toalla.

El asesino quería que su víctima muriera de dolor. Ese era el objetivo de la maniobra. ¿Qué había hecho Goetz para que lo odiaran hasta ese punto?

—¿Qué puedes decirme sobre el instrumento del crimen?

—Una aguja. Muy larga. Muy robusta. De metal, sin duda. Mañana por la mañana sabremos más.

—¿Estás esperando análisis?

—Sí. Hemos extraído la porción petrosa del hueso temporal, que contiene el caracol. Lo hemos enviado al laboratorio de biofísica del hospital Henri-Mondor para la metalización. En mi opinión, encontrarán partículas dejadas por la punta al frotar contra el hueso.

—¿Recibirás tú el resultado de los análisis?

—Primero la especialista otorrino.

—¿Su nombre?

—Olvídate. Te conozco: mañana estarás dándole el coñazo desde primera hora de la mañana.

—Su nombre, Méndez.

Ricardo suspiró y sacó un purito del bolsillo.

—France Audusson. Servicio de otorrinolaringología, en el hospital Trousseau.

Kasdan apuntó el nombre en su libreta. Hacía años que le fallaba la memoria.

—¿Y los análisis de toxicología?

—Dentro de dos días. Pero no encontrarán nada. El caso es claro, Kasdan. Nada común, pero claro.

—¿Qué puedes decirme sobre el asesino?

—Es fuerte. Y rápido. Le perforó los dos tímpanos, chac-chac, antes de que el organista perdiera el sentido. Un acto fulminante y preciso.

—¿Dirías que tiene conocimientos de anatomía?

—No. Pero es un tío hábil. Dio justo en el blanco.

—¿Puedes deducir su estatura, su peso?

—Aparte de su fuerza, no se puede deducir nada. Te repito que se necesita una fuerza prodigiosa para perforar ese hueso. A menos que utilizara una técnica que de momento desconocemos.

—¿No has encontrado huellas en alguna parte del cuerpo? En los lóbulos de las orejas, por ejemplo. ¿Rastros de saliva o de otras sustancias que permitirían realizar un análisis del ADN?

—Nada. El asesino no tocó a su víctima. La punta fue el único contacto.

Kasdan se levantó y posó la mano en el hombro del forense.

—Gracias, Méndez.

—No hay de qué. Por el mismo precio te daré un consejo: olvídalo. Ya no estás para estos trotes. Los de la Criminal llevarán el asunto a la perfección. En menos de dos días habrán identificado al hijo de puta que hizo eso. Prepara tu viaje y no le des el coñazo a nadie más.

El vaho precedió las palabras de Kasdan.

—Ese asesino ha profanado mi territorio —murmuró—. Lo encontraré. Soy el guardián del templo.

—Y el rey de los coñazos.

Kasdan le dedicó su mejor sonrisa.

—Te dejo las crepes.

5

Wilhelm Goetz vivía en el 15-17 de la rue Gazan, delante del parque Montsouris.

Kasdan cruzó el Sena por el puente de Austerlitz y subió por el boulevard de l’Hôpital hasta la place d’Italie. Allí, siguió el metro a cielo abierto y tomó la avenida René-Coty, en la que se aprecia ya la serenidad y la amplitud del parque Montsouris, situado al final de la arteria.

Cuando llegó a los jardines, giró a la izquierda y aparcó en la avenue Reille, a unos trescientos metros de su objetivo. Un acto reflejo de prudencia.

Durante todo el trayecto había estado dándole vueltas a su fracaso con los niños. Se había lanzado sobre esa oportunidad y no había conseguido nada. Un interrogatorio mal llevado implicaba un fracaso irreversible. No se conseguiría nada más de los críos. Estaba claro que la había cagado.

«Ya no estás para estos trotes», había dicho Méndez. Quizá tenía razón. Pero Kasdan no podía permitir que se le escapara ese asesinato. Que la violencia hubiera ido a buscarlo a su madriguera era una señal. Debía resolver el caso. Y luego, largarse. El gran viaje. Las iglesias primitivas. Las cruces de piedra. Las estelas de los orígenes.

Kasdan se aseguró de que la calle estuviera completamente desierta, luego encendió la luz interior del coche. Había birlado la ficha de Wilhelm Goetz, rellenada por él mismo en sus comienzos. El chileno no había escrito gran cosa. Nacido en 1942 en Valdivia, Chile. Soltero. Vivía en París desde 1987.

Por suerte, Sarkis había interrogado al músico y añadido unas notas escritas a lápiz al pie de la página. Goetz había realizado estudios de música en Valparaíso hasta el año 1964. Piano, órgano, armonía, composición. Después se había instalado en Santiago, donde llegó a ser profesor de piano en el conservatorio central de la ciudad. En aquella época, participaba en la vida política del país y había acompañado a Salvador Allende hasta su ascensión al poder. 1973. Golpe de Estado de Pinochet. Goetz había sido arrestado e interrogado. A continuación, agujero negro. Goetz reaparecía en Francia en 1987, con estatus de refugiado político.

En veinte años, el chileno se había hecho un hueco en París; ocupaba el puesto de organista en varias parroquias y dirigía algunos coros. Además, daba clases particulares de piano. Nada para tirar cohetes, pero sí lo suficiente para sobrevivir en la capital y disfrutar de las bondades de una antigua y sólida democracia. Wilhelm Goetz había hecho realidad el sueño de todo inmigrante: fundirse con la masa.

Kasdan buscó en su memoria el rostro del chileno. Piel sonrosada. Cabellos de un blanco intenso. Melena fuerte y abundante, rizada como el pelo de una oveja. Aparte de eso, nada demasiado relevante. Ojos hundidos bajo unas cejas espesas. Mirada huidiza. Kasdan siempre había desconfiado de él. Un
odar.
Un no armenio…

El ex policía borró ese brote de racismo primario y comprendió hasta qué punto había experimentado poca compasión por la muerte del pobre hombre. ¿Le era indiferente? ¿O simplemente ya era demasiado viejo para sentir algo? A lo largo de su carrera, su pellejo no había cesado de endurecerse. Sobre todo durante los últimos años en la BC, donde los fiambres y las historias sórdidas eran el pan de cada día.

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