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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador

 

Gurgeh era uno de los mejores jugadores que había habido nunca en la Cultura, maestro reconocido de todos los tableros, ordenadores y estrategias. Aburrido de su éxito y forzado por las circunstancias, Gurgeh se encontrará a sí mismo, en el Imperio de Azad, enfrentado al juego supremo, un juego tan complejo y modelado con tanta exactitud, de acuerdo con las reglas de la existencia, que el ganador es proclamado Emperador. Víctima de una chantaje y sin verdaderas alternativas, Gurgeh se ve obligado a participar en él, enfrentándose al mayor de los desafíos y poniendo en juego su propia vida.

Iain M. Banks

El jugador

ePUB v1.1

Superpollo1968
15.12.11

Título original: The Player of Games,

publicado por Macmillan London Limited, Londres.

© 1988, lain Banks

© 1992, Ediciones Martínez Roca, S. A.

Gran Vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona

ISBN 84–270–1605–0

Depósito legal B. 7.599–1992

Cubierta: Geest/Høverstad

Ilustración: Vankeer Christian/Thomas Schlück

Fotocomposición de Pacmer, S. A., Miquel Ángel, 70–72, 08028 Barcelona

Impreso por Libergraf, S. A., Constitució, 19, 08014 Barcelona

Para Jim

Primera parte: La placa de La Cultura

Ésta es la historia de un hombre que permaneció mucho tiempo muy lejos de su hogar sólo para tomar parte en un juego. El hombre es un jugador llamado «Gurgeh». La historia empieza con una batalla que no es una batalla, y termina con una partida que no es una partida.

¿Yo? Paciencia, ya os hablaré de mí.

Así es como empieza la historia.

Cada paso creaba nubecillas de polvo. Avanzaba cojeando a través del desierto siguiendo a la silueta que caminaba delante de él. El arma guardaba silencio en sus manos. Debían de estar muy cerca. El distante ruido del oleaje retumbaba a través del campo sónico del casco. Estaban aproximándose a una duna de gran altura desde la que deberían poder ver la costa. Hasta aquel momento se las había arreglado para seguir con vida, cosa que no esperaba.

El calor, la luz y la sequedad reinaban a su alrededor, pero el traje le protegía del sol y de aquella atmósfera que le habría cocido en pocos minutos. Estaba cómodo y seguro. El lado del visor de su casco que había recibido un impacto se había puesto negro y la pierna derecha también estaba averiada –la articulación de la rodilla no funcionaba como debería, y le obligaba a cojear–, pero aparte de eso había tenido mucha suerte. El último ataque se había producido un kilómetro más atrás, y ahora ya casi estaban fuera de su alcance.

La salva de proyectiles apareció por encima del risco más cercano formando un arco resplandeciente. La avería del visor hizo que tardara un poco más de lo normal en detectarlos. Creyó que ya habían empezado a disparar, pero no eran más que los rayos de sol arrancando reflejos a las lisas superficies metálicas. Los proyectiles descendieron un poco y se reagruparon moviéndose con la fluida elegancia de una bandada de pájaros.

El momento en que empezaron a disparar fue indicado por un rojo destellar estroboscópico. Alzó su arma para devolver el fuego. Las otras siluetas del grupo ya habían empezado a disparar. Algunas se arrojaron de bruces sobre la polvorienta superficie del desierto, otras pusieron una rodilla en el suelo. Sólo él siguió en pie.

Los proyectiles volvieron a cambiar de dirección. Giraron al unísono y se separaron bruscamente para seguir rumbos distintos. Los primeros impactos levantaron nubecillas de polvo alrededor de sus pies. Intentó apuntar el cañón de su arma hacia una de las pequeñas máquinas, pero los proyectiles se movían con una rapidez asombrosa y el arma que sostenía en las manos le pareció tan pesada y difícil de manejar que jamás conseguiría acertarles. Su traje empezó a transmitirle el distante ruido de los disparos y los gritos de los demás. El interior del casco se llenó de lucecitas que indicaban los daños. El traje tembló y su pierna derecha quedó repentinamente insensible.

–¡Despierta, Gurgeh! –gritó Yay.

Gurgeh la oyó reír.

La joven giró velozmente sobre una rodilla y dos proyectiles cambiaron repentinamente de rumbo para dirigirse hacia su sección del grupo. Debían de haberse dado cuenta de que era la más débil. Gurgeh vio acercarse las máquinas, pero el arma zumbó locamente en sus manos y el cañón siempre parecía estar apuntando a un lugar en el que ya no estaban. Las dos máquinas se lanzaron velozmente hacia el hueco que había entre él y Yay. Un proyectil emitió un destello cegador y se desintegró. Yay dejó escapar un grito de júbilo. El otro proyectil trazó un arco entre ellos y Yay alzó una pierna intentando liquidarlo de una patada. Gurgeh giró torpemente sobre sí mismo, disparó y consiguió rociar de llamas el traje de Yay. Oyó su grito y las maldiciones que le siguieron. Yay se tambaleó, pero volvió a alzar el arma. Los surtidores de polvo hicieron erupción alrededor del segundo proyectil y Gurgeh vio cómo cambiaba de rumbo disponiéndose para un nuevo ataque. Los parpadeos rojos iluminaron el interior de su traje y llenaron de oscuridad el visor de su casco. Perdió la sensibilidad del cuello para abajo y cayó al suelo. El mundo se convirtió en una inmensidad negra donde sólo había silencio.

–Estás muerto –dijo secamente una vocecita.

Yacía sobre el suelo del desierto, pero no podía verlo. Podía oír ruidos distantes y ahogados, y captaba las vibraciones que hacían temblar el suelo. Podía oír el palpitar de su corazón y el susurro del aire entrando y saliendo de sus pulmones. Intentó contener la respiración y disminuir la velocidad de sus latidos, pero estaba paralizado. Atrapado... Había perdido el control.

Sintió un cosquilleo en la nariz. No había forma de aliviarlo rascándosela. «¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó.

Las sensaciones fueron volviendo. Oyó el sonido de las conversaciones, y descubrió que estaba mirando a través del visor. Podía ver la polvorienta superficie del desierto a un centímetro de su nariz. Alguien le cogió de un brazo y le incorporó antes de que pudiera moverse.

Desconectó los cierres del casco y se lo quitó. Yay Meristinoux estaba observándole y meneaba la cabeza. La joven también se había quitado el casco. Tenía las manos apoyadas en las caderas y el arma colgando de una muñeca.

–Has estado fatal –dijo.

Su tono de voz hizo que las palabras no sonaran tan hirientes. Tenía el rostro de una niña muy hermosa, pero la voz lenta y algo ronca estaba impregnada de una burlona sabiduría. La voz indicaba que Yay había estado metida en muchos líos y había logrado salir con bien de todos ellos.

Los demás estaban sentados sobre las rocas y el polvo del desierto hablando entre ellos. Algunos ya estaban yendo hacia los edificios del club. Yay cogió el arma de Gurgeh y se la alargó. Gurgeh se rascó la nariz y meneó la cabeza indicando que no la quería.

–Yay –le dijo–, esto es para niños.

Yay le observó en silencio durante unos momentos, apoyó el arma en la curva de su cuello y se encogió de hombros (y los cañones de las dos armas se movieron velozmente bajo los rayos de sol emitiendo un destello fugaz, y Gurgeh volvió a ver la hilera de proyectiles que aceleraba hacia ellos y sintió un leve mareo, pero la sensación sólo duró un segundo).

–¿Y qué? –replicó ella–. Al menos no es aburrido. Dijiste que te aburrías. Pensé que una buena sesión de tiros te animaría.

Gurgeh se quitó el polvo del traje y se volvió hacia los edificios del club. Yay ya se había puesto en movimiento. Los robots de recuperación pasaron junto a ellos y empezaron a recoger los fragmentos de las máquinas destruidas.

–Es terriblemente infantil, Yay. ¿Por qué pierdes el tiempo con estas tonterías?

Se detuvieron en lo alto de la duna. El conjunto de edificios del club estaba a cien metros de distancia interponiéndose entre ellos y la arena dorada y el oleaje blanco como la nieve. El mar cabrilleaba bajo los rayos del sol.

–No seas tan pomposo –dijo Yay.

El mismo viento que desintegraba las crestas de las olas y devolvía la espuma resultante al mar agitaba los mechones de su corta cabellera castaña. Yay se inclinó sobre los restos de un proyectil que yacían semienterrados en la arena, los cogió, sopló sobre las superficies relucientes para quitarles los granos de arena que se les habían pegado e hizo rodar los componentes en la palma de su mano.

–Porque me gusta –dijo–. Disfruto con la clase de juegos que tanto te gustan, pero... Esto también me divierte. –Parecía perpleja–. Esto es un juego. ¿No has obtenido ninguna clase de placer de él?

–No. Y en cuanto pase un tiempo tú también dejarás de encontrarlo divertido.

Yay se encogió despreocupadamente de hombros.

–Bueno... Lo disfrutaré mientras dure.

Le alargó los componentes de la máquina desintegrada. Gurgeh los inspeccionó mientras un grupo de jóvenes pasaba junto a ellos yendo hacia las zonas de tiro.

–¿Señor Gurgeh?

Un joven se había detenido y acababa de lanzarle una mirada interrogativa. Los rasgos de Gurgeh se fruncieron en una fugaz expresión de disgusto rápidamente sustituida por otra de tolerancia divertida que Yay le había visto emplear antes en situaciones parecidas.

–¿Jernau Morat Gurgeh? –preguntó el joven, aún no muy seguro de si le había reconocido o estaba equivocado.

–Culpable.

Gurgeh sonrió afablemente e irguió la espalda un par de grados para quedar más erguido, pero sólo Yay se dio cuenta del gesto. El rostro del joven se iluminó y dobló la cintura en una rápida reverencia. Gurgeh y Yay intercambiaron una rápida mirada de soslayo.

–Es un honor conocerle, señor Gurgeh –dijo el joven con una ancha sonrisa–. Me llamo Shuro... Soy... –Se rió–. No me pierdo ni una sola de sus partidas. Tengo todas las obras de teoría suyas que hay disponibles en los archivos y...

Gurgeh asintió.

–Qué exhaustivo por su parte.

–Las tengo todas, créame. Me sentiría muy honrado si quisiera jugar conmigo a... Bueno, a lo que fuese y cuando a usted le vaya bien. El Despliegue quizá sea el juego que se me da mejor; he llegado a los tres puntos, pero...

–Por desgracia mi eterno problema es la falta de tiempo –dijo Gurgeh–. Pero si alguna vez surge la ocasión, le aseguro que me encantará jugar con usted. –Movió la cabeza en un asentimiento casi imperceptible dirigido al joven–. Es un placer haberle conocido.

El joven se ruborizó y empezó a retroceder sin dejar de sonreír.

–El placer ha sido mío, señor Gurgeh... Adiós... Eh... Bueno, adiós.

Sonrió para ocultar su confusión, giró sobre sí mismo y fue a reunirse con sus compañeros.

Yay le siguió con la mirada.

–Este tipo de cosas te encantan, ¿verdad, Gurgeh?

Sonrió.

–En absoluto –se apresuró a replicar él–. Me resultan muy molestas.

Yay siguió observando al joven recorriéndole con los ojos de la cabeza a los pies mientras se alejaba caminando rápidamente sobre la arena. Suspiró.

–Pero ¿y tú? –Gurgeh contempló con cara de disgusto los fragmentos del proyectil que sostenía en el hueco de la mano–. ¿Disfrutas con toda esta... destrucción?

–Oh, vamos, si a esto le llamas destrucción... –dijo Yay–. Las explosiones separan los componentes de los proyectiles, pero no los destruyen. Soy capaz de volver a montar cualquiera de ellos en menos de media hora.

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