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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (9 page)

Por lo que se refiere a la situación de la gente del campo, las opiniones de los historiadores difieren. Sin embargo, el análisis de Schapiro, que citamos a continuación, parece hallarse suficientemente sustentado por los hallazgos de la mayoría de los historiadores.

No obstante estas pruebas de prosperidad, las condiciones del campesinado empeoraban rápidamente. A principios del siglo XVI había en realidad muy pocos propietarios independientes que cultivaran su propia tierra con derecho de representación en las dietas locales, lo cual era en la Edad Media un signo de independencia e igualdad social. La gran mayoría era Hoerige, es decir, pertenecía a una clase de gentes personalmente libres, pero cuya tierra se hallaba sometida a tributo, viéndose obligados los individuos a prestar determinados servicios según acuerdos... Era el Hoerige el fundamento de todas las insurrecciones campesinas. El campesino de la clase media, que vivía en una comunidad semiindependiente cercana a la finca señorial, se dio cuenta de que el aumento de los tributos y de los servicios lo estaban conduciendo prácticamente a un estado de servidumbre e iban reduciendo la propiedad comunal de la aldea a ser una parte del feudo del señor.

Ciertos cambios significativos en la atmósfera psicológica acompañaron el desarrollo económico del capitalismo. Un espíritu de desasosiego fue penetrando en la vida de las gentes hacia fines de la Edad Media, mientras comenzaba a desarrollarse el concepto del tiempo en el sentido moderno. Los minutos empezaron a tener valor; un síntoma de este nuevo sentido del tiempo es el hecho de que en Nuremberg las campanas empezaron a tocar los cuartos de hora a partir del siglo XVI. Un número demasiado grande de días feriados comenzó a parecer una desgracia. El tiempo tenía tanto valor que la gente se daba cuenta de que no debería gastarse en nada que no fuera útil. El trabajo se transformó cada vez más en el valor supremo. Con respecto a él la nueva actitud se desarrolló con tanta fuerza que la clase media empezó a indignarse contra la improductividad económica de las instituciones eclesiásticas. Se resentía contra las órdenes mendicantes por ser improductivas y, por tanto, inmorales.

El principio de la eficiencia asumió el papel de una de las más altas virtudes morales. Al mismo tiempo el deseo de riqueza y de éxito material llegaron a ser una pasión que todo lo absorbía. «Todo el mundo», dice el predicador Martin Butzer, «corre detrás de aquellos asuntos y ocupaciones que reportan mayores beneficios. El estudio de las artes y de las ciencias es desechado en beneficio de las formas más innobles del trabajo manual. Todas las cabezas inteligentes, dotadas por Dios de capacidad para los más nobles estudios, se ven monopolizadas por el comercio, el cual está hoy en día tan saturado de deshonestidad, que es la última especie de ocupación que todo hombre honorable debiera emprender».

Una muy importante consecuencia de los cambios económicos descritos llegó a afectar a todos. El sistema social medieval quedó destruido y con él la estabilidad y la relativa seguridad que ofrecía al individuo. Ahora, con los comienzos del capitalismo, todas las clases empezaron a moverse. Dejó de haber un lugar fijo en el orden económico que pudiera ser considerado como natural, como incuestionable. El individuo fue dejado solo; todo dependía de su propio esfuerzo y no de la seguridad de su posición tradicional.

Cada clase, por otra parte, se vio afectada de una manera distinta por este desarrollo. Para el pobre de las ciudades, los obreros y los aprendices, significó un aumento de la explotación y el empobrecimiento, y para los campesinos, también un crecimiento de la presión individual y económica; la nobleza más baja tuvo que enfrentar la ruina, aunque de distinta manera. Mientras para estas clases el nuevo desarrollo era esencialmente un cambio hacia lo peor, la situación era mucho más complicada para la clase media urbana. Nos hemos referido ya a la diferenciación creciente que había tenido lugar en sus filas. Amplios sectores de esta clase se hallaron en una situación cada vez más difícil. Muchos artesanos y pequeños comerciantes tuvieron que enfrentar el poder superior de los monopolistas y de otros competidores con mayor capital, teniendo así dificultades siempre más graves para mantenerse independientes. A menudo luchaban contra fuerzas abrumadoras por su peso, y para muchos se trataba de una lucha temeraria y desesperada. Otros sectores de la clase media eran más prósperos y participaban de la tendencia ascendente general del naciente capitalismo. Pero hasta para estas personas más afortunadas, el papel creciente del capital, del mercado y de la competencia condujo su situación personal hacia la inseguridad, el aislamiento y la angustia.

El hecho de que el capital asumiera una importancia decisiva significó que una fuerza impersonal estaba ahora determinando su destino económico y, con él, su destino personal. El capital «había dejado de ser un sirviente y se había vuelto un amo. Asumiendo una vitalidad separada e independiente, reclamaba el derecho, propio del socio más poderoso, de dictar el tipo de organización económica acorde con sus exigentes requerimientos».

Las nuevas funciones del mercado tuvieron un efecto similar. El mercado medieval había sido relativamente pequeño y su funcionamiento resultaba fácilmente comprensible. Llevaba la demanda y la oferta en relación directa y concreta. El productor sabía aproximadamente cuánto debía producir y podía estar relativamente seguro de vender sus productos por un precio adecuado. Pero ahora era menester producir para un mercado cada vez más vasto y ya no se podían determinar por adelantado las posibilidades de venta. Por tanto, no era suficiente producir mercaderías útiles. Aun cuando esto fuera una condición necesaria para la venta, las leyes imprevisibles del mercado decidían si los productos podían ser vendidos y con qué beneficio. El mecanismo del nuevo mercado parecía similar a la doctrina calvinista de la predestinación, según la cual el individuo debe realizar todos los esfuerzos posibles para ser bueno, pero mientras tanto su salvación o perdición se halla decidida desde antes del nacimiento. El día del mercado se tornó en el día del juicio para los productos del esfuerzo humano.

Otro factor importante dentro de la situación era el papel creciente de la competencia. Si bien ésta no estaba del todo ausente en la sociedad medieval, el sistema económico feudal se basaba en el principio de la cooperación y estaba regulado —o regimentado— por normas capaces de restringir la competencia. Con el surgir del capitalismo estos principios medievales cedieron lugar cada vez más al principio de la empresa individualista. Cada individuo debía seguir adelante y tentar la suerte. Debía nadar o hundirse. Los otros no eran ya sus aliados en una empresa común; se habían vuelto sus competidores, y frecuentemente el individuo se veía obligado a elegir entre su propia destrucción o la ajena. Ciertamente el papel del capital, del mercado y de la competencia individual no era tan importante en el siglo XVI como lo fue más tarde. Pero, al mismo tiempo, todos los elementos decisivos del capitalismo moderno ya habían surgido juntamente con sus efectos psicológicos sobre el individuo.

Hemos descrito una parte del cuadro, pero también hay otra: el capitalismo liberó al individuo. Liberó al hombre de la regimentación del sistema corporativo; le permitió elevarse por sí solo y tentar su suerte. El individuo se convirtió en dueño de su destino: suyo seria el riesgo, suyo el beneficio. El esfuerzo individual podía conducirlo al éxito y a la independencia económica. La moneda se convirtió en un gran factor de igualdad humana y resultó más poderosa que el nacimiento y la casta.

Este aspecto del capitalismo apenas empezaba a desarrollarse en el primitivo período que hemos tratado hasta ahora. Desempeñó un papel más importante entre el pequeño grupo de capitalistas prósperos que entre la clase media urbana. Sin embargo, hasta en la medida restringida en que existió efectivamente en ese entonces, tuvo efectos importantes en la formación de la personalidad humana.

Si ahora tratamos de resumir nuestra discusión relativa al impacto de los cambios económicos y sociales sobre el individuo durante los siglos XV y XVI, llegamos al siguiente cuadro de conjunto.

Nos encontramos con aquel mismo carácter ambiguo de la libertad que antes se discutió. El hombre es liberado de la esclavitud que entrañan los lazos económicos y políticos. También gana en el sentido de la libertad positiva, merced al papel activo e independiente que ejerce en el nuevo sistema. Pero, a la vez, se ha liberado de aquellos vínculos que le otorgan seguridad y un sentimiento de pertenencia. La vida ya no transcurre en un mundo cerrado, cuyo centro es el hombre; el mundo se ha vuelto ahora ilimitado y, al mismo tiempo, amenazador. Al perder su lugar fijo en un mundo cerrado, el hombre ya no posee una respuesta a las preguntas sobre el significado de su vida; el resultado está en que ahora es víctima de la duda acerca de sí mismo y del fin de su existencia. Se halla amenazado por fuerzas poderosas y suprapersonales, el capital y el mercado. Sus relaciones con los otros hombres, ahora que cada uno es un competidor potencial, se han tornado lejanas y hostiles; es libre, esto es, está solo, aislado, amenazado desde todos lados. Al no poseer la riqueza o el poder que tenía el capitalista del Renacimiento, y habiendo perdido también el sentimiento de unidad con los otros hombres y el universo, se siente abrumado por su nulidad y desamparo individuales. El Paraíso ha sido perdido para siempre, el individuo está solo y enfrenta al mundo; es un extranjero abandonado en un mundo ilimitado y amenazador. La nueva libertad está destinada a crear un sentimiento profundo de inseguridad, de impotencia, de duda, de soledad y de angustia. Estos sentimientos deben ser aliviados si el individuo ha de obrar con éxito.

2. El período de la Reforma

En este momento del desarrollo histórico surgieron el luteranismo y el calvinismo. Las nuevas religiones no pertenecían a una rica clase elevada sino a la clase media urbana, a los pobres de las ciudades y a los campesinos. Ellas entrañaban un llamamiento a estos grupos al expresar aquel nuevo sentimiento de libertad e independencia —así como de impotencia y angustia— que había penetrado en sus miembros. Pero las nuevas doctrinas religiosas hicieron algo más que proporcionar una expresión articulada a los sentimientos generados por el orden económico en evolución. Por medio de sus enseñanzas aumentaron y, al mismo tiempo, ofrecieron soluciones capaces de permitir al individuo hacer frente al sentimiento de inseguridad, que de otro modo hubiera sido insoportable.

Antes de comenzar el análisis del significado social y psicológico de las nuevas doctrinas religiosas, haremos algunas consideraciones acerca del método de nuestro estudio, lo cual contribuirá a la comprensión de tal análisis.

Al estudiar el significado psicológico de una doctrina política o religiosa, debemos ante todo tener presente que el análisis psicológico no implica juicio alguno acerca de la verdad de la doctrina analizada. Esta última cuestión sólo puede ser juzgada en los términos de la estructura lógica del problema mismo. El análisis de los motivos psíquicos existentes detrás de ciertas doctrinas o ideas no puede ser nunca un sustituto del juicio racional referente a la validez de la doctrina y de sus valores implícitos, aun cuando aquel análisis puede conducir a una mejor comprensión del significado real de una doctrina, y de este modo influir sobre el propio juicio de valor.

Lo que el análisis psicológico de las doctrinas puede mostrar son las motivaciones subjetivas que proporcionan a una persona la conciencia de ciertos problemas y le hacen buscar una respuesta en determinadas direcciones. Cualquier clase de pensamiento, verdadero o falso, si representa algo más que una conformidad superficial con las ideas convencionales, es motivado por las necesidades subjetivas y los intereses de la persona que lo piensa. Ocurre que ciertos intereses se ven favorecidos por el hallazgo de la verdad, mientras que otros lo son por su destrucción. Pero en ambos casos los motivos psicológicos constituyen incentivos importantes para llegar a ciertas conclusiones. Hasta podríamos ir más lejos y afirmar que aquellas ideas que no se hallan arraigadas en poderosas necesidades de la personalidad ejercerán poca influencia sobre las acciones y la vida toda del individuo en cuestión.

Si analizamos las doctrinas religiosas y políticas con relación a su significado psicológico, deberemos distinguir dos problemas. Podemos estudiar la estructura del carácter del individuo que crea una nueva doctrina, tratando de entender cuáles rasgos de su personalidad explican la orientación especial de su pensamiento. Hablando concretamente, ello significa, por ejemplo, que debemos analizar la estructura del carácter de Calvino o de Lutero para hallar qué tendencias de su personalidad los condujeron a determinadas conclusiones y a formular ciertas doctrinas. El otro problema se halla en el estudio de los motivos psicológicos, no ya del creador de la doctrina, sino del grupo social hacia el cual la doctrina misma orienta su llamado. La influencia de toda doctrina o idea depende de la medida en que responda a las necesidades psíquicas propias de la estructura del carácter de aquellos hacia los cuales se dirige. Solamente cuando la idea responda a poderosas necesidades psicológicas de ciertos grupos sociales, llegará a ser una potente fuerza histórica.

Por supuesto, ambos problemas, la psicología del líder y la del grupo de sus adeptos, se hallan estrechamente ligados entre si. Si la misma idea influye sobre ambos, la estructura de su carácter ha de ser similar en muchos aspectos importantes. Prescindiendo de factores tales como el talento especial del líder para el pensamiento y la acción, la estructura de su carácter exhibirá generalmente, en una forma extrema y claramente definida, la peculiar estructura del carácter correspondiente a aquellos sobre quienes influyen sus doctrinas; el líder puede llegar a una formulación más clara y franca de ciertas ideas para las cuales sus adeptos se hallan ya psicológicamente preparados. El hecho de que la estructura del carácter del líder muestre con mayor vivacidad algunos de los rasgos que puedan encontrarse en sus seguidores, se debe a uno de los siguientes factores o a una combinación de ambos: primero, que su posición social sea la que típicamente corresponde a aquellas condiciones que modelan la personalidad de todo el grupo; segundo, que por las circunstancias accidentales de su educación y de sus experiencias personales, aquellos mismos rasgos que en el grupo son consecuencia de la posición social, se desarrollen en él en un grado muy marcado.

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