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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

El asesino del canal (9 page)

«¡Pobre Mary…! Ella era lo que usted quiera… Cierto que tenía mal carácter, que hubiera hecho cualquier cosa por ese Willy al que nunca pude ver…

»Pero morir así…

»¿Se han marchado…? ¿A quién va a detener a fin de cuentas…? ¿A mí, quizá…? ¿No…?

»Pues bien, escuche… Voy a decirle una cosa, sí… ¡Una sola…! Usted podrá hacer lo que quiera… Esta mañana, cuando se vestía para ir a ver al juez —porque él necesita impresionar a la gente, sacar sus condecoraciones— cuando se vestía, Walter le dijo a Vladimir en ruso, porque ellos creen que no entiendo esa lengua…

Hablaba tan de prisa que se le acababa el aliento, se embarullaba en las frases y mezclaba otra vez términos españoles…

—Le dijo que tratara de saber dónde se encuentra «La Providencia…» ¿Comprende…? Era un barco que estaba cerca nuestro en Meaux…

»Quieren encontrarla, pero tienen miedo de mí…

»Yo hice como que no los entendiese…

»Pero ya sé que no se atreverá…

Se quedó mirando las maletas deshechas, y la habitación que en tan pocos minutos consiguió poner en desorden e impregnar con su áspero perfume.

—¿Pero tienen cigarrillos…? ¿Qué clase de hotel es éste…? Los pedí antes, y Kummel…

—¿Vio usted al coronel hablar con alguien de «La Providencia» en Meaux?

—Yo no vi nada… No me preocupaba de esas cosas… Solamente oí esta mañana… ¿Por qué se preocuparían si no por una gabarra…? ¿Acaso se sabe cómo murió la primera mujer de Walter…? Si la otra se divorció, sus razones tendría…

Un camarero entró, trayendo cigarrillos y licor. La Negretti cogió el paquete y lo arrojó al pasillo gritando:

—¡He dicho «Abdullah»!

—Pero, señora…

Unió las manos con un gesto que hacía presentir la crisis nerviosa y gritó:

—¡Oh…! ¡Qué gente…! Estos…

Se volvió hacia Maigret, que la contemplaba con interés, y le lanzó:

—¿Qué espera todavía…? ¡No le diré nada más! ¡Yo no sé nada…! ¿Entiende…? Y no quiero que me fastidien más con esta historia… Bastante desgracia es haber perdido dos años de mi vida…

El camarero al marcharse lanzó una ojeada a Maigret. Cuando la joven se echó sobre la cama al borde del ataque de nervios, el comisario aprovechó para salir a su vez.

En la calle, el panadero seguía esperando.

—¿Y bien? ¿No la ha detenido? —preguntó sin piedad—. Pero yo creía…

Maigret tuvo que ir hasta la estación para encontrar un taxi que le llevara hasta el puente de piedra.

VII. El pedal doblado

Cuando Maigret sobrepasó al «Estrella del Sur», cuyos remolinos agitaban las cañas mucho después de su paso, el coronel seguía al timón,

Maigret esperó al yate en la esclusa de Aigny. La maniobra se efectuó correctamente y una vez amarrado el barco el ruso saltó a tierra para arreglar los papeles y echar un trago con el esclusero.

—¿Es suyo este gorro? —le preguntó el policía acercándosele.

Vladimir examinó el objeto, que no era más que un harapo sucio, y después a su interlocutor.

—Gracias —dijo tomando la gorra.

—Un momento. ¿Quiere decirme cuándo la perdió?

El coronel seguía la escena con los ojos sin mostrar ninguna emoción.

—Se me cayó al agua ayer por la tarde —explicó Vladimir—, cuando, inclinado sobre la borda, quitaba con una pértiga las hierbas que bloqueaban la hélice… Había una gabarra detrás de nosotros… La mujer de rodillas en la cubierta lavaba ropa… Ella recogió la gorra y la dejó sobre el puente para que se secase…

—O, dicho de otra manera, ha estado toda la noche sobre el puente.

—Sí…, y esta mañana no me he fijado en que no estaba…

—¿Estaba sucia ayer?

—No. La mujer al recogerla, la metió con la ropa que estaba lavando…

El yate se elevaba a sacudidas y ya el esclusero cogía con las dos manos la manivela de la puerta de salida.

—Si no recuerdo mal, era el «Fénix» quien estaba detrás suyo, ¿no es eso?

—Creo que sí… No lo he vuelto a ver hoy…

Maigret esbozó un vago saludo y se dirigió hacia su bicicleta, mientras el coronel, impasible, embragaba el motor e inclinaba la cabeza al pasar frente al esclusero.

El comisario se quedó un buen rato viéndoles salir, pensativo y turbado por la sorprendente simplicidad con que pasaban las cosas a bordo del «Estrella del Sur».

El yate siguió su ruta sin preocuparse de él. El coronel preguntó algo al ruso, el cual respondió con una sola frase.

—¿Está lejos el «Fénix»? —preguntó Maigret.

—Quizá en la acequia de Juvigny, a cinco kilómetros de aquí… Ése no tira tanto como esta máquina…

Maigret llegó pocos instantes antes que el «Estrella del Sur», y Vladimir debió verlo desde lejos interrogar a la mujer del marinero.

Los detalles eran exactos. La víspera, mientras tendía la ropa que se hinchaba por el viento en el alambre trasero de la gabarra, ella recogió la gorra del marinero. Éste, un poco más tarde, le dio dos francos a su niño.

Eran las cuatro de la tarde. El comisario se puso en marcha con la cabeza llena de hipótesis confusas. Había grava en el camino de arrastre y los neumáticos lanzaban los guijarros a ambos lados de las ruedas.

En la esclusa 9 Maigret tenía una buena ventaja sobre el inglés.

—¿Puede decirme dónde se encuentra en este momento «La Providencia»?

—No lejos de Vitry-le-François. Llevan buena marcha porque tienen buenos animales y, sobre todo, un carretero que no se hace de rogar…

—¿Tienen aspecto de apresurarse?

—Ni más ni menos que de costumbre… En el canal, ¿no es eso?, siempre se lleva prisa… Nunca se sabe lo que le espera… Puede estar horas en una esclusa o pasarla en diez minutos… y cuanto más rápido se va más se gana…

—¿No ha oído nada anormal esta noche?

—Nada… ¿Por qué…? ¿Ha ocurrido algo…? Maigret se marchó sin responder y se detuvo desde entonces en cada esclusa y en cada barco. No le había resultado difícil juzgar a Gloria Negretti. Incluso negándose a decir algo contra el coronel, ella dijo, en realidad, todo lo que sabía, porque era incapaz de contenerse y también incapaz de mentir. De otro modo, ella hubiera inventado cosas infinitamente más complicadas.

Así, pues, ella oyó a sir Lampson pedirle a Vladimir que se informara sobre «La Providencia».

Y también el comisario estaba preocupado por esta gabarra llegada el domingo por la noche, poco antes de la muerte de Mary Lampson procedente de Meaux y que, construida en madera, estaba calafateada con resina.

—¿Por qué querría el coronel encontrarla? ¿Qué había en común entre el «Estrella del Sur» y el pesado barco que iba al paso lento de sus dos caballos?

Rodando por el decorado monótono del canal y apoyándose cada vez con más esfuerzo con los pedales, Maigret rumiaba razonamientos que sólo le llevaban a conclusiones fragmentarias o inaceptables.

Pero la trama de los tres índices, ¿no quedaba aclarada con la rabiosa declaración de la Negretti?

Diez veces Maigret trató de reconstruir las idas y venidas de los personajes en el curso de aquella noche, sobre la cual no se sabía nada, salvo que Willy Marco estaba muerto.

Cada vez sintió una fisura; tuvo la impresión que le faltaba un personaje que no era ni el coronel, ni el muerto, ni Vladimir…

Por eso, el «Estrella del Sur» iba a encontrarse con alguien a bordo de «La Providencia».

Alguien que, con toda evidencia, estaba mezclado en los acontecimientos. ¿No era posible que ese alguien hubiese participado en el segundo drama, es decir, en la muerte de Willy, tanto como en el primero?

Las distancias pueden recorrerse rápidamente por la noche en bicicleta, a lo largo del camino de arrastre.

—¿No oyó nada anoche…?, ¿no vio nada anormal en «La Providencia» cuando pasó?

—Nada…

La respuesta parecía invariable: nadie parecía haber oído nada.

La distancia aumentaba entre Maigret y el «Estrella del Sur», que perdía un mínimo de veinte minutos por esclusa. El comisario seguía montando cada vez más pesadamente en su máquina y cogía obstinadamente, en la soledad de una acequia, uno de los hilos de su razonamiento.

Había recorrido ya cuarenta kilómetros cuando el esclusero de Sarry respondió a su pregunta.

—Mi pedro ladró… Me parece que algo pasó por el camino… Quizá un conejo… Volví a dormirme en seguida.

—¿Usted sabe dónde ha dormido «La Providencia»?

Su interlocutor hizo un cálculo mental.

—Aguarde. No me extrañaría nada que haya llegado hasta Pogny… El patrón quería estar esta noche en Vitry-le-François…

¡Dos esclusas más! Nada. Maigret tenía que seguir a los escluseros sobre las compuertas porque a medida que avanzaba el tráfico era más intenso. En Vesigneul, tres barcos esperaban su turno. En Pogny, eran cinco.

—Ruidos, no —gruñó el preguntado en esta última esclusa—. Pero quisiera saber quién ha tenido la cara de usar mi bicicleta…

El comisario se animó entreviendo al fin un principio. Tenía la respiración entrecortada y caliente. Acababa de recorrer cincuenta kilómetros sin ni siquiera beber un vaso de cerveza.

—¿Dónde está su bicicleta?

—¿Abrirás las puertas, François? —gritó el esclusero a un carretero.

Y se llevó a Maigret a su casa. En la cocina unos marineros bebían vino blanco que una mujer les servía sin dejar a su bebé.

—Espero que no hará un informe, ¿verdad? Está prohibido vender bebidas… Pero todo el mundo lo hace… Es como un favor… Vea.

Le mostró una cabaña de planchas de madera adosada al muro. No había puerta.

—Ésta es la bicicleta… Es de mi mujer… Piense que hay que recorrer cuatro kilómetros para encontrar una tienda… Siempre le digo que meta la máquina por la noche, pero según ella, se ensucia la casa… Fíjese que quien la haya usado es un hombre raro… No hubiera podido fijarme…

«Ayer no la usamos. Habíamos puesto también un neumático nuevo detrás…

»Pues bien, esta mañana la bicicleta estaba limpia, a pesar de que llovió toda la noche… Usted habrá visto el barro en el camino…

»Solamente el pedal izquierdo está torcido y el neumático tiene unas marcas como si hubiese hecho por lo menos cien kilómetros.

»¿Entiende usted algo…? ¡La bicicleta ha corrido sin duda! Y el que la llevó se ha preocupado de limpiarla…

—¿Qué barcos han dormido en los alrededores?

—¡Espere…! La «Madeleine» debió ir a La Chaussée, donde el cuñado del patrón es tabernero… La «Misericordia» ha dormido debajo de mi esclusa…

—¿Venía de Dizy?

—¡No!, es un «bajante» que viene de la Saône. No veo más que la «Providencia»… Pasó ayer a las siete de la tarde… Fue hasta Omey, a dos kilómetros, donde hay un buen puerto…

—¿Tiene usted otra bicicleta?

—No… Pero nos podemos servir de ésta al menos…

—¡Perdón! Usted va a cerrarla en algún sitio… Y alquilará otra si es necesario… ¿Puedo contar con usted?

Los marineros salían de la cocina y uno de ellos gritó al esclusero:

—¿Es así como atiendes, Désiré…?

—Un momento… Estoy con el señor…

—¿Dónde cree usted que pueda alcanzar a la «Providencia»?

—¡Bueno! Va todavía a buena marcha… Me extrañaría que la alcanzase antes de Dizy…

Maigret se iba a ir. Volvió sobre sus pasos, sacó una llave inglesa de su estuche y desmontó los dos pedales de la bicicleta del esclusero.

Cuando siguió su ruta los pedales que había metido en sus bolsillos hacían dos bolsas en su americana.

* * *

El esclusero de Dizy le había dicho en broma:

—Cuando no llueve en ninguna parte, hay dos sitios donde se puede estar seguro de ver caer agua: uno es aquí y otro en Vitry-le-François…

Maigret se acercaba a este pueblo y volvía a llover de nuevo: una lluvia fina, perezosa, eterna. El aspecto del canal cambió. Sobre las orillas se levantaban fábricas y durante mucho rato el comisario fue por en medio de un grupo de obreros que salían de una de ellas.

Por todas partes había barcos descargando; otros, mientras los limpiaban, esperaban.

Se veían pequeñas casitas de barriada, con conejeras de cajas viejas y jardines lastimeros.

Kilómetros a lo largo, una fábrica de cemento o una cantera, o un horno de cal. Y la lluvia mezclaba el polvo blanco expandido en la atmósfera con el barro del camino. El cemento lo deslucía todo: los techos de teja, los manzanos y la hierba.

Maigret comenzaba a adoptar el movimiento de derecha a izquierda y de izquierda a derecha de ciclista cansado. Pensaba sin pensar. Repasaba de cabo a rabo las ideas, incapaz todavía de juntarlas en un haz sólido.

Cuando divisó la esclusa de Vitry-le-François caía la noche, salpicada por faroles blancos de una sesentena de barcos en fila india.

Algunos sobrepasaban a los otros, metiéndose a través. Y cuando él llegaba en sentido inverso se oían juramentos y noticias lanzadas al viento.

—¡Eh…! El «Simoun…», tu cuñada, que estaba en Chalon-sur-Saône, me manda decir que estará en el canal de Boulogne… Te esperaremos para el bautizo… ¡Recuerdos de Pierre…!

Sobre las puertas de la esclusa había diez siluetas atareadas.

Y sobre todo una niebla azulada, lluviosa, en la cual se distinguían las siluetas de caballos parados y hombres que iban de un barco al otro.

Maigret leía los nombres en la parte trasera del casco. Una voz le gritó:

—¡Buenos días, señor…!

Le costó algunos segundos reconocer al patrón del «Eco III».

—¿Ya está arreglado?

—¡No era nada importante…! Mi empleado es un imbécil… El mecánico que vino de Reims lo arregló en cinco minutos…

—¿No ha visto a «La Providencia»?

—Está delante… Pero todavía la pasaremos… A causa del embotellamiento van a cerrar la esclusa toda la noche, y quizá la noche próxima… Piense que hay al menos sesenta barcos y todavía siguen llegando… En principio los motores tienen prioridad de paso sobre los de arrastre… Esta vez el ingeniero ha decidido que cerraran la esclusa dejando pasar alternativamente una gabarra a caballos y un barco a motor…

Era un hombre simpático, de rostro abierto, capaz de tender los brazos a cualquiera.

—Vea… Justo frente a la grúa… Reconozco su timón pintado de blanco…

Al pasar frente a las gabarras se adivinaba por las escotillas gente que comía a la luz amarilla de las lámparas de petróleo.

Maigret encontró al patrón de «La Providencia» sobre el muelle discutiendo con otros marineros.

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