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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

El asesino del canal (13 page)

Entonces Maigret le llevó hasta el tabique de la cuadra y le mostró la forma encogida en la paja.

La mujer del marinero se preguntaba qué irían a hacer. Desde un barco a motor que pasaba, una voz gritó alegremente:

—¿Qué, averiados?

Ella se puso a llorar de nuevo sin saber por qué. Su marido volvió a bordo con un bote de alquitrán en su mano y una brocha en la otra.

—Algo se quema en el fuego.

La mujer volvió a la cocina, maquinalmente. Y Maigret le dijo a Lucas, como disgustado:

—Bajemos…

Uno de los caballos relinchó débilmente. El carretero no se movió. El comisario sacó la fotografía de la mujer muerta, pero no la miró.

X. Los dos maridos

—Escucha, Darchambaux…

Maigret lo dijo en pie, escrutando el rostro del carretero. Sin ni siquiera darse cuenta había sacado su pipa, pero no pensaba llenarla.

¿Reaccionó como esperaba? Se dejó caer sobre el banco adosado al tabique, se inclinó hacia delante con la barbilla apoyada en la mano y comenzó con voz indiferente:

—Escuche… No se agite… Ya sé que usted no puede hablar…

Una sombra insólita sobre la paja le hizo levantar la cabeza y vio al coronel en pie sobre el puente, inclinado hacia la cuadra.

El coronel no dijo nada y se limitó a seguir la escena con los ojos, de arriba a abajo, con los pies más arriba de las cabezas de los tres personajes.

Lucas se mantenía tan apartado como lo permitía la exigüidad de la cuadra. Maigret, un poco más nervioso, continuó:

—No vamos a moverle de aquí… ¿Comprende, Darchambaux…? Dentro de un instante voy a marcharme… La señora Hortensia vendrá en mi lugar…

Resultaba penetrante, sin que se hubiese podido decir por qué. Maigret, a pesar suyo, hablaba casi con tanta dulzura como la bruselesa.

—Necesito que responda cerrando los párpados, algunas preguntas… Muchas personas pueden ser acusadas y arrestadas de un momento a otro… Y usted no lo desea, ¿verdad…? Así pues, necesito que me confirme la verdad…

Mientras hablaba, observaba al hombre, preguntándose si tendría ante sí al doctor de antaño, al presidiario testarudo, al carretero embrutecido o al asesino exacerbado de Mary Lampson.

La silueta estaba desgastada, los rasgos rudos. Pero los ojos tenían una expresión nueva, como una especie de ironía. Una tristeza infinita.

Por dos veces, Jean trató de hablar. Por dos veces se oyó un ruido semejante a un gemido animal y una saliva rosa perló los labios del moribundo.

Maigret seguía viendo la sombra de las piernas del coronel.

—Cuando fue a presidio, en aquel entonces, estaba convencido de que su mujer guardaría la promesa de seguirle allí… Es la que usted mató en Dizy…

Ni un estremecimiento. ¡Nada! La cara se le puso grisácea.

—Ella no le siguió… y usted perdió el valor… Usted, quiso olvidarse de todo, incluso de su personalidad…

Maigret hablaba más rápido, como impaciente. Tenía necesidad de terminar. Y temía sobre todo ver sucumbir a Jean durante este interrogatorio espantoso.

—La encontró por casualidad, cuando ya se había convertido en otro hombre… Fue en Meaux. ¿Verdad…?

Hubo que esperar un buen rato antes de que el carretero, con docilidad, abriera los párpados en sentido afirmativo.

La sombra de las piernas se movió. La gabarra osciló un momento ante el paso de un barco a motor.

—Ella seguía siendo la misma… Hermosa… Y coqueta… Y alegre… Estaba bailando en el puente del yate… No pensó en aquel momento en matarla… Si no, no la hubiera llevado hasta Dizy…

¿Seguía comprendiendo el moribundo todavía? Tumbado como estaba, debía ver al coronel hasta por encima de la cabeza. Pero sus ojos no decían nada. Nada, al menos, que pudiera comprenderse.

—Ella le juró seguirle a todas partes… Usted estuvo en presidio… Vivía en una cuadra… Y entonces tuvo la idea de hacerle participar de su vida tal y como estaba, con sus joyas, su rostro pintado y su traje blanco… ¿No es eso…?

Los párpados no se abatieron. Pero el pecho se elevó. Tuvo un débil movimiento. Lucas, que no podía más, se removió en su rincón.

—Es cierto. Lo intuyo —dijo Maigret rápidamente, como presa del vértigo—. Ante su mujer, Jean-el-carretero, que casi había olvidado al doctor Darchambaux, se encontró con sus recuerdos, con la vida de antaño… Y una extraña venganza se inició… ¿Venganza…? Mucho más que eso… Una oscura necesidad de bajar a su nivel a la que le prometió ser suya para toda la vida…

»Y Mary Lampson vivió tres días escondida en esta cuadra, casi por voluntad propia…

»Porque ella tuvo miedo… Miedo del recién llegado que se sentía dispuesto a todo, y que le ordenaba seguirle…

»Tanto más miedo cuando era consciente de la cobardía que cometió…

»Ella vino por sí misma… Y usted, Jean, usted, le trajo carne en conserva y vino tinto… Usted se reunió con ella dos noches seguidas, después de las interminables jornadas a lo largo del Marne…

»En Dizy…

El moribundo volvió a agitarse. Pero estaba sin fuerzas. Cayó de nuevo, amorfo y sin nervio.

—Ella debió rebelarse… No podía soportar mucho tiempo una vida así… Y usted la estranguló en un momento de furor, antes que dejarla marcharse por segunda vez… Y llevó el cadáver a la cuadra… ¿No es cierto…?

Tuvo que repetir cinco veces la pregunta antes de que los párpados se abatieran.

—Sí… —dijeron éstos con indiferencia.

Hubo un ligero ruido sobre el puente. El coronel apartaba a la bruselesa que quería acercarse. Ella obedeció, impresionada por su aire solemne.

—El camino de arrastre… Otra vez su vida a lo largo del canal… Pero usted estaba inquieto… Tenía miedo… Porque usted tiene miedo de morir, Jean… Miedo de ser cogido de nuevo… Miedo del presidio… Sobre todo, un miedo atroz a dejar sus caballos, su cuadra, su paja, el rinconcito que se ha convertido en su universo… Entonces, usted cogió la bicicleta de un esclusero… Yo le había interrogado… Usted adivinó mis sospechas…

»Vino a Dizy para hacer algo, sin importarle qué, con tal de despistarnos…

»¿Es cierto?

Jean estaba tan en calma, que pudiera creerse que estaba muerto. Su rostro sólo expresaba aburrimiento. Sin embargo, sus párpados se abatieron de nuevo.

—Cuando llegó el «Estrella del Sur» no estaba encendido,

»Creyó que todo el mundo dormía. Vio sobre el puente un gorro de marino tendido a secar… Lo cogió… Y fue a la cuadra para esconderlo en la paja… Era una manera de cambiar el curso de la investigación, de encaminarla hacia los pasajeros del yate…

»Usted no podía saber que Willy, que estaba fuera, le vio coger el gorro y que le seguía paso a paso… Le esperó a la puerta de la cuadra, y perdió un botón de la bocamanga…

»Intrigado, le siguió hasta el puente de piedra donde usted había dejado la bicicleta…

»¿Es que le llamó…? ¿O es que usted oyó ruido detrás suyo…?

»Hubo una lucha… Y usted lo mató con esos dedos terribles, que ya habían estrangulado a Mary Lampson… Arrojó el cuerpo al canal…

»Después, usted debió marchar, con la cabeza baja… Vio brillar sobre el suelo la insignia de Y. C. F… Y por casualidad, sabiendo que esa insignia podía pertenecer al coronel, la echó en el lugar de la lucha… Dígame, Darchambaux… ¿Fue así…?

—¿«Providencia», averiados? —preguntó un marinero que pasaba en una gabarra tan cerca que se vio su cabeza por encima de la borda.

Y, cosa extraña y sorprendente, los ojos de Jean se humedecieron. Bajó los párpados muy rápido, como para admitirlo todo y terminar. Oyó a la mujer explicar al que pasaba:

—Es Jean, que se ha herido… Entonces, dijo Maigret levantándose:

—Ayer por la noche, cuando le examiné las botas, comprendió que terminaría por descubrir la verdad y quiso suicidarse, echándose a la esclusa…

Pero el carretero estaba tan mal, y respiraba con tanta dificultad, que el comisario no aguardó su respuesta. Le hizo un gesto a Lucas y miró una vez más en torno suyo.

Cayó un rayo de sol oblicuo que se posaba sobre la oreja del carretero y sobre un mechón de sus cabellos.

Cuando los dos hombres salían sin encontrar nada más que decir, Jean trató de hablar una vez más con vehemencia, sin hacer caso del dolor. Se incorporó a medias sobre su lecho, con ojos enloquecidos.

Maigret no se ocupó del coronel por el momento. Llamó con un gesto a la mujer que le observaba de lejos.

—¿Y bien? ¿Cómo se encuentra? —preguntó.

—Quédese con él…

—¿Puedo…? Ya no vendrán más…

No se atrevió a terminar. Se quedó paralizada al oír las indistintas llamadas de Jean que parecía tener miedo de morir solo.

Después, de repente, echó a correr hacia la cuadra.

* * *

Vladimir, sentado en el puente, con un cigarrillo en los labios y su gorro blanco sobre la nuca, hacía un nudo.

Un agente esperaba en el muelle y Maigret le preguntó desde la gabarra:

—¿Qué ocurre?

—Tengo la respuesta de Moulins.

Le tendió un pliego que decía simplemente:

«La panadera Marie Dupin declara que tenía, en Etampes, una prima lejana llamada Céline Mornet».

Entonces Maigret miró al coronel de pies a cabeza. Llevaba su gorra blanca de ancha visera, y sus ojos apenas estaban glaucos, lo cual significaba que había bebido tan sólo un poco de whisky.

—¿Sospecha usted de «La Providencia»? —le preguntó a quemarropa.

¡Evidentemente! ¿Es que el mismo Maigret no hubiese hecho lo mismo si sus dudas no se hubieran desviado hacia los tripulantes del yate?

—¿Por qué no me dijo nada?

La respuesta fue digna del diálogo entre sir Lampson y el juez de instrucción de Dizy:

—Quería «hacerlo» por mí mismo… Aquello bastaba para indicar el desprecio del coronel por la policía.

—¿Mi mujer…? —preguntó seguidamente.

—Tal y como dijo usted, tal y como dijo Willy, era una mujer encantadora…

Maigret hablaba sin ironía. Por otra parte, estaba más atento a los rumores que llegaban de la cuadra.

Se oía un murmullo ahogado —era la voz de la mujer— que parecía consolar a un niño.

—Cuando se casó con Darchambaux ya tenía necesidad de lujo… Sin duda fue por su culpa por lo que el médico pobre ayudó a su tía a morir… No digo que ella fuera cómplice… Me limito a resaltar que fue por su culpa… Y lo sabía tan bien, que juró durante el juicio que iría a reunírsele…

»Una mujer encantadora… Que no es lo mismo que una heroína…

»El ansia de vivir fue más fuerte… Usted debe comprender esto, coronel…

Había, al mismo tiempo, sol, viento y unas nubes deslizantes. Un chaparrón podía caer de un momento a otro. La luz era equívoca.

—Pocas veces se sale con vida de presidio… Ella era bonita… La alegría estaba a sus pies… Sólo la molestaba su nombre… Entonces encontró un hombre dispuesto a casarse con ella y tuvo la idea de hacerse enviar desde Moulins la partida de nacimiento de una prima suya…

»Es muy sencillo. Tan sencillo que se habla actualmente de tomar las huellas dactilares de los recién nacidos y unirlas al registro civil…

»Ella se divorció… Y se convirtió en su mujer…

»Una mujer encantadora… Pero normal, por supuesto… Amaba la vida, ¿comprende…? Amaba la juventud, el amor, el lujo…

»Pero con unos repentinos cambios de forma de ser que la empujaban a fugas inexplicables…

»Vea usted. Estoy convencido de que siguió a Jean no por el miedo que le producían sus amenazas, sino por la necesidad de hacerse perdonar.

»El primer día, escondida en la cuadra del barco y entre los fuertes olores, debió experimentar una gran excitación, al saber que estaba purgando…

»Lo mismo que antaño cuando les gritaba a los jueces que seguiría a su marido hasta la Guayana…

»Son gente encantadora, cuyos primeros impulsos son siempre generosos o teatrales… Todos están repletos de buenas intenciones…

»Sólo que la vida, con sus cobardías, sus compromisos y sus necesidades imperiosas puede más…

Maigret hablaba sin dejar de atender a los ruidos que se producían en la cuadra, mientras seguía con la mirada los barcos que entraban y salían por la esclusa.

El coronel, delante suyo, tenía la cabeza baja. Cuando la levantó miró a Maigret con una simpatía evidente e incluso con emoción contenida.

—¿Viene a tomar una copa? —dijo señalando hacia su yate.

Lucas se mantuvo apartado.

—¿Me avisarás? —le dijo el comisario. Entre ellos no había necesidad de explicaciones.

El inspector, que había comprendido, se puso a dar vueltas silenciosamente en torno a la cuadra.

El «Estrella del Sur» estaba en orden, como si nada hubiese pasado. No había ni una mota de polvo sobre los cajones de caoba.

En medio de la mesa, una botella de whisky, un sifón y varios vasos.

—Quédate fuera, Vladimir…

Maigret tenía una sensación diferente. Ahora no estaba allí para descubrir una desagradable verdad. Estaba más a gusto, menos brutal.

Y el coronel le trataba como había tratado al señor Clairfontaine de Lagny.

—Va a morir, ¿verdad?

—De un momento a otro… Lo sabe desde ayer…

El sifón cayó suavemente. Sir Lampson pronunció con gravedad:

—¡Salud…!

Y Maigret bebió con tanta avidez como su anfitrión.

—¿Por qué se marchó del hospital?

El ritmo de las réplicas era lento. Antes de responder el comisario miró a su alrededor, observando hasta el último detalle.

—Porque…

Buscó las palabras mientras su compañero llenaba los vasos de nuevo.

—…Un hombre tiene sus ataduras… Un hombre que ha cortado todos los lazos con el pasado, con su antigua personalidad… Necesita ligarse a cualquier cosa… Encontró la cuadra… El olor… Los caballos… El café hirviendo a las tres de la mañana antes de caminar hasta la tarde… Su madriguera, si lo prefiere… Su rincón propio… lleno de un calor animal…

Maigret miró al coronel a los ojos.

Le vio volver la cabeza, y añadió mientras cogía el vaso:

—Hay muchas clases de madrigueras… Unas huelen a whisky, a colonia y a mujer… Con sus fonógrafos y…

Se calló para beber. Cuando levantó la cabeza, su compañero ya había tenido tiempo de vaciar su tercer vaso.

Y sir Lampson le miró con sus ojos desviados y le tendió la botella:

—No, gracias —rechazó Maigret.

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