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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infanill y juvenil, Intriga

El asesinato del profesor de matematicas (2 page)

—No sólo le odian algunos profes —recordó Adela—. Su ex novia también, ¿recordáis? Y el Palmiro.

El año anterior, Felipe Romero y Marta Luz, la de sociales, habían estado enrollados. Ella consiguió plaza en un centro mejor y, cuando él le dijo que prefería quedarse en el que estaba y no pedir ningún cambio aunque podía, Marta le gritó que estaba loco por escoger el colegio y no a ella, así que lo plantó llamándole monstruo y otras lindezas. En parte eso justificaba mucho al profe de mates. Los quería. Para él, aquél era «su» colegio. Lo del Palmiro era otra cosa. Se trataba de un alumno de lo más bruto, siempre metido en líos, detenido ya dos o tres veces por la policía por robar cosas y uno de los peores elementos «disruptores» —como los llamaban los profes— del centro. Cuando el Fepe lo suspendió, amenazó con pincharle las ruedas del coche, hacerle pintadas en su casa y también algo peor—, aseguró que un día le caería encima un andamio y no sabría de dónde.

—Dicen que ser periodista y profe es de lo más duro —proclamó Luc.

—Sí, la mayoría están de psiquiatra —afirmó Nico.

—Entonces, ¿por qué deben serlo? —se preguntó Adela.

—Por masocas, seguro —sonrió por primera vez Luc.

—Les va la marcha —le secundó Nico.

—Tuvieron una infancia difícil y ahora quieren vengarse —hizo lo propio Adela.

No estaban muy seguros de lo que decían, pero se sintieron confortados por sus teorías.

—Ya es la hora —volvió a la dura realidad Nico.

—No quiero aguantar las preguntas de los demás, volvamos a clase —propuso Adela.

—Qué remedio —exclamó Luc.

Se levantaron, pero no fueron por las escaleras hacia arriba. Sin decir nada caminaron en dirección a los lavabos de la planta baja envueltos de nuevo en su silencio. En su trayecto pasaron cerca del despacho del director, Mariano Fernández. Hasta ellos llegaron unas voces.

Aminoraron el paso.

Una era la del profe de mates. La otra pertenecía al propio director del centro.

—¡No, Romero, no! ¡Lo siento! ¡Es mi última palabra! —decía Mariano Fernández.

—No puede hacerlo, ¿es que no se da cuenta? —insistía Felipe Romero.

—¿Que no puedo? ¡No sabe hasta dónde soy capaz de llegar yo! ¡Las cosas son así!

—Pero no es justo.

—¡Romero, ésta no es su guerra! ¡Le juro que…!

Estaban como hipnotizados, pendientes de aquella insólita discusión, ¿o cabía llamarla pelea? Tenían los pies pegados al suelo. Lo malo fue que en ese momentó aparecieron dos profesores por el pasillo, y ellos estaban en zona peligrosa. A los aledaños del despacho de dirección y la sala de profesores los llamaban «las arenas movedizas». Cualquier profe podía salir y pegar un grito sin más, o cargárselas por algo. Tuvieron que reaccionar.

Se apartaron del lugar en que podían oír las palabras de los dos hombres. A toda prisa.

—¡Jo! —pronunció Adela su expresión más habitual.

—Pobre Fepe —alucinó Nico.

—Y el diré, ¿de qué va? —se extrañó Luc.

—¿Sabéis lo que más me asusta? —dijo Nico.

—No, ¿qué? —se interesó Adela.

—Que todo el mundo dice que cuando crezcamos y seamos mayores y maduremos y todo ese rollo… seremos como ellos —suspiró Nico.

Se observaron con aprensión. Unos segundos.

—No —acabó poniendo cara de asco Adela—. Yo no creo.

—Ni yo —movió la cabeza de arriba abajo Luc—. Nosotros no.

—Bueno —Nico se encogió de hombros.

Después de todo, faltaba una eternidad para eso.

Y antes, al día siguiente, estaba el dichoso, odiado, preocupante y funesto examen de matemáticas.

Eso sí era real.

Capítulo
(¿Cuántas ruedas tiene un triciclo?)
3

A cuadros. Era peor de lo que se había imaginado en su sueño más pesimista. Estaba a cuadros.

Adela levantó la vista de las preguntas. Había respondido sólo a dos. Eso era un cuatro. Miró en dirección a Nico, que estaba a su lado, y también hacia Luc, detrás de Nico. Los dos tenían la misma cara de angustia, de dolor de estómago recalcitrante, de mareo intenso, tez pálida, congestión ocular, cara de pasmo, como si aquello no pudiera ir con ellos. Contemplaban sus exámenes absortos.

Tal vez esperando un milagro.

En las novelas policiacas siempre aparecía una pista de última hora, un dato perdido que conducía directamente al culpable. En los libros de ciencia ficción todo se solucionaba con una batalla galáctica aquí o una invasión de alienígenas buenos allá. En los de fantasía, el mago de turno o el héroe de siempre lo solucionaba todo cuando más perdido parecía. En los cómics no fallaba una. Y en los videojuegos, siempre había un camino, o tres vidas con las que conseguirlo, o cualquier invento, atajo o truco para completar la partida.

Sólo en la vida real, y más aún en la dura realidad de las matemáticas, si no se sabía resolver un problema, no se sabía y punto. No había que darle más vueltas.

Adela suspiró. Dejó de contemplar a sus dos amigos y levantó la cabeza. Se encontró con los ojos de Felipe Romero. Eso la hizo empalidecer. Si pudiera resolver un problema más. Sólo uno.

—Cinco minutos —avisó el profesor de matemáticas.

Cinco minutos. O cien, ¿qué más daba?

Leyó el enunciado de uno de los problemas. O estaba en blanco o no lo entendía o lo intentaba y se perdía…

—¡Maldita sea! —rezongó.

Marcelina Sanjuán y Bernabé de Pedro se levantaron para entregar sus exámenes. Los primeros. Como siempre. Les sobraban cinco minutos y encima tendrían las notas más altas. ¡Qué suerte! Claro que el padre de Marcelina era físico nuclear. Seguro que eso contaba, al menos en los genes. Bernabé, en cambio, es que era así de listo. Un cerebrito.

Su único y lejano consuelo era que incluso Einstein había sido malo en matemáticas.

Pasaron los minutos finales.

—Venga, recoged —anunció Felipe Romero.

Comenzaron a levantarse todos, excepto un par que siguió escribiendo a toda prisa y ellos tres. Nico y Luc la miraron. No hacía falta decir gran cosa. Si al menos uno aprobara…

—Vamos, vamos —los apremió el profesor.

Se pusieron en pie los últimos, caminaron hasta la tarima y la mesa, y depositaron sus exámenes encima del montón de hojas escritas. Rehuyeron los ojos del maestro, pero sintieron su mirada fija en sus cuerpos.

Cuando salieron fuera no se detuvieron para enfrentarse a las preguntas de los demás, que discutían sobre el tercer problema o el resultado del cuarto, unos dando saltos por el éxito y otros lamentando el error cometido al darse cuenta ahora del detalle no apreciado. Ninguno habló hasta llegar abajo y ninguno cometió la torpeza de preguntar: «Qué tal».

—¡Jo! —se dejó llevar por los nervios Adela.

—En blanco, me he quedado en blanco con ese dichoso tercer problema. ¡Y creo que lo sabía resolver, pero…!

—A mí me ha pasado lo mismo —le dijo Luc a Nico—. Si es que no puedo. Yo del dos más dos no paso, y me importa un pito que sean cuatro o veintidós. ¿De qué sirven los quebrados en la vida real, a ver?

—¿O saber cuánto mide el radio de una circunferencia? —lo apoyó rotundo Nico.

—Estamos cateados, eso sí es un hecho —puso el dedo en la llaga Adela.

—Vamos a pasar un verano genial —se estremeció Luc.

—Y en septiembre estaremos igual —se dejó llevar por el abatimiento Nico.

—¡Toda la vida intentando aprobar este examen!

Las palabras de Adela fueron como un agujero negro que los devoró, arrastrándolos hacia la oscuridad total. Como tres almas en pena salieron del colegio y echaron a andar hacia sus casas, las tres en el mismo barrio y en la misma dirección. Lucía el sol, pero los nubarrones de su ánimo eran lo suficientemente espesos como para no dejarles ver nada. La vida era un redomado asco. Y más la del estudiante cateado.

—Ahora mi padre me preguntará cómo me ha ido— gimió Luc.

—Toma, y el mío —manifestó Nico.

—Y el mío —corroboró en último lugar Adela.

—No sé por qué se empeñan tanto en lo de las matemáticas —siguió Luc—. Mi tío Federico no sabe ni sumar, pero está forrado. Los números se los llevan los contables y los administrativos, que para eso están.

—Pues ya me dirás para qué me van a servir a mí las matemáticas si quiero ser periodista —dijo Adela.

—Desde luego son… —se quedó sin palabras Nico.

A mitad de camino estaba el solar. Era un gran espacio derruido en el que se decía que iban a construir un multicine y un aparcamiento y tal vez un centro comercial. Se decía. Lo cierto era que llevaba así muchos años, desde antes de nacer ellos tres. Y a falta de un parque cercano, porque el más próximo estaba a diez minutos al otro lado del colegio, les servía como punto de reunión y juegos.

Se metieron en él y se sentaron en sus respectivas piedras. No tenían muchas ganas de llegar a casa.

—Si por lo menos pasáramos el verano juntos —fue la primera en hablar Adela.

A ella se la llevaban sus padres al pueblo, en la sierra. Luc se marchaba a la playa. Nico era el único que no se movía.

—Me pondrán de profesor de verano a un impresentable pedante y estúpido que babea por el culo de mi hermana y se hace el notas, fanfarroneando lo que puede para impresionarla a ella y a mis padres —se hundió Luc—. Y cada tarde, mientras los demás están jugando o en la playa o leyendo o lo que sea, yo a pringar.

—A mí me dará clases mi prima, que aún es peor —le secundó Nico—. Es una pava que no veas, creída y tonta del copón —dijo tonta alargando la o con generosidad.

—Conmigo no sé lo que harán —reconoció Adela—. No estamos sobrados de dinero, y me parece mal que mis padres tengan que gastárselo por algo así, porque parezco tonta. Empiezan con lo mismo que el profe —cambió de tono y se puso a gemir diciendo—: ¡Oh, la nena, con lo lista que parece, porque tonta no es!, ¿verdad? —se recuperó y agregó—: Los mataría.

Me ponen enferma.

Dejaron de hablar. No querían quejarse más. Pero tampoco tenían ganas de jugar a nada. El mundo era un inmenso erial sin atractivos. El que hubiese inventado las matemáticas tenía que ser por fuerza un amargado, un viejo cascarrabias sin nada de provecho que hacer, uno que odiase a la humanidad entera, y más aún a los niños, porque a ver: ¿quiénes estudiaban matemáticas, los mayores? ¡Ah, no, los niños y sólo los niños! ¡Para fastidiar!

Y aún decían que eran estupendas y divertidas y…

Estaban pensando esto mismo los tres, al alimón, sintonizados mentalmente, cuando vieron el coche de Felipe Romero en la calle, circulando a velocidad muy reducida y con él asomado a la ventanilla. Parecía como si los buscase. Y al verlos, detuvo el vehículo.

—Oh, no —musitó sin apenas voz Nico.

El profesor de matemáticas bajó del Galáctico, aunque también lo llamaban el Odisea. El motivo era simple: además de las letras de rigor, el número de la matrícula era 2001, como la película de Stanley Kubrick,
2001, una odisea del espacio.
Y es que, encima, el coche se las traía. Era más viejo que Matusalén, un modelo de treinta años atrás, de cuando empezaron las combinaciones de letras y números en las matrículas.

—¿Habremos aprobado y viene a decírnoslo?

Adela y Luc miraron a Nico. Ni en su más desaforado optimismo podían imaginar tal milagro.

Aunque, desde luego, el maestro tampoco tenía aspecto de querer hurgar más en su herida.

Contuvieron la respiración hasta que llegó a su lado.

Capítulo
(16 x 1 – 12 x 1)
4

Hola.

—Hola —dijeron los tres aún expectantes.

—Pasaba por aquí y os he visto, así que…

Era mentira, les estaba buscando.

—Tenemos tres dieces y viene a hacernos la pregunta final para matrícula —logró parecer animado Nico.

Felipe Romero no dijo nada.

—¿Puedo sentarme? —inquirió.

—Claro.

Había piedras de sobra, así que escogió la más alta, que estaba casualmente situada frente a los tres. Unió las dos manos sobre las rodillas y los contempló con los labios plegados.

—Señor, Señor —suspiró profundamente.

Adela, Luc y Nico se envararon.

—¿Qué… pasa? —quiso saber ella.

—Habéis estado casi bien, ¿sabéis?

—¿Cómo que «casi» bien? —levantó una ceja Luc.

—Pues que tenéis un cuatro con dos, un cuatro con cinco y un cuatro con siete. A eso me refiero.

—¿Ya ha corregido los exámenes? —se extrañó Nico.

—Los vuestros sí.

—O sea, que hemos palmado igualmente. Por poco, pero… hemos palmado —convino Luc.

—Una pena —les dijo resignado Felipe Romero.

—Ya.

—En serio, lo digo de corazón.

—Pero no va a redondear las notas a cinco —tanteó Adela.

—No, eso no, claro.

—Entonces…

—¿Cómo fallasteis el tercer problema, Santo Dios?

No me digáis que no lo sabíais resolver.

—Si no lo hicimos, es que no lo sabíamos —se defendió Adela.

—¿Lo intentasteis?

—Sí —dijeron los tres a la vez.

—¡Pues no puedo creerlo! ¡Ya sé que me diréis que os quedasteis en blanco, pero…! ¡Por todos los planetas, es increíble! ¡Dimos eso en clase hace dos semanas!

—No era lo mismo.

—¡Sí era lo mismo, Luc! —gritó el profesor—. Con otras palabras, otra clase de pregunta y problema, pero la misma resolución. Es lo mismo dos por tres que tres por dos.

—Somos burros, vale —bajó la cabeza Nico.

—¡No sois burros! ¡Lo que pasa es que os dejáis llevar por el pánico, invadir por el miedo, abrumar por el odio hacia las matemáticas y perdéis la perspectiva!

—¿Qué perspectiva? —comenzó a protestar Luc.

—¡Que las matemáticas son un juego!

—¡Ande ya, profe! —se enfadó el mismo Luc.

—¡Oh, sí, un juego encantador! —dijo Adela.

—Si fallo en un videojuego, nadie me suspende ni me amarga la vida —apostilló Nico.

—¡Pero vosotros no le dais ninguna oportunidad, os cerráis y punto! —siguió medio gritando enfático el maestro—. Os formulan un problema y como no lo veáis al momento…, se acabó. ¿Qué pasa? ¿Tan difícil es pensar un poco? Si lo vierais como el juego que es, os acabaría gustando. ¿Qué os digo siempre?

—Que entender la pregunta ya es tener el cincuenta y uno por ciento de la resolución del problema —exhaló Adela.

—¡Exacto! Hay preguntas con trampa y preguntas sencillas, preguntas que ya te dan la respuesta y preguntas que parecen tan complicadas que con sólo eliminar lo que sobra ya te dejan el problema igualmente resuelto. ¡Pero hay que esforzarse un mínimo, leer el enunciado despacio y luego ir a lo sencillo, lo práctico! Un ejemplo: un caracol, una tortuga y una liebre hacen una carrera. Cuando los tres han recorrido un kilómetro, ¿quién ha avanzado más?

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