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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (8 page)

Gurgeh había hecho girar los diales de la tarjeta de su única pieza oculta y la había colocado boca abajo sobre la mesa sin mirarla, por lo que ni el señor Dreltram ni él tenían ni la más mínima idea de dónde se encontraba la pieza. Quizá estuviera en una posición ilegal, lo cual podía hacerle perder la partida o (y eso era menos probable) en un lugar de gran utilidad estratégica situado dentro del territorio de su oponente. Gurgeh utilizaba ese pequeño truco siempre que jugaba una partida con alguien a quien no consideraba un profesional. Aparte de proporcionar a su oponente un margen de ventaja que probablemente le hacía mucha falta, servía para que la partida resultase mucho más interesante y menos predecible y añadía un poco más de emoción al desarrollo del juego.

Pensó que ya iba siendo hora de que averiguara dónde estaba su pieza oculta, no sólo por curiosidad sino porque el límite de ochenta movimientos que se habían fijado como momento en el que era obligatorio revelar la posición de la pieza ya no tardaría en llegar.

Empezó a buscarla, pero no podía ver la tarjeta donde había registrado las coordenadas de su pieza oculta. Sus ojos recorrieron el desorden de cartas y tarjetas de cerámica que cubrían la mesa. El señor Dreltram era un jugador bastante desordenado. Sus cartas, tarjetas y piezas por usar o eliminadas estaban dispersas por encima de la mesa, y habían invadido la parte de ésta que se suponía correspondía a Gurgeh. La ráfaga de viento que se produjo cuando el tren entró en el túnel hacía una hora estuvo a punto de llevarse las cartas de menos peso, y las sujetaron con vasos y pisapapeles de cristal que aumentaron todavía más la impresión de confuso desorden, impresión ya reforzada por la pintoresca aunque un tanto afectada costumbre del señor Dreltram de anotar manualmente todos los movimientos en una tablilla (afirmaba que en una ocasión la memoria de un tablero de anotaciones se había borrado a causa de una extraña avería privándole de todos los datos sobre una de las mejores partidas que había jugado en su vida). Gurgeh empezó a levantar cosas canturreando para sí mismo mientras buscaba la tarjeta de cerámica con los ojos.

Y entonces oyó a su espalda una repentina inspiración de aire que casi parecía una tos de incomodidad. Giró sobre sí mismo y vio al señor Dreltram, quien parecía extrañamente a disgusto. Gurgeh frunció el ceño. El señor Dreltram –que acababa de volver del cuarto de baño y tenía las pupilas dilatadas por la mezcla de drogas que estaban produciendo sus glándulas– fue hacia la mesa seguido por una bandeja llena de bebidas, se sentó y clavó la mirada en las manos de Gurgeh.

Gurgeh no se dio cuenta de que las cartas que tenía en las manos y que acababa de levantar mientras buscaba la tarjeta de su pieza oculta eran las correspondientes a las minas del señor Dreltram hasta que la bandeja empezó a depositar las bebidas sobre la mesa. Gurgeh las contempló –las cartas seguían boca abajo, por lo que no había visto cuál era la posición de las minas–, y se imaginó los pensamientos que debían estar pasando por la mente del señor Dreltram.

Volvió a dejar las cartas en el sitio del que las había cogido.

–Lo siento mucho. –Se rió–. Estaba buscando mi pieza oculta.

Las palabras acababan de salir de su boca cuando la vio. La tarjeta circular estaba encima de la mesa casi delante de él.

–Ah –dijo, y sólo entonces sintió el calor de la oleada de sangre que invadió su rostro–. Aquí está. Hmmm... La estaba buscando con tanto entusiasmo que no la veía.

Volvió a reír y sintió una opresión muy extraña que recorrió velozmente todo su cuerpo, una presa de acero que se cerró sobre sus entrañas haciéndole sentir algo indefinible a medio camino entre el terror y el éxtasis. Nunca había experimentado algo semejante. La sensación que más se le aproximaba... Sí, pensó con una repentina claridad, lo más aproximado a esa sensación había sido el primer orgasmo de su adolescencia, su primera incursión en la sexualidad con una chica que le llevaba muy pocos años de ventaja. Había sido una experiencia tosca y con una base puramente humana, como si un instrumento hubiera ido desgranando una melodía muy sencilla nota por nota (era la comparación más adecuada, teniendo en cuenta que el paso del tiempo y el progresivo dominio de sus glándulas productoras de drogas harían que acabara disfrutando de auténticas sinfonías sexuales), pero aquella primera vez había sido una de sus experiencias más memorables; no sólo porque se trataba de una novedad absoluta sino porque pareció abrirle todo un mundo tan nuevo como fascinante que encerraba una gama de sensaciones y de vivencias totalmente distintas. La sensación fue muy parecida a la que acompañó su primer torneo de juegos cuando representó a Chiark contra el equipo juvenil de otro Orbital, y se repetiría cuando sus glándulas productoras de drogas alcanzaran la madurez definitiva pocos años después de la pubertad.

El señor Dreltram rió y se secó el rostro con un pañuelo.

Gurgeh concentró toda su atención en el juego, dejándose absorber por él hasta tal punto que su oponente tuvo que avisarle de que la partida ya había llegado al límite de los ochenta movimientos. Gurgeh dio la vuelta a su tarjeta sin haber comprobado la posición de la pieza oculta. Había decidido correr el riesgo de que ocupara el mismo cuadrado que una de las piezas reveladas.

La pieza oculta resultó estar justo en la misma posición que el Corazón, la pieza alrededor de la que giraba todo el juego; la pieza de la que estaba intentando apoderarse su oponente... Había seiscientas posibilidades contra una, pero allí estaba.

Gurgeh contempló la intersección ocupada por su bien defendido Corazón y movió lentamente la cabeza para comprobar las coordenadas que había marcado al azar en la tarjeta de cerámica dos horas antes. Eran las mismas. No cabía duda. Si hubiera echado un vistazo a la tarjeta un movimiento antes habría podido desplazar el Corazón hasta una posición donde no corriese peligro..., pero no lo había hecho. Había perdido las dos piezas, y haber perdido el Corazón significaba que la partida estaba perdida. Había perdido.

–Oh, qué mala suerte... –dijo el señor Dreltram carraspeando para aclararse la garganta.

Gurgeh asintió.

–Creo que es costumbre que el jugador derrotado se quede con el Corazón como recuerdo del momento en que la catástrofe se abatió sobre él –dijo, acariciando la pieza que acababa de perder.

–Eh... Sí, eso tengo entendido –dijo el señor Dreltram.

Su expresión dejaba bien claro que la imprevisible derrota de Gurgeh le hacía sentirse un tanto incómodo y, al mismo tiempo, que estaba encantado por su buena fortuna.

Gurgeh volvió a asentir. Dejó el Corazón sobre el tablero y cogió la tarjeta de cerámica que le había traicionado.

–Creo que prefiero quedarme con esta tarjeta –dijo.

La alzó ante el rostro del señor Dreltram, quien se apresuró a asentir.

–Bueno... Sí, por supuesto. Quiero decir... ¿Por qué no? No tengo nada que objetar, faltaría más.

El tren entró en un túnel y fue reduciendo la velocidad hasta detenerse en la estación que había dentro de la montaña.

–Toda la realidad es un juego. La física a su nivel más fundamental, la mismísima textura de nuestro universo..., todo eso es un resultado directo de la interacción entre el azar y ciertas reglas bastante sencillas, y la misma descripción puede aplicarse a los mejores juegos, los más elegantes y satisfactorios tanto al nivel intelectual como al estético. El futuro es maleable porque es incognoscible y porque es el resultado de acontecimientos a un nivel subatómico que no pueden ser predecidos en su totalidad, y eso permite conservar la posibilidad del cambio y la esperanza de acabar imponiéndose..., la posibilidad de la victoria, por utilizar una palabra que ya no está de moda. En ese aspecto el futuro es un juego; y el tiempo es una de las reglas. Generalmente los mejores juegos mecanicistas –aquellos que pueden ser Jugados «perfectamente» en algún sentido de la palabra, como por ejemplo la Rejilla, el Enfoque Pralliano, el 'Nkraytle, el Ajedrez o las Dimensiones Fárnicas–, pueden ser atribuidos a civilizaciones que carecían de una visión relativista del universo, y mucho más de la realidad. También podría añadir que esos juegos siempre se originan en sociedades donde aún no han aparecido las máquinas conscientes.

»Los juegos de primerísima categoría admiten el elemento del azar por mucho que impongan las restricciones más severas a la suerte pura y simple. Por muy complicadas y sutiles que sean las reglas y sin importar la escala y diferenciación del volumen de juego y la variedad de poderes y atributos de las piezas, cualquier intento de crear un juego basado en otros criterios acaba llevando inevitablemente a quedar aprisionado en una perspectiva que se encuentra varias eras por detrás de la nuestra, no sólo en el aspecto social sino incluso en el tecnofilosófico. Como ejercicio histórico puede que eso tenga cierto valor, lo admito, pero como obra del intelecto... Es una pérdida de tiempo pura y simple. Si quiere hacer algo anticuado, ¿por qué no construye una embarcación de madera o una máquina de vapor? Son artefactos tan complicados y que exigen tanto esfuerzo como un juego mecanicista, y también le servirán para mantenerse en forma.

Gurgeh obsequió con una reverencia levemente irónica al joven que se había aproximado a él para exponerle una idea en que basar un juego que se le había ocurrido hacía poco. El joven parecía no saber qué decir. Tragó una honda bocanada de aire y abrió la boca para hablar. Gurgeh estaba preparado para ello, tal y como lo había estado las últimas cinco o seis veces en que el joven había intentado decir algo, y reanudó su discurso antes de que éste hubiera podido pronunciar una sola palabra.

–No, le aseguro que no bromeo. Emplear sus manos para construir algo por oposición a utilizar únicamente su cerebro no es nada vergonzoso o intelectualmente inferior a esa segunda actividad. Le garantizo que permite aprender las mismas lecciones y adquirir las mismas habilidades precisamente a los únicos niveles que tienen una importancia real, y...

Gurgeh no llegó a completar la frase. Acababa de ver a Mawhrin-Skel. La unidad venía flotando hacia él por encima de las cabezas del gentío que atestaba la gran plaza.

El concierto principal ya había terminado. Las cimas de las montañas que se alzaban alrededor de Tronze resonaban con los ecos de los distintos grupos que habían empezado a actuar después, y los grupos de gente iban gravitando hacia sus formas musicales favoritas. Algunos optaban por la música seria, otros preferían la improvisación, algunos querían bailar y otros deseaban experimentar la música sometidos al trance provocado por cierta droga. La noche era cálida y estaba bastante nublada. La escasa luz que llegaba del lado más distante del Orbital creaba un halo lechoso que flotaba alrededor de las nubes que ocupaban la vertical del cielo por encima de Tronze. La ciudad, la más grande de la Placa y de todo el Orbital, había sido construida junto al gran macizo central de la Placa Gevant, allí donde el lago Tronze fluía por el borde de la meseta dejando caer sus aguas desde un kilómetro de altura para que se desparramaran por la llanura que había debajo. La cascada era como un diluvio permanente que regaba la jungla.

Tronze servía de hogar a menos de cien mil personas, pero aun así Gurgeh tenía la sensación de que la ciudad estaba demasiado llena de gente y sus espaciosas mansiones y encrucijadas, sus elegantes galerías, plazas y terrazas, sus miles de casas acuáticas y sus esbeltas torres unidas por puentes no lograban disipar aquella sensación de ahogo que le invadía a cada visita. Chiark era un Orbital de construcción bastante reciente –sólo tenía unos mil años de antigüedad–, pero Tronze ya casi había alcanzado el tamaño máximo al que podía aspirar cualquier comunidad orbital. Las auténticas ciudades de la Cultura se hallaban en sus inmensas naves, los Vehículos Generales de Sistemas. Los Orbitales eran una especie de suburbios rurales concebidos para las personas que querían disfrutar de mucho espacio en el que moverse. En términos de escala y si se lo comparaba con uno de los VGS de mayor magnitud capaces de albergar a miles de millones de personas, Tronze apenas si era una aldea.

Gurgeh tenía costumbre de asistir al concierto de los sesenta y cuatro días de Tronze, y normalmente siempre se veía acosado por los seguidores y entusiastas del juego. Gurgeh solía mostrarse educado, aunque de vez en cuando se permitía alguna brusquedad. Esta noche, después del desastre del tren y aquella extraña y casi vergonzosa oleada de emociones que había experimentado como resultado de que el señor Dreltram creyera que estaba intentando hacer trampas –por no mencionar el leve nerviosismo que sentía desde que se había enterado de que la chica del VGS
Culto del cargamento
estaba en Tronze y tenía muchas ganas de enfrentarse a él–, no se encontraba del humor adecuado para soportar impertinencias o estupideces.

Aquel joven no era un completo imbécil, claro está. Lo único que había hecho era exponerle lo que, después de todo, no era una idea tan mala para un juego, pero Gurgeh se había lanzado sobre él con toda la fuerza de una avalancha que se desprende de una cima. La conversación –si se la podía calificar de tal– se había convertido en un juego.

El objetivo era seguir hablando y no continuamente, cosa que cualquier idiota era capaz de hacer, sino callarse sólo cuando el joven no emitía señales de que quería intervenir. Las señales podían ir expresadas en lenguaje corporal o facial, y podían consistir en algo tan simple como abrir la boca y empezar a mover los labios. La táctica empleada por Gurgeh consistía en quedarse callado de repente a mitad de un argumento o después de haber emitido alguna observación levemente insultante, arreglándoselas para seguir dando la impresión de que iba a continuar hablando. Aparte de eso Gurgeh estaba citando casi textualmente uno de sus artículos más famosos sobre teoría de los juegos, lo cual añadía un insulto más a su ofensiva, pues había muchas probabilidades de que el joven conociera aquel texto tan bien como el mismo Gurgeh.

–La mera implicación –siguió diciendo Gurgeh en cuanto vio que el joven volvía a abrir la boca– de que es posible eliminar de la vida el elemento del azar, la suerte o la casualidad mediante...

–Hola, Jernau Gurgeh –dijo Mawhrin-Skel–. Espero no estar interrumpiendo nada importante.

–No, no interrumpes nada demasiado importante –dijo Gurgeh volviéndose hacia la pequeña unidad–. ¿Qué tal estás, Mawhrin-Skel? ¿Has hecho alguna travesura sonada últimamente?

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