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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

El asesino del canal (4 page)

—¿Has visto la toalla? —preguntó Maigret con el rostro chorreante y los ojos cerrados—. A propósito, ¿sigue lloviendo?

—No llovía cuando yo vine, pero va a hacerlo de un momento a otro. A las seis había una niebla que cortaba los pulmones. Luego, ofrecí de beber a las damas… Ellas pidieron al instante bocadillos, lo cual me extrañó al principio… Pero de repente me fijé en el collar de perlas de la Lauwenstein… Como jugando, mordí las perlas… Son todo lo auténticas que pueden serlo… No un collar de millonaria americana, pero algo que está alrededor de los cien mil francos… Y cuando las muchachas de este estilo prefieren un bocadillo a un coctel…

Maigret, que estaba fumando su primera pipa, fue a abrir la puerta a la hija del dueño que traía café. Después, a través de la ventana le echó una ojeada al yate, en el cual no había aún trazas de vida. Una gabarra pasaba cerca del «Estrella del Sur». El marinero sentado al timón le lanzó una mirada de viva admiración.

—Entonces… Continúa…

—Las llevé a un café tranquilo…

»Allí les enseñé de repente la chapa y señalando el collar de perlas, pregunté al azar:

»—¿Las perlas de Mary Lampson, no es eso?

»Mis compañeras no sabían sin duda que ella estaba muerta. En todo caso, si lo sabían, representaron su papel a la perfección.

»Se tomaron cierto tiempo para reflexionar. Y Suzy terminó por aconsejar a la otra:

»—Dile la verdad, ya que está al corriente.

»Y me contó una bonita historia… ¿Quiere que le eche una mano, patrón…?

Maigret hacía vanos esfuerzos por agarrar los tirantes que colgaban sobre sus muslos.

—El punto principal, primero: me juraron que fue la misma Mary Lampson quien les dio las joyas, cuando vino a verlas a París… Usted lo entenderá mejor que yo, ya que sólo conozco de la historia lo que me ha contado…

»Pregunté que si la señora Lampson estaba acompañada de Willy Marco. Pero me dijeron que no, que no han visto a Marco desde el jueves, cuando salieron de Meaux…

—Poco a poco —dijo Maigret mientras se hacía el nudo de la corbata ante el espejo defectuoso que le deformaba—. El miércoles por la tarde, el «Estrella del Sur» llega a Meaux… Nuestras jóvenes amigas van a bordo… Pasan la noche alegremente en compañía del coronel, de Willy, de Mary Lampson y de la Negretti…

»Muy tarde, llevan a Suzy y Lía al hotel y ellas se van en tren el jueves por la mañana… ¿Les dieron dinero?

—Según ellas, quinientos francos.

—¿Conocieron al coronel en París?

—Pocos días antes.

—¿Y qué pasó a bordo del yate?

Lucas tuvo una sonrisa extraña.

—Cosas no demasiado bonitas… El inglés parece ser que no vive más que para el whisky y las mujeres… La señora Negretti es su amante…

—¿Lo sabía su mujer?

—¡Por Dios! Ella misma era la amante de Willy… Lo cual no les impedía traerse a Lía y Suzy al barco con ellos… ¿Comprende…? Y Vladimir, por hacer algo, bailaba con unas y otras… De madrugada hubo una disputa, porque Lía Lauwenstein pretendía que los quinientos francos no eran más que una limosna… El coronel no les dijo nada, dejando a Willy el encargo… Todo el mundo estaba borracho… La Negretti dormía sobre un banco y Vladimir tuvo que llevarla dentro…

Plantado ante la ventana, Maigret dejaba errar su mirada por la línea oscura del canal. A su izquierda, el pequeño tren Decauville seguía transportando tierra y pizarra.

El cielo era gris y, en la parte baja, había unas nubes negruzcas, pero todavía no llovía.

—¿Y después?

—Eso es casi todo… El viernes, según parece, Mary Lampson fue a la «Coupole» para encontrarse con las dos damas.

»Ella les dio su collar…

—Total, un pequeño regalo de nada…

—Perdone. Dado con el encargo de venderlo y enviarle la mitad de la suma, ya que, según ella, su marido no le daba dinero…

El sol ponía una nota lívida en la tapicería de la habitación, que era de flores amarillas.

Maigret vio llegar al esclusero en compañía de un marinero y de su carretero, para beber un vaso de vino en el mostrador.

—Eso es todo lo que he podido sacar de ellas —terminó Lucas—. Las dejé a las dos de la mañana, encargando al inspector Dufour que las vigilase discretamente… Después fui a la Prefectura a consultar los archivos, según sus instrucciones… Encontré la ficha de Marco, que ha sido expulsado hace cuatro años de Mónaco a causa de un negocio de juego no muy claro… Una americana a la que le faltaban unas cuantas joyas lo denunció en Niza, pero la denuncia fue retirada —ignoro por qué— y Marco dejado en libertad. ¿Cree usted que ha sido él quien…?

—No creo nada y te juro que soy sincero al decirlo. No olvides que el crimen fue cometido el domingo hacia las diez, cuando el «Estrella del Sur» estaba amarrado en La Ferté-sous-Jouarre…

—¿Qué opina del coronel?

Maigret se encogió de hombros y señaló a Vladimir que salía por la escotilla delantera y se dirigía hacia el «Café de la Marina» con un pantalón blanco, alpargatas y chándal y una gorra americana sobre la oreja…

—Llaman al señor Maigret por teléfono —vino a gritar la muchacha a través de la puerta.

—Baja conmigo, viejo…

El aparato estaba en el corredor, junto a una puerta tapada con una cortina.

—¿Diga…? ¿Es Meaux…? ¿Cómo dice…? Sí, «La Providencia»… ¿Estuvo cargando todo el día en Meaux, el jueves…? Y salió el viernes por la mañana… ¿Ninguna más…? El «Eco III…» Es un barco-cisterna, ¿no es eso…? El viernes por la tarde en Meaux… Salió el sábado por la mañana… Muchas gracias, comisario… Sí, interrogue por si acaso… Sigo en el mismo sitio…

Lucas asistió a esta conversación sin captar el significado. Maigret no tuvo tiempo de abrir la boca, cuando un agente ciclista apareció en la puerta.

—Un comunicado de la Identidad Judicial… ¡Urgente…!

El agente tenía manchas de barro hasta la cintura.

—Vaya a secarse y a beber un grog a mi salud…

Maigret llevó al inspector por el camino de arrastre, abrió el pliego y leyó en voz alta:

—Resumen de los primeros análisis hechos a propósito del asunto de Dizy: encontrados entre los cabellos de la víctima, numerosas trazas de resina, así como pelos de caballo de color caoba.

»Las manchas del vestido son de petróleo.

»El estómago, en el momento de la muerte, contenía vino tinto y carne de buey en conserva, similar a la que se encuentra en el comercio bajo el nombre de «corned beef».

—Ocho caballos de cada diez, tienen el pelo caoba —suspiró Maigret.

* * *

En el café, Vladimir se enteró del lugar más próximo donde podría conseguir provisiones. Había tres personas para darle explicaciones, comprendido el agente ciclista de Epernay, quien, al final, salió camino del puente de piedra en compañía del marinero.

Maigret, seguido de Lucas, se dirigió hacia la cuadra, donde había, desde la víspera por la tarde, además del caballo gris del patrón, un jumento herido del que se hablaba de matar.

—Por aquí no pudo mancharse de resina… —dijo el comisario.

Recorrió dos veces el camino desde el canal a la cuadra, rodeando los edificios.

—¿Vende usted resina? —preguntó, viendo al propietario que llevaba un cubo lleno de patatas.

—No es exactamente resina… nosotros le llamamos a eso alquitrán de Noruega… sirve para calafatear las gabarras de madera por debajo de la línea de flotación… para el resto se usa alquitrán de gas que es veinte veces más barato…

—¿Tiene usted?

—Siempre hay una veintena de bidones en la tienda… pero en este tiempo no se vende… los marineros esperan el sol para arreglar sus barcas…

—¿El «Eco III» es de madera?

—De hierro, como la mayoría de los barcos a motor.

—¿Y «La Providencia»?

—De madera. ¿Ha descubierto algo?

Maigret no contestó.

—¿Sabe usted qué se dice? —prosiguió el hombre que había dejado el cubo.

—¿Quién «lo» dice?

—La gente del canal, los marineros, los pilotos, los escluseros. Aunque un coche tuviese dificultad para ir por el camino de arrastre, una motocicleta… y una moto puede venir desde muy lejos sin dejar más huellas que una bicicleta…

La puerta de la cabina del «Estrella del Sur» se abrió. Pero no salió nadie.

Por un momento el cielo se puso amarillento, como si el sol quisiese al fin salir. Maigret y Lucas, silenciosos, paseaban a lo largo del canal.

A los cinco minutos de sacudir el viento los cañaverales se puso a llover.

Maigret tendió la mano con gesto maquinal. Con un gesto similar, Lucas sacó un paquete de tabaco gris de su bolsillo y lo tendió a su compañero.

Se detuvieron un momento delante de la esclusa que estaba vacía, y que se preparaba, porque un remolcador invisible había lanzado tres pitidos en la lejanía, lo cual significaba que traía tres barcos.

—¿Dónde cree que estará «La Providencia» ahora? —preguntó Maigret al esclusero.

—Espere… Mareuil… Condé… hacia Aigny hay una docena de gabarras que van seguidas y que le harán perder tiempo… la esclusa de Braux no tiene más que dos compuertas en estado… pongamos que esté en San Martín…

—¿Está lejos?

—Exactamente a unos treinta y dos kilómetros…

—¿Y el «Eco III»?

—Tendría que estar en la Chaussée… pero un «bajante» me dijo que había roto la hélice en la esclusa doce… por lo tanto lo encontrará en Tours-sur-Marne, a quince kilómetros… ¡es culpa suya!… el reglamento prohíbe cargar a 280 toneladas como todos ellos se obstinan en hacer.

* * *

Eran las diez de la mañana. Cuando Maigret montó en la bicicleta que había alquilado, vio al coronel instalado en un «rocking-chair» en el puente del yate, leyendo los periódicos de París que el cartero acababa de traer.

—Nada especial —le dijo a Lucas—. Quédate por aquí… No los pierdas demasiado de vista…

Las rachas de lluvia se espaciaban. El camino era recto. En la tercera esclusa salió el sol, todavía un poco pálido, haciendo brillar las gotitas de agua en los cañaverales.

De tiempo en tiempo Maigret debía bajar de la bicicleta para adelantar a los caballos de una gabarra que, emparejados, tomaban toda la anchura del camino y avanzaban paso a paso con un esfuerzo que atirantaba sus músculos.

Dos animales iban conducidos por una niña de ocho o diez años con traje rojo, que llevaba su muñeca en brazos.

En general, los pueblos estaban bastante alejados del canal, por lo que la banda regular de agua plateada parecía avanzar en una soledad absoluta.

Aquí y allá campos con hombres encorvados sobre la tierra oscura. Pero casi siempre eran bosques. Y los cañaverales de metro y medio a dos metros de alto añadían todavía una impresión de calma.

Una gabarra cargaba grava cerca de una carretera, en medio de una polvareda que blanqueaba su casco y a los hombres que se agitaban en torno suyo.

En la esclusa de San Martín había un barco, pero no era todavía «La Providencia».

—Deben estar comiendo en un bar por encima de Châlons —dijo el esclusero, que iba y venía de una puerta a otra seguido de dos niños agarrados a las perneras de sus pantalones.

Hacia las once, Maigret quedó sorprendido al encontrarse en una decoración primaveral, con una atmósfera vibrante de sol, y cálida.

Delante suyo, el canal se perfilaba en línea recta sobre una distancia de seis kilómetros bordeado a ambos lados de bosques de abetos.

Al fondo se veían los muros claros de una esclusa cuyas puertas dejaban escapar hilachos de agua.

A medio camino una barcaza estaba parada un poco de través. Sus dos caballos desenganchados con la cabeza metida en un saco comían avena resoplando.

¡La primera impresión feliz o al menos tranquila!

No había ninguna casa a la vista. Y los reflejos sobre el agua en calma eran largos y lentos.

Algunos golpes de pedal y el comisario vio detrás de la barcaza una mesa puesta bajo el toldo que protegía el timón. La tela impermeable era a cuadros azules y blancos. Una mujer de cabellos rubios ponía en el centro un plato humeante.

Bajó de la máquina tras haber leído en el casco redondeado, patinado, reluciente: «La Providencia».

Uno de los caballos le miró largamente, movió las orejas, y dio un gracioso relincho antes de ponerse a comer de nuevo.

* * *

Entre la barcaza y la orilla no había más que una plancha estrecha y delgada, que se combó bajo el peso de Maigret. Dos hombres comían siguiéndole con la mirada mientras la mujer se adelantó hacia él.

—¿Qué quiere? —preguntó abrochándose el corpiño medio abierto bajo un busto opulento.

Su acento era casi tan cantarín como el de los meridionales. No estaba inquieta. Esperaba. Parecía proteger a los dos hombres con su alegre corpulencia.

—Una información —dijo el comisario—. Usted sabrá sin duda que se ha cometido un crimen en Dizy…

—La gente del «Castor et Pollux» que nos adelantaron esta mañana nos lo han contado… ¿Es verdad?… Es casi imposible, ¿no es así?… ¿Cómo lo habrán hecho?… Y en el canal, ¡que es tan tranquilo!…

Sus mejillas se tiñeron de rosa. Los dos hombres seguían comiendo sin dejar de observar a Maigret. Éste, maquinalmente, lanzó un vistazo al plato lleno de una carne negruzca cuyo humo sorprendió a sus narices.

—Un cabritillo que compré esta mañana en la esclusa de Aigny… ¿Usted quería hacernos unas preguntas?… Nosotros, ¿no es eso?, salimos antes de que se descubriese el cadáver… A propósito, ¿es que se sabe ya quién es esa pobre mujer?…

Uno de los hombres era pequeño, de pelo castaño, con mostachos caídos y con algo dulce y dócil en toda su persona.

Era el marido. Se contentó con saludar vagamente al intruso, dejando a su mujer la tarea de hablar.

El otro tendría unos sesenta años. Sus cabellos, muy espesos y mal cortados, eran blancos. Una barba de tres o cuatro centímetros le cubría el mentón y la mayor parte de las mejillas y como las cejas eran muy pobladas parecía tan peludo como un animal.

Por contraste, sus ojos eran claros e inexpresivos.

—Es a su carretero a quien desearía hacer algunas preguntas…

La mujer rió.

—¿A Jean…? Debo prevenirle que no habla demasiado… ¡Es nuestro oso…! Mírele comer… Pero también es el mejor carretero que se puede encontrar…

El tenedor del viejo quedó inmóvil. Miraba a Maigret con unas pupilas de una limpidez embarazosa.

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