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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (2 page)

–Una gran mentira, ¿eh?

–¿Hay algo que no lo sea?

–Los logros intelectuales. Ejercitar las habilidades que posees. Los sentimientos humanos.

Los labios de Yay se curvaron en una sonrisita irónica.

–Creo que nos falta mucho para entendernos el uno al otro, Gurgeh –dijo.

–Deja que te ayude.

–¿Quieres que sea tu protegida?

–Sí.

Yay ladeó la cabeza hasta que sus ojos se posaron en las olas que se deslizaban sobre la playa dorada y se volvió hacia Gurgeh. Alargó lentamente el brazo hasta colocar la mano detrás de su cabeza, se puso el casco y activó los cierres. El viento soplaba y las olas embestían la playa. Gurgeh se encontró contemplando el reflejo de su rostro en el visor de Yay. Alzó una mano y la pasó por entre los rizos de su negra cabellera.

Yay se subió el visor.

–Te veré luego, Gurgeh. Habíamos quedado en que Chamlis y yo iríamos a tu casa pasado mañana, ¿no?

–Si quieres...

–Oh, claro que quiero.

Le guiñó el ojo y empezó a bajar por la pendiente de arena. Gurgeh la siguió con la mirada. Yay pasó junto a un robot de recuperación cargado de brillantes fragmentos metálicos y le entregó su arma.

Gurgeh permaneció inmóvil durante unos momentos sosteniendo los restos del proyectil en el hueco de su mano. Después separó los dedos y dejó que cayeran sobre la desnudez del desierto.

 

Podía oler la tierra y los árboles que había alrededor del lago situado debajo del balcón. La noche estaba nublada y muy oscura, y la única claridad visible en el cielo quedaba confinada a las partes de las nubes levemente iluminadas por los reflejos del distante lado diurno de las Placas del Orbital. Las olas se movían en la oscuridad chapoteando ruidosamente contra los cascos de embarcaciones invisibles. Las luces brillaban en las orillas del lago indicando la presencia de los edificios de poca altura medio escondidos entre los árboles que alojaban a los estudiantes. La fiesta era una presencia a su espalda, algo invisible que palpitaba como el sonido y el olor del falso trueno formado por la amalgama de música, risas, los olores de la comida y los perfumes y vapores tan inidentificables como exóticos que llegaban del edificio de la facultad.

La oleada de
Azul fuerte
estaba por todas partes y fue invadiendo poco a poco todo su ser. Las fragancias del cálido aire nocturno que brotaban de la hilera de puertas abiertas que tenía detrás flotaron sobre la marea de ruidos provocados por el gentío y parecieron convertirse en hebras de aire, fibras que se iban separando de la cuerda que habían formado envueltas en un color y una presencia distintas para cada una. Las fibras sufrieron una nueva transformación y Gurgeh pensó en paquetitos de tierra. Algo que desmenuzar entre sus dedos; algo que absorber e identificar...

Ahí. Ése era el olor rojo y negro de la carne asada que aceleraba el pulso y estimulaba las glándulas salivares; tentador y vagamente desagradable al mismo tiempo según las partes de su cerebro que lo evaluaran. La raíz animal olisqueaba el combustible de un alimento rico en proteínas; el tronco y la parte media del cerebro captaban la presencia de células muertas e incineradas, y el dosel de la parte delantera del cerebro ignoraba ambas señales porque sabía que su estómago estaba lleno y la carne asada había salido de los tanques de cultivo.

También podía detectar la presencia del mar; un olor a sal que había recorrido diez kilómetros o más por encima de la llanura y las marismas, otra conexión de hebras parecida a la telaraña y la red de ríos y canales que unían la masa oscura del lago al incansable fluir del océano que se extendía más allá de los pastizales y los bosques perfumados por la resina.

Azul fuerte
era una secreción de jugadores, un producto de las glándulas alteradas por la manipulación genética que se hallaban en la parte inferior del cráneo de Gurgeh, ocultas por las primeras y viejas capas cerebrales producto de la mera evolución animal. La panoplia de drogas manufacturadas por el organismo entre las que podían escoger la inmensa mayoría de individuos de la Cultura contaba con más de trescientos compuestos distintos cuya sofisticación y popularidad variaban considerablemente de unos a otros.
Azul fuerte
era uno de los menos utilizados porque no provocaba ningún placer inmediato y producirlo requería un notable esfuerzo de concentración, pero resultaba muy útil para los juegos. Lo que parecía complicado se volvía sencillo; los problemas que parecían insolubles se revelaban repentinamente fáciles de solucionar y lo que había parecido incognoscible se convertía en obvio. Era una droga utilitaria, un modificador de la abstracción cuyos efectos no tenían nada que ver con los de un intensificador sensorial, un estimulante sexual o un reforzante fisiológico.

Y no la necesitaba.

Ésa fue precisamente la revelación traída por la droga en cuanto los efectos iniciales se desvanecieron y la fase de meseta se hubo adueñado de su organismo. El hombre con el que se disponía a enfrentarse y a cuya partida anterior de Cuatro Colores había asistido como espectador tenía un estilo engañoso, pero eso no impedía que el comprenderlo y superarlo fuese relativamente sencillo. Su forma de jugar resultaba impresionante, pero casi todo era pura fachada; elegante e intrincada, de acuerdo, pero también muy hueca y delicada y, en última instancia, terriblemente vulnerable. Gurgeh escuchó los sonidos de la fiesta, el lento chapotear de las aguas del lago y los ruidos que llegaban desde los edificios de la universidad que había en la orilla de enfrente. El recuerdo del estilo de su joven contrincante seguía tan claro como antes.

«Olvídalo –decidió de repente–. Deja que el hechizo se derrumbe.»

Algo se relajó en su interior. Era un simple truco mental, como si un miembro fantasma hubiera dejado de estar tenso. El hechizo –el equivalente cerebral a un minúsculo y tosco subprograma circular que podía mantenerse en acción indefinidamente– se derrumbó y, sencillamente, dejó de ser pronunciado.

Se quedó un rato más en la terraza contemplando el lago, giró sobre sí mismo y volvió a la fiesta.

–Jernau Gurgeh... Creía que habías optado por la huida.

Gurgeh se volvió hasta quedar de cara a la pequeña unidad que había flotado hacia él apenas volvió a entrar en la sala elegantemente amueblada. Los invitados hablaban o formaban grupos alrededor de los tableros de juego y las mesas bajo los inmensos tapices de considerable antigüedad que hacían pensar en estandartes de guerras olvidadas. También había docenas de unidades, algunas jugando, algunas observando las partidas, otras hablando con seres humanos y unas cuantas envueltas en las austeras geometrías vagamente parecidas a celosías indicadoras de que estaban comunicándose mediante un transceptor. Mawhrin-Skel, la unidad que acababa de dirigirle la palabra, era con mucho la más pequeña de todas las presentes en la fiesta y habría cabido cómodamente en un par de manos extendidas. El campo de su aura contenía matices cambiantes de gris y marrón que teñían la banda del azul convencional. La unidad parecía el modelo a escala de una compleja nave espacial bastante antigua.

Gurgeh la observó frunciendo el ceño. La unidad le fue siguiendo mientras se abría paso hacia la mesa de Cuatro Colores.

–Pensé que el mocoso quizá te había asustado –dijo la unidad.

Gurgeh acababa de llegar a la mesa donde estaba jugando el joven y se dejó caer en la silla de madera repleta de tallas que acababa de ser abandonada a toda prisa por su recién derrotado predecesor. La unidad había hablado en un tono de voz lo suficientemente alto para que el «mocoso» –un hombre de cabellera desordenada que tendría treinta o treinta y pocos años como máximo– pudiera oírle. El joven puso cara de sentirse herido.

El volumen de las voces de quienes le rodeaban se debilitó un poco. Los campos del aura de Mawhrin-Skel pasaron a una mezcla de rojo y marrón, lo que indicaba placer divertido y disgusto juntos. La unidad acababa de emitir una señal contradictoria muy próxima a un insulto directo.

–No haga ningún caso de esta máquina –dijo Gurgeh volviéndose hacia el joven y devolviendo el asentimiento de cabeza con que acababa de saludarle–. Le encanta hacer enfadar a la gente. –Acercó su silla a la mesa e intentó alisar los pliegues de su vieja chaqueta de mangas anchas, una prenda tan holgada que ya no estaba de moda–. Me llamo Jernau Gurgeh. ¿Y usted?

–Stemli Fors –dijo el joven tragando saliva.

–Encantado de conocerle. Bien... ¿Con qué color juega?

–Ahhh... Con el verde.

–Estupendo. –Gurgeh se reclinó en la silla. Guardó silencio durante unos momentos y movió la mano señalando el tablero–. Bien... Después de usted.

El joven llamado Stemli Fors hizo su primer movimiento. Gurgeh se inclinó hacia adelante para hacer el suyo y Mawhrin-Skel se colocó sobre su hombro zumbando distraídamente. Gurgeh golpeó una de sus placas con la punta de un dedo y la unidad se apartó un poco. Mawhrin-Skel se pasó el resto de la partida imitando el sonido que hacían las pirámides con la punta sostenida por bisagras al ser cambiadas de posición sobre el tablero. Gurgeh dio las gracias al joven y se puso en pie.

No le había costado nada derrotarle e incluso se permitió unas cuantas fiorituras al final, aprovechando la confusión de Fors para producir una colocación de cierta belleza estética. Le bastó con mover velozmente una pieza cuatro diagonales con un traqueteo de pirámides en rotación parecido a una ráfaga de disparos y el brusco desplazamiento dibujó un cuadrado tan rojo como una herida sobre el tablero. Algunos espectadores aplaudieron; otros dejaron escapar murmullos de admiración.

–Es un truco de lo más barato –dijo Mawhrin-Skel lo bastante alto para que le oyeran todos–. Ese chico era presa fácil. Estás perdiendo la finura.

Su campo se iluminó con un brillante destello rojizo y la unidad hendió el aire hasta colocarse sobre las cabezas de los presentes y se alejó.

Gurgeh meneó la cabeza y se levantó de la mesa.

La pequeña unidad le irritaba y le divertía a partes casi iguales. Era grosera e insultante y solía hacerle enfadar, pero su presencia también suponía una agradable alteración de la norma. La gente siempre le trataba de una forma tan espantosamente cortés... Mawhrin-Skel ya debía de haber encontrado otro infortunado al que molestar. Gurgeh avanzó por entre el gentío saludando a unas cuantas personas con la cabeza. Vio a la unidad Chamlis Amalk-Ney junto a una mesa muy larga y no demasiado alta hablando con una de las profesoras menos insoportables de la universidad. Gurgeh fue hacia ellos y cogió una bebida de una bandeja de servicio que pasó flotando a su lado.

–Ah, amigo mío... –dijo Chamlis Amalk-Ney.

La unidad medía casi un metro y medio de altura por medio de anchura y otro tanto de profundidad, y las sencillas placas de su estructura mostraban las diminutas señales y la falta de brillo provocadas por el desgaste de los milenios. La unidad volvió su banda de percepción hacia él.

–La profesora y yo estábamos hablando de ti.

La habitual expresión de severidad de la profesora Boruelal quedó algo aliviada por una sonrisa irónica.

–¿Acaba de obtener otra victoria, Jernau Gurgeh?

–¿Se me nota? –replicó Gurgeh llevándose su bebida a los labios.

–He aprendido a reconocer los signos –dijo la profesora. Tendría dos veces la edad de Gurgeh y ya había dejado bastante atrás su segundo siglo de existencia, pero su digna hermosura seguía siendo impresionante. Tenía la piel bastante pálida y el cabello blanco, como siempre lo había tenido, y lo llevaba muy corto–. ¿Otro estudiante mío ha sido humillado?

Gurgeh se encogió de hombros. Apuró su bebida y miró a su alrededor buscando una bandeja donde depositarla.

–Permíteme –murmuró Chamlis Amalk-Ney.

Quitó delicadamente la copa de entre sus dedos y la colocó sobre una bandeja que pasaba a unos tres metros de distancia de ellos. Su campo teñido de matices amarillos se extendió hasta alcanzar una copa llena del mismo vino que acababa de beber y se la entregó.

Boruelal vestía un traje oscuro de tela muy suave adornado en la garganta y las rodillas por delicadas cadenitas de plata. Iba descalza, y Gurgeh pensó que sus pies desnudos no realzaban su atuendo tan bien como podrían haberlo hecho un par de botas de tacón, pero aquella excentricidad casi resultaba insignificante comparada con las que gustaban de exhibir algunos miembros del cuadro académico de la universidad. Gurgeh sonrió, bajó la vista hacia los dedos de sus pies y contempló el contraste de la piel morena sobre los tablones dorados del suelo.

–Es usted tan destructivo, Gurgeh... –dijo Boruelal–. ¿Por qué no nos ayuda? Conviértase en parte de la facultad y deje de ser el eterno conferenciante invitado que va de un lado a otro.

–Ya hemos hablado de eso muchas veces, profesora, y creo recordar que siempre le he dado la misma explicación. Estoy demasiado ocupado. Tengo montones de partidas que jugar, tesis y trabajos que escribir, cartas que contestar, invitaciones que me exigen viajar y aparte de eso... Bueno, ya sabe que me aburro con mucha facilidad.

Gurgeh apartó la mirada.

–Jernau Gurgeh sería un pésimo profesor –dijo Chamlis Amalk-Ney–. Si un estudiante no lograra comprender algo al momento, sin importar lo complejo y abstruso que fuese, Gurgeh perdería la paciencia y probablemente le derramaría lo que estuviese bebiendo por encima de la cabeza..., o quizá hiciera algo aún peor.

–Sí, he oído algunos rumores al respecto –dijo la profesora poniéndose muy seria.

–Ya hace un año de eso –dijo Gurgeh frunciendo el ceño–, Y Yay se lo merecía.

Contempló a la vieja unidad sin dejar de fruncir el ceño.

–Bueno –dijo la profesora lanzando una rápida mirada de soslayo a Chamlis–, quizá hayamos logrado encontrar un rival digno de usted, Gurgeh. Hay una joven que...

Hubo un estruendo lejano y el nivel del ruido de fondo aumentó repentinamente. Unos instantes después los gritos les hicieron volver la cabeza.

–Oh, no, otro jaleo no... –dijo la profesora con voz cansada.

A primera hora de la noche uno de los jóvenes conferenciantes había perdido el control de su mascota, un pájaro que se había dedicado a revolotear por toda la sala graznando frenéticamente y posándose en la cabeza de varias personas antes de que la unidad Mawhrin-Skel lo interceptara en pleno vuelo dejándolo inconsciente, con lo que la mayoría de asistentes a la fiesta perdieron una diversión con la que no contaban y que había estado pareciéndoles muy entretenida.

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