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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (13 page)

La joven había visto al doctor Ishida en varias ocasiones y había actuado como intérprete en largas discusiones. A veces, el médico traía textos y los leía para que ella los tradujera, pues Madaren no sabía leer ni escribir. Don Joao también le leía en alto del libro sagrado, y ella reconocía algunos fragmentos de las oraciones y bendiciones de su niñez.

Aquella noche, don Joao se había percatado de la presencia de Ishida y le había llamado con la esperanza de entablar conversación; pero el doctor había alegado la necesidad de atender a un paciente. Madaren imaginó que se trataba de su acompañante y al volver la vista hacia el hombre se percató de su mano lisiada y de los pliegues que le surcaban el entrecejo. No le reconoció de inmediato; pero tuvo la impresión de que el corazón le dejaba de latir y luego comenzaba a golpearle en el pecho, como si la piel de ella hubiera conocido la de él y hubiera sabido en el acto que ambas habían sido creadas por la misma madre.

Apenas logró conciliar el sueño más tarde. El cuerpo del extranjero, que yacía junto al suyo, le transmitía un calor insoportable. Antes del amanecer se marchó sigilosamente a pasear junto al río, bajo las ramas de los sauces. La luna había atravesado el firmamento y ahora se hallaba en el oeste, húmeda y abultada. La marea estaba baja y las sombras de los cangrejos que recorrían las embarradas orillas parecían manos dobladas como garfios. Madaren no quiso comunicarle a don Joao adonde se dirigía. No deseaba tener que pensar en el idioma extranjero ni preocuparse por lo que su amante pudiera opinar. Atravesó las oscuras calles hasta la casa de placer en la que solía trabajar, despertó a la criada, se lavó y se cambió de ropa y luego se sentó tranquilamente y bebió cuencos de té hasta que se hizo de día.

Mientras caminaba hacia Daifukuji le asaltaron las dudas: tal vez no fuera en realidad Tomasu, ella se había equivocado, todo había sido un sueño; él no se presentaría; había ascendido en la vida, y ahora que se había hecho comerciante —si bien no muy próspero, según las apariencias— no querría saber nada de ella. No había acudido en su ayuda: había estado vivo todos esos años y nunca la había buscado. Madaren caminaba con lentitud, haciendo caso omiso del bullicio que la rodeaba a medida que la marea subía y las barcas varadas en la arena volvían a cobrar vida.

El templo de Daifukuji miraba al mar. Sus verjas de color rojo se divisaban desde la lejanía del océano y daban la bienvenida a los marineros y comerciantes que regresaban a casa, recordándoles que dieran las gracias a Ebisu, el dios del mar, por ofrecerles protección en sus travesías. Madaren contempló con disgusto la ornamentación y las estatuas del templo, pues ella, al igual que don Joao, había llegado a creer que tales cosas resultaban odiosas al Secreto y equivalían a la adoración de los espíritus malvados. Se preguntó por qué su hermano habría elegido semejante lugar para el encuentro y le asaltó el temor de que hubiera renegado de las creencias de su niñez. Madaren introdujo una mano en el interior de su túnica, acarició la cruz que don Joao le había entregado y, de pronto, cayó en la cuenta de cuál sería su misión: la salvación de Tomasu.

Franqueó la cancela del santuario y permaneció allí mismo a la espera, en parte intranquila debido al sonido de los cánticos y de las campanas que llegaba desde el interior, y en parte, a su pesar, fascinada por la belleza del jardín. Hileras de iris rodeaban los estanques y las primeras azaleas estivales empezaban a exhibir sus flores escarlatas. El sol apretaba con más fuerza y la sombra del jardín la atrajo hacia adentro. Fue caminando hasta la parte posterior de la nave principal. A su derecha se alzaban varios cedros centenarios rodeados de brillantes cuerdas de paja. Justo detrás había una tapia blanca que cercaba un jardín con árboles más pequeños, cerezos tal vez, aunque ya estaban despojados de sus flores, ahora reemplazadas por hojas verdes. Un reducido grupo de hombres —la mayoría de ellos monjes con cabeza afeitada y manto de color pálido— se hallaba tras la tapia, elevando la vista. Madaren siguió sus miradas y vio lo que estaban contemplando. En un primer momento le pareció otra extraña escultura, tal vez una representación de alguna clase de demonio; pero entonces, la figura entrecerró sus ojos de largas pestañas, movió las orejas y se pasó la lengua gris por el suave hocico castaño claro. Giró la cabeza, coronada por dos cuernos, y miró lánguidamente a sus admiradores. Era un ser viviente y, sin embargo, ¿dónde se había visto una criatura con un cuello tan largo que pudiera mirar por encima de una tapia de más altura que el más alto de los hombres?

Se trataba del
kirin.

Mientras Madaren contemplaba el insólito animal, el cansancio y la confusión de sus pensamientos le hicieron sentirse como si se encontrara en un sueño. Desde la entrada principal del templo llegaba el alboroto de una frenética actividad y se oyó ahora la voz de un hombre que, presa de la emoción, gritaba:

—¡El señor Otori está aquí!

Madaren sufrió un tremendo sobresalto tras hincarse de rodillas y contemplar al gobernante de los Tres Países a medida que entraba en el jardín, rodeado por un séquito de guerreros. Iba ataviado con ropas veraniegas de corte formal en tonos crema y oro, con un bonete negro en la cabeza. Ella se fijó en la mano lisiada, enfundada en un guante de seda, y reconoció su rostro. Entonces cayó en la cuenta de que se trataba de Tomasu, su propio hermano.

9

Takeo había reparado en la presencia de su hermana, arrodillada humildemente a la sombra en un lateral del jardín; pero no le prestó ninguna atención. Si Madaren optaba por quedarse, hablaría con ella en privado; si se marchaba y volvía a desaparecer de su vida, no iría a buscarla, fueran cuales fuesen los sentimientos de tristeza o arrepentimiento que tal decisión pudiera acarrearle. Lo mejor, y probablemente lo más sencillo, sería que se marchara. Desde luego, él podía hacer que la arrestaran y le dieran muerte. Contempló la idea durante unos instantes aunque en seguida la descartó. Actuaría con su hermana de una manera justa, al igual que haría con Zenko y con Kono. Arreglaría el asunto por medio de la negociación, de acuerdo con la ley que él mismo había establecido.

Como si de la aprobación por parte del Cielo se tratara, la cancela del jardín tapiado se abrió y el
kirin
hizo su presencia. Ishida lo sujetaba por medio de un cordel de seda roja atado a un collar incrustado de perlas. La cabeza del médico apenas alcanzaba el lomo del animal, que le seguía de una manera confiada a la par que solemne. Su pelaje era de color castaño claro, con figuras color crema del tamaño de la palma de una mano.

La criatura percibió el olor a agua y estiró el cuello en dirección al estanque. Ishida le permitió acercarse y el
kirin
extendió las patas hacia los lados para poder inclinarse a beber.

Los monjes y los guerreros se echaron a reír, alborozados, pues dio la impresión de que el asombroso animal hacía una reverencia ante el señor Otori.

Takeo también estaba fascinado. Se acercó a la criatura y acarició el suave pelaje, adornado con dibujos sorprendentes.

El
kirin
no parecía amedrentado, si bien prefería mantenerse cerca de Ishida.

—¿Es macho o hembra? —preguntó.

—Creo que hembra —respondió el médico—. La criatura carece de órganos externos masculinos y se muestra más apacible y confiada de lo que cabría esperar en un macho de su tamaño. Pero es aún muy joven; tal vez vaya cambiando al hacerse mayor. Entonces, podremos estar seguros.

—¿Dónde lo encontraste?

—En el sur de Tenjiku, aunque procedía de otra isla más occidental. Los marineros suelen hablar de un continente gigantesco donde animales como éste pastan en grandes manadas, con elefantes de tierra y marinos, enormes leones dorados y aves de color rosa. Los hombres de aquellas tierras nos doblan en tamaño; tienen la piel negra como la laca y son capaces de retorcer el hierro con sus propias manos.

—¿Cómo lo conseguiste? El valor de una criatura así debe de ser incalculable.

—Me lo ofrecieron a modo de pago. Realicé un pequeño servicio para el príncipe de la comarca. Inmediatamente pensé en la señora Shigeko y en lo mucho que le gustaría, de manera que acepté e hice las disposiciones necesarias para traerlo con nosotros.

Takeo sonrió al recordar la destreza de su hija con los caballos y su amor por los animales en general.

—¿No fue difícil mantenerlo vivo? ¿De qué se alimenta?

—Por fortuna, la travesía fue tranquila. Además, el
kirin
es de naturaleza apacible y se contenta fácilmente. Al parecer, se alimenta de las hojas de los árboles que crecen en su tierra natal, aunque acepta con agrado la hierba, ya sea fresca o seca, y otros vegetales.

—¿Podrá caminar hasta Hagi?

—Tal vez deberíamos transportarlo en barco, rodeando la costa. Es capaz de andar varios kilómetros sin cansarse, pero no creo que pueda atravesar montañas.

Cuando hubieron terminado de admirar al animal, Ishida volvió a llevarlo al jardín tapiado y luego acompañó a Takeo al templo, donde se celebró una breve ceremonia y se elevaron plegarias por la salud del
kirin
y la del señor Otori. Takeo encendió velas e incienso, se arrodilló ante la estatua del dios y luego, con devoción y respeto, llevó a cabo las prácticas religiosas que por su rango le correspondían. En los Tres Países estaban permitidas todas las sectas y creencias mientras no supusieran una amenaza para el orden social, y aunque Takeo no creía en un único dios reconocía la necesidad de los humanos de atribuir una base espiritual a su existencia, necesidad que él mismo compartía.

Tras las ceremonias, en las que se rindieron honores al Iluminado —el gran maestro— y a Ebisu —el dios del mar—, se sirvieron té y pastelillos de pasta de judías. Takeo, Ishida y el abad del templo pasaron un rato muy ameno intercambiando anécdotas y componiendo ocurrentes poemas acerca del
kirin.

Poco antes del mediodía Takeo se puso en pie, expresó su deseo de sentarse a solas en el jardín y fue caminando por el lateral de la nave principal del templo hasta el edificio de menor tamaño situado a espaldas de ésta. La mujer seguía arrodillada pacientemente en el mismo lugar. Al pasar, él hizo un ligero movimiento con la mano para que Madaren le siguiera.

El edificio miraba hacia el este. La fachada sur estaba bañada por la luz del sol pero en la veranda, bajo la sombra del tejado curvo, el aire aún resultaba fresco. Dos jóvenes monjes que se afanaban limpiando estatuas y barriendo el suelo se retiraron sin mediar palabra. Takeo se sentó en el borde de la veranda; la madera, de un tono gris plateado, se notaba caliente a causa del sol. Escuchó los pasos indecisos de su hermana sobre el sendero de guijarros, así como su respiración, acelerada y ligera. En el jardín las golondrinas piaban y las palomas zureaban desde los cedros. Madaren volvió a hincarse de rodillas, ocultando el rostro.

—No debes tener miedo —dijo Takeo.

—No es miedo —respondió ella al instante—. Es que... no comprendo nada. Tal vez he cometido un absurdo error; pero el señor Otori está hablando conmigo a solas, lo que nunca ocurriría a menos que lo que yo creyese fuera verdad.

—Anoche nos reconocimos el uno al otro. Es cierto, soy tu hermano. Han pasado muchos años desde la última vez que me llamaron Tomasu.

Madaren le miró a la cara, pero él evitó su mirada. Volvió los ojos hacia la zona umbría de la arboleda y a la tapia lejana, donde la cabeza del
kirin
se mecía por encima de la techumbre de tejas como si de un juguete infantil se tratara.

Takeo se percató de que su propia tranquilidad era percibida como indiferencia por su hermana, y se daba cuenta de que la rabia bullía en el interior de Madaren. Cuando ésta tomó la palabra, su voz denotaba un matiz de acusación.

—Durante dieciséis años he escuchado baladas y relatos acerca de ti. Hablaban de un héroe remoto y legendario. ¿Cómo puedes ser Tomasu, aquel niño de la aldea de Mino? ¿Dónde estabas mientras a mí me vendían de una casa de placer a otra?

—Me rescató el señor Otori Shigeru. Me adoptó como su sucesor y expresó su deseo de que me casara con Shirakawa Kaede, heredera de Maruyama.

Se trataba del resumen más escueto posible del extraordinario y turbulento recorrido que había conducido a Takeo a ser el hombre más poderoso de los Tres Países.

Madaren respondió con amargura:

—Te vi arrodillarte ante la estatua dorada. Por las historias que cuentan, me he enterado de que has matado con frecuencia.

Takeo asintió con un gesto casi imperceptible. Se preguntaba qué le pediría su hermana, qué podría hacer por ella, cómo sería posible enmendar la deshonrosa vida de Madaren, si es que existía forma alguna de hacerlo.

—Imagino que nuestra madre y nuestra hermana... —dijo con pesadumbre.

—Las dos murieron. Ni siquiera sé dónde están sus cadáveres.

—Lamento mucho lo que debes haber sufrido.

Antes de terminar la frase se dio cuenta de que su tono resultaba envarado y sus palabras, inoportunas. El abismo que les separaba era demasiado grande: no había manera de que pudieran acercarse el uno al otro. Si aún hubieran compartido la misma fe, podrían haber orado juntos; pero ahora las creencias de la infancia que antaño les unieran levantaban una barrera imposible de superar. Aquel pensamiento inundaba a Takeo de angustia y de lástima.

—Si necesitas algo, puedes dirigirte a las autoridades de la ciudad —declaró—. Me aseguraré de que te atiendan, pero no puedo hacer público nuestro parentesco. Debo pedirte que no se lo menciones a nadie.

Notó que la había ofendido y de nuevo sintió una punzada de compasión; aun así, sabía que no podía permitir que su hermana entrara en su vida más allá de contar con su protección.

—Tomasu —repuso ella—. Eres mi hermano mayor. Tenemos obligaciones entre nosotros. Eres la única familia que tengo, soy la tía de tus hijos. Y también tengo un deber espiritual para contigo. Me preocupa tu alma. No puedo quedarme contemplando cómo vas hacia el Infierno.

Takeo se levantó y se alejó de su hermana.

—No existe más infierno que el que los hombres establecen en la tierra —sentenció, girando la cabeza hacia atrás—. No vuelvas a acercarte a mí.

10

Los discípulos del Iluminado observaron que los tigres y sus cachorros se morían por falta de alimento —relató Shigeko con voz piadosa—, y sin pensar en sus propias vidas se arrojaron por el precipicio y murieron estrellados contra las rocas del abismo. Entonces, los tigres pudieron devorarles.

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