Read El hijo del Coyote / La marca del Cobra Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El hijo del Coyote / La marca del Cobra (2 page)

—Todos somos iguales, Patricio —replicó César.

—A los ojos de Dios, tal vez sí.

—Quien no se considera igual a los demás, o se considera inferior o superior, en ambos casos comete una falta grave. Estoy seguro de que Himes volverá. Entretanto, haz lo que te he dicho.

—Tal vez no sea necesario, don César —replicó Sorenas—; pero, de todas formas, le agradezco su interés. Vaya usted con Dios, señor.

—Adiós, Patricio.

Sorenas continuó su camino. Don César sí que era un buen amigo. Seguro que si él supiera su situación le ayudaría, como le había ayudado otras veces; pero no podía acudir a él, porque don César lo consideraría un abuso.

Al pensar en César de Echagüe, Sorenas sintió aumentar su odio hacia
El Coyote
. Don César no era amigo del misterioso bandido. Éste le había jugado malas pasadas. Seguro que si él hubiese dicho a don César que iba a denunciar al
Coyote
, le hubiese felicitado; pero una cosa así era mejor no divulgarla. Valía más no decir nada a nadie y presentar la denuncia a don Teodomiro, el jefe superior de policía. Por la cuenta que le tenía, Mateos tampoco diría nada, y, si le era posible, procuraría quedarse con la gloria de haber detenido al
Coyote
. El principal temor de Sorenas era que alguno de los cómplices del
Coyote
llegara a enterarse de quién había presentado la denuncia y vengara a su jefe. Pero si Mateos quería, nadie sabría nada.

Por un momento, al llegar ante el edificio donde estaba instalado el reducido cuartel general de la policía de Los Ángeles, Patricio Sorenas vaciló. ¿Era justo lo que iba a hacer?

La vacilación fue breve. Un momento después Sorenas entraba en la casa y, tras breve espera, fue introducido en el despacho de Teodomiro Mateos.

—¿Qué deseas, Patricio? —preguntó el policía.

—Vengo a hacerle una proposición —replicó el otro.

—¿Una proposición? ¿Buena?

—Excelente. Sobre todo para usted.

—Habla claro y veremos si tienes o no razón.

—¿Le gustaría detener al
Coyote
?

Antes de replicar, Mateos miró fijamente a Sorenas, quien, por un momento, sintió un nuevo temor y fue asaltado por una sospecha terrible. ¿No sería Mateos el propio
Coyote
? No, no podía ser; pero…

—Claro que me gustaría detenerle —dijo en aquel instante Mateos—. ¿Dónde lo tienes?

—No lo tengo —siguió Sorenas—; pero sé dónde se encontrará esta noche.

—¿Dónde?

Patricio Sorenas sonrió. ¿Era posible que el jefe de policía le creyera tan ingenuo como para entregar así como así un descubrimiento tan importante?

—¿Dónde estará esta noche
El Coyote
? —insistió Mateos.

—Un momento, señor —replicó Sorenas—. Creo que dan un gran premio a quien entregue vivo o muerto al
Coyote
o, por lo menos, proporcione los medios de detenerlo.

—¡Ah! Ya comprendo. —Mateos sonrió burlonamente y preguntó—: ¿Cuánto quieres por tus informes?

—¿Cuánto ofrecen?

—Te he preguntado que cuánto quieres.

—Diez mil pesos.

—Demasiado.

—Sé que ofrecen muchísimo más.

—Pero hay que cogerle, y una de las cosas realmente difíciles es detener al
Coyote
. Eso ya debieras saberlo.

—Puedo reunir amigos y con ellos detenerle.

—Desde luego, puedes intentarlo. Tráeme al
Coyote
muerto o bien atado y recibirás algún día el premio; pero, como lo tendrás que repartir con los que te ayuden, no te corresponderán ni dos mil pesos.

—Ya lo sé; por ello he venido a verle a usted para proponerle que trabajemos unidos. Usted podrá cobrar en seguida el premio.

—¿Y si te ofreciera sólo la mitad? Cinco mil pesos es mucho dinero para ti.

—No, señor Mateos. Sólo diez mil pesos. Y quiero recordarle que aún me queda otra solución. Puedo visitar al coronel que manda las fuerzas militares y hacerle la misma oferta que le he hecho a usted. Él puede utilizar los soldados.

—Está bien, Sorenas, acepto. Podría regatear un poco más; pero perderíamos el tiempo y, realmente, el premio es lo bastante importante para que pueda haber para todos.

—¿Me firmará un papel diciendo que yo le he proporcionado los informes para detener al
Coyote
y que me entregará diez mil pesos?

—Desde que llegaron los yanquis, los californianos hemos cambiado mucho —suspiró Mateos—. Antes bastaba una palabra de honor, en cambio ahora, se necesita esa misma palabra impresa en un papel. Te la daré. Y cuéntame ya dónde estará
El Coyote
esta noche.

—No se ofenda, señor; pero le agradecería que antes me entregara el papel. Me sentiría más tranquilo.

Encogiéndose de hombros, Mateos sacó un papel y escribió en él lo que Sorenas deseaba. Cuando lo hubo firmado se lo tendió a su visitante y preguntó:

—¿Por qué denuncias al
Coyote
?

—Porque necesito dinero y no sé cómo obtenerlo. Si existiera otro medio, no lo haría.

—Lo creo. Ahora dime de una vez dónde estará esta noche
El Coyote
.

Capítulo II: El hijo de don César de Echagüe

Cuando llegó al rancho, César de Echagüe saludó con la mano al hombre que estaba paseando por el jardín adyacente a la casa. Dejando el caballo en manos de un criado, fue al encuentro de su visitante.

—¡Fray Jacinto! ¡Nunca se imaginará la alegría que me ha dado! En cuanto recibí el aviso de que estaba usted en el rancho vine sin perder un segundo.

El fraile de la vieja misión franciscana de San Juan de Capistrano estrechó fuertemente la mano de don César. Eran muy viejos amigos, y bajo los arcos de la misión y en su jardín encontró años antes don César la paz que anhelaba su espíritu
[1]
.

—Don César, he venido sólo por breve tiempo a Los Ángeles; pero antes de entrar en la población quise detenerme en su casa, aceptando la invitación que recibí de usted hace tantos años.

—Temí que me hubiera olvidado.

—¿Cómo olvidar a un hombre cuyo nombre está en todos los labios?

—Nadie habla de don César de Echagüe —sonrió el dueño del rancho.

Bajando la voz, el franciscano replicó:

—Pero todos hablan del
Coyote
.

—Tal vez debiera haber muerto.

—Eso su conciencia se lo ha de decir. No he venido a reprenderle ni a convertir mi visita en indeseada. Sólo podré permanecer aquí hasta las tres o las cuatro de la tarde y quiero que, si no volvemos a vernos en este mundo, guarde un buen recuerdo de mí.

Fray Jacinto calló unos instantes y de pronto comentó:

—Su hijo parece un muchacho muy inteligente.

—Debiera serlo, si se tiene en cuenta lo que he gastado en su educación.

—Pero no siente gran admiración por su padre —siguió el fraile.

—La juventud moderna no admira a sus mayores. Pasaron ya los buenos tiempos en que un padre era, para su hijo, la representación de Dios en la tierra.

—Su hijo, don César, no le admira porque no responde usted a su ideal heroico. En cambio, es un apasionado del
Coyote
.

—No es el único que admira al
Coyote
y desprecia a César de Echagüe —dijo César.

—¿No conoce su verdadera identidad?

—Ya ha visto que no. Sería inconcebible que sabiendo quién era
El Coyote
no admirase a su padre.

—¿Cree que hace bien permitiendo que su hijo ignore su secreto?

—No puedo exponer mi vida dejando que mi identidad sea conocida por un chiquillo.

—Es que su hijo, don César, no es como los demás. Posee un gran sentido de las cosas y es peligroso seguir con él idéntico plan que con los demás. Algún día ha de conocer la verdad, y entonces tal vez se resienta de la falta de confianza que se le ha demostrado.

—Viene usted dispuesto a aumentar mis inquietudes, fray Jacinto.

—Tiene usted razón, don César. Perdóneme. Pero es que he estado hablando con su hijo y me ha asombrado su carácter, su inteligencia, y a la vez que me ha asustado lo he comprendido. Habla del
Coyote
como de un héroe, y en cambio se enfría al mencionar a su padre. Opina que los grandes hacendados de California deberían imitar al
Coyote
.

—Son muchos los que así opinan. Mi hijo cambiará cuando sea mayor. Cuénteme algo de lo que ocurre en San Juan de Capistrano.

—Las cosas marchan mal allí, don César. La misión se arruina.

—Recibirá usted lo suficiente para reconstruirla. Debió habérmelo hecho saber antes.

—Gracias, don César; con lo que recibimos de usted nos basta para vivir. No haga nada más.

—¿Por qué? ¿Es que no quiere aceptar mi ayuda?

—Si las misiones fueran salvadas por un solo hombre, la voluntad de Dios sería burlada. Si el pueblo a quien deben favorecer no les presta su apoyo, es mejor que perezcan; pero estoy seguro de que el pueblo que nos abandonó volverá a nosotros. Y quizá cuanto más pobres y desvalidos nos encuentre, mayor será su deseo de reparar sus faltas.

En aquel momento apareció Guadalupe, anunciando:

—La comida está ya preparada, don César.

—Gracias, Lupe. Tendrás que hacerme un favor. Al venir aquí me crucé con Patricio Sorenas. Su hija está muy desmejorada a causa de un sufrimiento amoroso. Envíale algo bueno de comer, y si el padre no viene todos los días a buscar lo que le he ofrecido, cuida de que a la muchacha no le falten alimentos sanos y apetitosos. El padre es un poco orgulloso y tal vez no quiera venir a mendigar.

—Encargaré que todos los días le lleven algo y esta tarde iré a visitar a Pilar. Tiene mucha destreza en hacer encajes. Le encargaré una buena cantidad y así se distraerá.

Mientras Guadalupe marchaba hacia la casa, César y fray Jacinto la siguieron más despacio. El franciscano había observado atentamente a la mujer y, de pronto, preguntó:

—¿Ha pensado usted en casarse de nuevo, don César?

—¡Eh! No, no lo he pensado. ¿Por qué?

—Hace muchos años que perdió usted a su esposa. Un hombre está obligado a vivir en el matrimonio. Además, una casa como la suya necesita la mano directora de una mujer.

—Lupe se encarga de todo —replicó César.

—¿Acaso… ella…?

César volvióse rápidamente hacia el franciscano.

—Fray Jacinto: respeto demasiado a Guadalupe para ofenderla de esa forma. Ella sola es la dueña de este rancho. Conoce mi doble personalidad y yo no encontraría otra que pudiera serme más fiel.

—¿Por qué no se casa con ella?

Don César se volvió hacia el franciscano.

—¿Por qué me pregunta eso? —inquirió.

—Creo que el matrimonio entre ustedes sería una buena solución para todos; es decir, para usted, para ella y para el niño. Le hace falta una madre que lo guíe en los difíciles pasos que le aguardan.

—Alguna vez he pensado en eso, fray Jacinto —replicó César—. Yo hubiera odiado a mi padre si me hubiese dado otra madre. Creo que mi hijo me odiaría a mí si yo…

—Su hijo no conoció a su madre —recordó el fraile—. Si esa joven lo ha criado como si fuera su hijo…

—Tampoco me gustaría ofender a Lupe ofreciéndole un matrimonio en que todas las conveniencias y ventajas fuesen para mí. Le profeso demasiado aprecio.

—¿Y ella a usted?

—Nació en este rancho y ha sido siempre fiel a mi familia. Leonor la quería como a una hermana y cuando yo quedé solo nadie me ayudó tanto como ella; pero eso no quiere decir que me ame.

Bajando la mirada hacia sus sandalias, fray Jacinto declaró:

—Vivo apartado del mundo, y no debiera hablar como voy a hacerlo; pero no puedo por menos de decir que mis ojos han visto en ella a una de las mujeres más hermosas con que me he cruzado. No deben de haberle faltado pretendientes.

—Creo que algunos tuvo.

—¿Eran indígenas o gente mísera?

—Hubo algunos muy ricos.

—¿Por qué los rechazó?

—Dijo que no la atraían.

—¿Y prefirió seguir siendo criada en este rancho?

—No es una criada —protestó César.

—Para el mundo entero lo es. Gana un sueldo y puede ser echada de aquí en cualquier momento. Si no por usted, por su hijo, el día que llegue a ser dueño de todo esto.

—Eso lo arreglo yo en mi testamento.

—No creo que ella quisiera permanecer aquí después de su muerte. He observado atentamente a esa muchacha. Aún es joven. Sin embargo, en sus ojos se lee una infinita resignación, como si ya nada esperase de la vida y se contentara con lo que tiene.

—Es usted muy sagaz, fray Jacinto —sonrió César de Echagüe.

Habían llegado a la terraza que dominaba el jardín y bajo el emparrado se encontraba una mesita a la que uno de los peones del rancho había llevado un rezumante jarro de rojo barro, junto con unos vasos.

—Espero que aceptará un vaso de ese aperitivo —dijo César, arrastrando hacia la mesa a su visitante—. En su honor está compuesto sólo de hierbas amargas y de agua azucarada. A mis visitantes vulgares se lo ofrezco reforzado con aguardiente.

Bebió el fraile el contenido de su vaso y luego preguntó:

—¿Por qué me dijo que yo era muy sagaz?

—Porque ha comprendido muchas cosas; pero no olvide… —al llegar aquí César bajó la voz—. No olvide que yo también soy
El Coyote
, que tengo unas obligaciones, y que una mujer en mi vida podría ser una terrible rémora y hasta un peligro.

—¿Y no sería ya tiempo de que muriese
El Coyote
? Estas tierras están cada día más pacificadas. Ya no ocurren las cosas que ocurrían a raíz de la ocupación. Hay ley…

—Fray Jacinto, sabemos que hay ley porque cualquiera puede burlarla. O, mejor dicho, porque las autoridades nos dicen continuamente que se ha burlado esta o aquella otra ley. Creo que aún no ha llegado el momento de que
El Coyote
muera.

—Usted es el más indicado para decidir sobre eso, don César. Excelente aperitivo. Creo que haré honor a su mesa.

Cuando entraron en el comedor, después de lavarse las manos en grandes jofainas de plata, el hijo de César de Echagüe aguardaba ya junto a Lupe. Don César lo miró un momento y se dijo que hasta entonces se había ocupado muy poco del pequeño. Absorto en sus asuntos, muchas veces casi había olvidado la existencia del pequeño César.

Después de la bendición de los manjares por fray Jacinto, se sentaron todos a la mesa. Don César, mirando a su hijo, que se sentaba a su derecha, le preguntó:

Other books

Academic Assassins by Clay McLeod Chapman
The White Rose by Amy Ewing
The Immortal Design by Angel C. Ernst
Saving the Rifleman by Julie Rowe
Murder Past Due by Miranda James


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024