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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

El asesino del canal (3 page)

—¿Estuvieron solos?

—Sí… Creo que Mary se fue a dar un paseo.

—¿Y ya no volvió?

—Perdón. Ella cenó a bordo… El coronel propuso ir a un
dancing
y Mary rehusó acompañarnos… Cuando volvimos, hacia las tres de la mañana, ya no estaba aquí…

—¿No la buscaron?

Sir Lampson tamborileaba con la punta de los dedos en la mesa barnizada.

—Ya le dijo el coronel que su mujer tenía plena libertad para entrar o salir… La esperamos hasta el sábado y nos pusimos en marcha ese mismo día… Ella conocía el itinerario, de manera que hubiera podido reunirse con nosotros en cuanto hubiese querido…

—¿Se dirigen hacia el Mediterráneo?

—A la isla de Porqueroles, frente a Hyères, donde el coronel ha comprado un antiguo fuerte, el «Petit Langoustieur»…

—¿Durante todo el día del viernes no bajó nadie a tierra?

Willy tuvo una vacilación y luego añadió con cierta vivacidad:

—Yo fui a París.

—¿Para qué?

Se echó a reír con una risa desagradable, que le retorció la boca de forma anormal:

—Ya le dije lo de nuestras amigas… Tenía ganas de verlas… A una de ellas por lo menos…

—¿Quiere darme su apellido?

—Su nombre… Suzy y Lía… Están todas las noches en la «Coupole»… Viven en un hotel que hace esquina en la calle «Grand-Chaumière»…

—¿Profesionales de la galantería?

—Unas mujercitas adorables.

La puerta se abrió. La señora Negretti, que se había puesto un traje de seda verde, entró.

—¿Puedo quedarme?

El coronel contestó con un encogimiento de hombros. Debía estar en su tercer whisky y los tomaba sin agua.

—Willy… Pregúntale…, para las formalidades…

Maigret no necesitó intermediario para entenderlo. Aquella forma despectiva e indolente de hacerle las preguntas comenzaba a exasperarle.

—Que quede bien claro que usted debe, antes de nada, reconocer el cadáver… Después de la autopsia recibirá el certificado de defunción… Elija un cementerio y…

—¿Podemos ir al instante? ¿Hay un garaje por aquí para alquilar un coche?

—En Epernay.

—Willy, telefonea pidiendo uno… Al instante, ¿verdad?

—Hay teléfono en el «Café de la Marina» —dijo Maigret, mientras el malhumorado joven se ponía el impermeable.

—¿Dónde está Vladimir?

—Le oí llegar hace un rato…

—Dile que cenaremos en Epernay…

La señora Negretti, que era gorda, de cabellos negros y relucientes y de piel muy blanca, se había sentado en un rincón, debajo del barómetro, y asistía a la escena con el mentón en la mano, el aire ausente y profundamente reflexivo.

—¿Vendrá con nosotros? —le preguntó sir Lampson.

—No lo sé… ¿Sigue lloviendo?

Maigret estaba en tensión y la última pregunta del coronel no fue precisamente un calmante.

—¿Cuántos días necesitará usted en total?

Contestó con ferocidad:

—Con entierro incluido, supongo.


Yes…
¿Tres?

—Si los forenses le dan permiso de inhumación y si el juez de instrucción no se opone, podrá seguir su camino en veinticuatro horas.

¿Comprendería la amarga ironía de las palabras?

Maigret tuvo necesidad de mirar una vez más el retrato: un cuerpo roto, ensuciado, arrugado; un rostro que había sido bonito, muy cuidado y perfumado, y al cual no se podía mirar ahora sin sentir un estremecimiento.

—¿Quiere un trago?

—No, gracias…

—Bueno…

El coronel se levantó como para indicar que la entrevista había terminado y llamó:

—¡Vladimir! Un traje…

—Tengo algunas preguntas más que desearía hacerle —dijo el comisario —. Y quizá me vea obligado a registrar el yate a fondo…

—Mañana… Ahora a Epernay, ¿no es eso…? ¿Cuánto tardará el coche?

—¿Me voy a quedar sola? —preguntó la señora Negretti con fastidio.

—Con Vladimir… Pero puedes venir…

—No estoy arreglada…

Willy entró seguido de una ráfaga de viento que levantaba su impermeable chorreante.

—El coche llegará en diez minutos…

—Entonces, comisario, si es tan amable… El coronel mostraba la puerta.

—Debemos vestirnos…

Al salir, el comisario Maigret de buena gana le hubiera partido la cara a alguien, de puro enervamiento. Oyó cerrarse la escotilla a sus espaldas.

Fuera, no se veía nada más que las luces de ocho ojos de buey y el fanal de proa de un barco. A menos de diez metros se vislumbraba la popa ventruda de una barcaza, y a la derecha, una descomunal montaña de carbón.

Quizá era una ilusión. Pero Maigret sentía que la lluvia redoblaba en intensidad, que el cielo estaba más negro y más bajo que nunca.

Se encaminó hacia el «Café de la Marina», donde las conversaciones cesaron de súbito con su entrada. Todos los marineros estaban allí, formando círculo. El esclusero estaba acodado en el mostrador cerca de la hija del dueño, una muchacha robusta y con botas.

Sobre el hule de las mesas había botellas de vino, vasos de grueso cristal y cartas.

—¿Qué, está bien esa dama? —preguntó al fin el patrón adquiriendo valor a raudales.

—Sí. Déme una cerveza. O, si no, algo más fuerte… Un grog…

Los marineros volvían a conversar, poco a poco. La chica trajo el vaso ardiendo y rozó el hombro de Maigret con su delantal.

El comisario imaginaba a los tres personajes vistiéndose en la cabina, con Vladimir ayudándoles.

También imaginaba otras cosas, pero laciamente, y no sin repugnancia.

Conocía la esclusa de Meaux, que es tan importante como la de Dizy y también sirve de unión al Marne con otro canal lateral. Un puerto de piedra en media luna sirve de refugio a la multitud de barcazas que se alinean borda contra borda.

Allá en medio de los marineros, el «Estrella del Sur» iluminado, se balancea, mientras las dos mujeres de Montparnasse, la gruesa Gloria Negretti, la señora Lampson, Willy y el coronel, bailan al son del tocadiscos y beben…

En un rincón del «Café de la Marine», dos hombres en blusa azul comían salchichón y bebían vino, al mismo tiempo que cortaban el pan con sus navajas.

Alguien contaba algo acerca de un accidente ocurrido aquella misma mañana en la «gruta», es decir, el lugar donde el canal, para franquear la parte más alta de la meseta de Langres, se hace subterráneo en una longitud de ocho kilómetros.

Un marinero se enganchó el pie en la cuerda de los caballos. Por mucho que gritó no pudo hacerse oír por el carretero, y cuando los caballos se pusieron en marcha, fue lanzado al agua. El túnel no estaba iluminado. El barco no llevaba más que un fanal que apenas lanzaba unos reflejos sobre el agua. El hermano del marinero —la barcaza se llamaba «Los dos Hermanos»— se tiró al canal.

No habían podido sacar más que a uno, cuando ya estaba muerto. Todavía estaban buscando al otro…

—Sólo les quedaban dos anualidades para pagar el barco. Pero, al parecer, a causa del contrato, las dos mujeres no tendrán derecho a quedárselo…

Un chofer con gorra de cuero entró y se puso a buscar a alguien con la mirada.

—¿Quién ha pedido un coche?

—¡Yo! —dijo Maigret.

—He tenido que dejarlo en el puente… No deseo caerme al canal…

—¿Comerá usted aquí? —dijo el dueño del café al comisario.

—Todavía no lo sé…

Maigret salió con el chofer. El «Estrella del Sur» era como una mancha lechosa bajo la lluvia y dos chavales desde una gabarra cercana lo miraban con admiración.

—¡José! —gritó una mujer—. Trae a tu hermano… Vais a coger un constipado…

—«Estrella del Sur» —leyó el chofer—. ¿Es el barco de un inglés?

Maigret cruzó la pasarela y llamó. Willy, que ya estaba listo y muy elegante con su traje oscuro, abrió la puerta y pudo verse al coronel sin chaqueta y congestionado y a la señora Negretti que le hacía el nudo de la corbata.

La cabina olía a agua de colonia y a brillantina.

—¿Ha llegado el coche hasta aquí? —preguntó Willy.

—Está en el puente, a dos kilómetros…

Maigret se quedó fuera. Oyó vagamente al joven y al coronel que discutían en inglés. Poco después apareció Willy.

—Dice que no quiere caminar por el lodo… Vladimir va a echar el bote al agua… Nos encontraremos en el puente…

—Hum… Hum… —murmuró el chofer, que lo había oído.

Diez minutos más tarde, Maigret y el chofer paseaban aburridos por el puente cerca del coche, que tenía los faros de posición encendidos. Hasta media hora más tarde no se oyó el ronroneo de un motor de dos tiempos.

Al fin, Willy gritó:

—¿Es aquí? ¡Comisario!

—Sí, aquí…

El bote de motor fuera de borda describió una curva y atracó. Vladimir ayudó al coronel a saltar a tierra y recibió instrucciones para el regreso.

En el coche, sir Lampson no dijo una palabra. Pese a su corpulencia, era de una elegancia notable. Subido de color, muy digno y flemático, representaba la típica imagen del inglés que muestran los grabados del siglo pasado.

Willy Marco fumaba cigarro tras cigarro.

—Qué cacharro —suspiró arrellanándose en el asiento.

Maigret se fijó que llevaba en el dedo una sortija de platino adornada con un grueso diamante amarillo.

Cuando penetraron en las calles empedradas y relucientes por la lluvia, el chofer se volvió, bajó el cristal y preguntó:

—¿A qué dirección debo…?

—A la Morgue —dijo el comisario.

* * *

Fue muy breve. El coronel apenas abrió la boca. El local sólo tenía un guardián y había tres cuerpos tendidos sobre las mesas.

Todas las puertas estaban cerradas con llave. Oyeron chirriar las llaves en las cerraduras. Hubo que encender la luz.

Fue Maigret quien levantó la sábana.


Yes!

Willy estaba emocionado y con ganas de terminar el espectáculo.

—¿También usted la reconoce?

—Sí, es ella. Como…

No terminó. Palideció a ojos vistas. Sus labios se secaron. Si el comisario no se lo lleva fuera, hubiera pasado un mal rato.

—¿No se sabe quién lo ha hecho? —articuló el coronel.

A lo mejor había una cierta pena en el tono de su voz. ¿O quizá era el efecto de muchos vasos de whisky?

Maigret, al menos, notó un temblor en su voz.

Se encontraron de nuevo en la acera mal iluminada, frente al coche cuyo chofer no se había movido de su sitio.

—¿Viene a cenar? —dijo sir Lampson sin ni siquiera volverse hacia Maigret.

—No, gracias. Aprovecharé que estoy aquí para hacer unas diligencias…

El coronel se inclinó sin insistir.

—Ven, Willy…

Maigret siguió un rato frente a la Morgue, mientras el joven, tras conferenciar con el inglés, se dirigía al chofer.

Se trataba de saber cuál era el mejor restaurante del pueblo. La gente pasaba indiferente. Y los tranvías bajaban iluminados y ruidosos.

A pocos kilómetros, en el canal que se deslizaba por la llanura, había barcazas que dormían y que partirían de madrugada envueltas en olor a café con leche y a cuadra.

III. El collar de Mary

Cuando Maigret se acostó en la habitación, cuyo característico olor no llegó a molestarlo, estuvo mucho rato dándole vueltas a dos imágenes.

Una era en Epernay, a través de los ventanales iluminados del restaurante «Bécasse», el mejor de la ciudad. El coronel y Willy, correctamente acodados en la mesa, cenaban rodeados de camareros…

Era poco más o menos media hora después de la visita a la Morgue. Sir Walter Lampson se mantenía rígido e impasible, con su prodigioso rostro coloreado y coronado por los escasos cabellos plateados.

A su lado, la elegancia de Willy, pese a su desenvoltura, parecía fuera de lugar.

Maigret cenó primero y luego se puso en contacto telefónico con la Prefectura y con la policía de Meaux.

Luego, se volvió solo y a pie, bajo la noche lluviosa.

Mucho después divisó los ventanucos iluminados del «Estrella del Sur», frente al «Café de la Marina».

Y sintió la tentación de entrar con la excusa de una pipa olvidada.

Allí recogió la segunda imagen: en la cabina central, Vladimir, con su jersey rayado y un cigarrillo en los labios, estaba sentado frente a la señora Negretti, cuyos grasientos cabellos caían de nuevo sobre sus mejillas.

Estaban jugando a las cartas, al «sesenta y seis», un juego de Europa Central.

Hubo un momento de estupor. Apenas un estremecimiento. La respiración contenida un segundo. Después, Vladimir se levantó para ir a buscar la pipa olvidada. Gloria Negretti preguntó ceceante:

—¿Todavía no vienen…? ¿Era efectivamente Mary?

El comisario hubiera tenido que seguir en bicicleta el canal, para encontrar las gabarras que pasaron la noche del domingo al lunes en Dizy. El cielo desencadenado y la negrura de la noche le hicieron desistir.

***

Cuando llamaron a la puerta se dio cuenta de que la ventana dejaba penetrar en el cuarto la luz grisácea del amanecer.

Había tenido una noche agitada, llena de sueños sobre caballos, llamadas confusas, pasos en la escalera, vasos vaciados debajo suyo y de todos los olores a café y ron que subieron hasta él.

—¿Qué pasa?

—Soy Lucas. ¿Puedo pasar?

El inspector Lucas, que solía trabajar con Maigret, entró, cerró la puerta y estrechó la mano que su jefe le tendía por una abertura de las mantas.

—¿Has conseguido algo? ¿Estás muy cansado?

—No demasiado. Después de su llamada fui al hotel de la esquina de la calle «Grand-Chaumière». Las pequeñas no estaban. Pero tomé sus nombres por si acaso… «Suzanne Verdier, llamada Suzy, nacida en Honfleur en 1906… Lía Lauwenstein, nacida en el Gran Ducado de Luxemburgo en 1903…» La primera llegó a París hace cuatro años como criada para todo, luego se empleó de modelo… La Lauwenstein ha trabajado sobre todo en la Costa Azul… Ni una ni otra, me he asegurado bien, figuran en la lista de la policía de costumbres… Pero luego…

—Dime, viejo, ¿podrías pasarme la pipa y pedir café?

Se oían los borbotones de agua en la esclusa y el torpedeo de un motor Diesel al ralentí. Maigret salió de la cama y se dirigió hacia un lavabo donde echó agua fresca.

—Sigue…

—Fui a la «Coupole», como usted me indicó… No estaban, pero todos los camareros las conocían… Me mandaron al «Dino» y luego a la «Cigogne»… Al fin, en un pequeño bar americano cuyo nombre he olvidado, las encontré no demasiado orgullosas… Lía no está del todo mal… Tiene estilo… Suzy es una mujercita rubia que hubiera podido ser, de haberse quedado en su pueblo, una buena madre de familia…

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