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Authors: Alejandro Riveiro

Tags: #Ciencia ficción

Ecos de un futuro distante: Rebelión

 

Ecos de un futuro distante: Rebelión
comienza con una sencilla premisa: La larga tranquilidad reinante en el Imperio de Ilstram se ha roto. Treinta años después del último ataque sobre su capital, Antaria, el planeta vuelve a verse sumido en el caos. El emperador Hans, acompañado de su esposa, la emperatriz Alha; Khanam, uno de los mejores científicos del imperio y su hija, Nahia, pronto descubrirán que todo forma parte de un plan perfectamente orquestado para establecer un nuevo orden en Ilstram… y en el universo entero.

A través de los ojos del frágil emperador, Hans, nos adentramos en una aventura que parte de una premisa muy sencilla, su expulsión del Imperio. A medida que la aventura avanza, el lector y los personajes cobran consciencia de la gravedad de los hechos. No es un simple derrocamiento fruto de la insatisfacción, va mucho más allá, y las repercusiones que puede tener para el universo entero si no se impide pueden ser catastróficas.

Alejandro Riveiro

Ecos de un futuro distante: Rebelión

ePUB v1.0

fjpalacios
05.04.12

Título original:
Ecos de un futuro distante: Rebelión
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© Alejandro Riveiro, 2011.

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Este libro es el fruto de más de cinco años de trabajo y esfuerzo. Sin el valioso apoyo de mi familia durante todo este tiempo, hubiera sido imposible haber llegado hasta aquí.

Tampoco puedo olvidarme de mis compañeros de trabajo y mis amigos, a los que en más de una ocasión he intentado convertir en improvisados críticos literarios.

Por todo ello, gracias. Sin vuestra ayuda este libro nunca hubiera llegado a su meta final.

Para ti, querido lector, espero que este primer tomo de Ecos de un futuro distante te haga pasar un buen rato, en la compañía de un mundo que te resulte tan cautivador en su lectura como para mí lo ha sido en su creación.

A. Riveiro.

Prólogo
Utopía

Utopía. Aquella palabra la habían utilizado los humanos decenas de miles de años atrás, en La Tierra, para hablar de un concepto que en aquella distante época, parecía inalcanzable. La paz perfecta, un mundo ideal, en el que todos vivían en armonía. Había sido tachada de idea romántica por unos, de locura por otros. Pero lo cierto, era que el Imperio de Ilstram llevaba cientos de años inmerso en la más profunda calma. Hasta el punto de que gobernantes y ciudadanos de a pie compartían sus vidas sin ningún tipo de sobresalto.

Por supuesto, existían fuerzas de seguridad, un ejército sin parangón, y el crimen había perdurado. Pero las hojas del calendario sin víctimas se contaban por decenas de miles. Aquellos habitantes no temían a sus congéneres. Aquellos gobernantes, no temían a sus ciudadanos. La función de la seguridad en el Palacio de Antaria; aquella majestuosa construcción que presidía la megalópolis desde lo alto de una montaña que se erigía, desafiante, en una esquina de la ciudad, que antaño fuera el centro; era la de protegerse ante posibles ataques exteriores. No en vano, el universo estaba lleno de especies inteligentes. Y los imperios más sanguinarios, aunque controlados, podían intentar quebrantar la tranquilidad de un mundo armonioso.

Estaba destinado a convertirse en el emperador de Ilstram. Pero quedaban muchos años hasta que llegase aquel momento, se decía a sí mismo.

—Explícamelo, Yahfrad, por qué os habéis unido al ejército. ¿Qué necesidad tenéis? —les preguntó contrariado el hijo del emperador—. Sois mis amigos. Los únicos que puedo tener. Hemos estado juntos desde el colegio…

—Por desgracia, no todos tenemos unos padres en tu misma posición… El ejército es una buena salida. Además, las batallas son lejos de aquí, nosotros nos hemos apuntado para proteger Antaria. —Le replicó su amigo. Un joven que apenas acababa de cumplir dieciocho años. Un adolescente, casi un niño, a todos efectos, en una sociedad en la que un ser humano vivía, de promedio, ciento cincuenta años.

—Y en la capital nunca pasa nada. —Añadió Ereid, el más mayor de todos, camino de los veinticinco años—. En realidad, —continuó— es el mejor trabajo que se puede conseguir ahora mismo. Sí, es cierto, hay que prepararse por si nos atacasen. Pero ni siquiera nuestros abuelos tuvieron que pelear.

—Conozco a mi padre. Le encantan las guerras. ¿Cómo sabéis que no os mandará a otros planetas a pelear por el Imperio? —les respondió él, contrariado—. No seríais los primeros, ni los últimos.

—Defenderemos a Ilstram si llegase esa situación.

—Ereid —contestó de nuevo el heredero del Imperio—. ¿Por qué ese interés en participar en la guerra? ¿Es que no os conformáis con ayudar aquí? En la ciudad siempre hay gente que necesita ayuda.

—A diferencia de ti, somos de familias humildes. No tenemos la suerte de poder elegir qué queremos hacer con nuestras vidas. O trabajamos en la mina de cristal, o nos alistamos al ejército. La vida es sencilla cuando eres uno más de la Ciudad Baja. —Le replicó.

—Pero es que no sois gente normal y corriente. —Replicó el hijo de Donan, el emperador de Antaria, visiblemente angustiado.

—Somos los amigos del hijo del emperador. Tus amigos. Pero eso no nos hace especiales a ojos de nadie más. —Dijo Yahfrad.

—Yo puedo daros una vida mejor, cuando sea emperador, lo primero que haré será conseguiros un buen puesto de trabajo. No hace falta que os dediquéis a esto.

—Despierta, hasta para transportar materiales a la luna en una nave de carga tienes que ser soldado. —Le respondió Ereid.

En realidad, sabía, mejor que nadie, que una utopía no se mantenía fácilmente. No en vano, su padre había desplazado a un enorme contingente militar a un planeta que no podía llegar a recordar, y cuyo cometido no le preocupaba particularmente. Simplemente, no estaba interesado en aquellas lides. Siempre se había fijado en las personas que vivían en Antaria. Le preocupaba mucho más cómo podía ayudarles a vivir que cualquier guerra que tuviese lugar en un sistema solar que ni siquiera conocía. No estaba interesado. Comprendía que era necesario entrar en conflicto con otros imperios cuando aquella paz se veía amenazada, pero era incapaz de comprender el desdén que su padre tenía por los habitantes de la Ciudad Baja. Su madre le había dicho que aquella era la formación que recibían los emperadores de Ilstram desde tiempos inmemoriales. Desde luego, parecía cierto, porque Donan ponía todo el empeño del mundo en transmitirle aquellos mismos conocimientos.

Pero él no, si a alguien se parecía, era a la difunta emperatriz, a Tara, su madre. De ella, se decía a sí mismo, tenía que haber adquirido aquel genuino interés por las personas. Qué otra explicación podía haber. Fue esa misma preocupación la que le llevó, varios días después, a hablar con su padre, en el balcón de mármol del Palacio. Aquel lugar que, por algún inexplicable motivo, había sido testigo de algunas de las decisiones más importantes de los emperadores que habían gobernado sobre Ilstram:

—Padre —le dijo—. Yahfrad, Ereid y los demás se han unido al ejército.

—Hacen bien, hijo. Si no fuésemos los emperadores, yo te habría animado a hacer lo mismo. —Le replicó Donan, solemnemente.—. No hay mayor honor que luchar por defendernos de los imperios que amenazan con destruir lo que nuestros antepasados construyeron.

—Quiero que les expulses. Temo por sus vidas.

Donan miró a su hijo fríamente. Aquella no era la petición que podía esperar oír del que, en un futuro, sería emperador de Ilstram. No era admisible.

—Tus amigos ya estarán en Modea, recibiendo el entrenamiento que necesitan para poder unirse al ejército. No deberías preocuparte por ellos. —Le respondió airadamente.

En realidad, Donan no era fan de aquellas charlas con su hijo. Sabía, perfectamente, que no compartía su visión sobre el destino del Imperio, y le frustraba sobremanera no conseguir que entendiese que una buena defensa militar, y un potente ejército, eran necesarios para poder garantizar el futuro de su mundo.

—No deberías preocuparte tanto por los demás, hijo mío. Si ellos han decidido alistarse en el ejército es porque creen en el Imperio, y quieren defenderlo.

—Ellos creen en el Imperio. Yo no creo en ti. —Le replicó con dureza, mientras abandonaba el balcón de mármol, ignorando los primeros copos de nieve que comenzaban a caer sobre la ciudad.

Pasaron los meses, Yahfrad, Ereid y el resto de sus amigos volvieron. Pero lo podía ver en sus caras. Ya no eran los mismos. Aquellos jóvenes alegres que él conocía habían dado paso a otros, que aunque, igualmente contentos en apariencia, habían desarrollado un fuerte sentido del deber y la protección del Imperio. Cierto era que Yahfrad ya antes de partir a Modea hablaba de lo orgulloso que le hacía sentirse el pensar en proteger a los que le rodeaban.

Pero aquella, para el hijo del emperador, no era una cuestión de orgullo, ni de deber. Ni siquiera de amor a los mundos que gobernaba su padre. La guerra, se decía, sólo traía miseria y muerte allá a donde llegaba. Estaba agradecido por el mundo en el que había nacido, pero incluso dentro del Imperio de Ilstram, otros planetas, como Cigle, estaban sufriendo condiciones mucho más severas, menos armoniosas.

A fin de cuentas, utopía no podía ser para todos.

—¿Sabes? —le dijo en una ocasión su amigo, Yahfrad—. Desde que te conocí, cuando jugábamos en el parque del palacio con la nieve… Siempre vi a un chico inquieto, y muy inteligente. Supongo que eso fue lo que me hizo ignorar que eras el hijo del emperador.

—Un niño de ocho años leyendo libros sobre economía. —Añadió Ereid—. Ni siquiera yo, con quince, había tenido la necesidad de hacerlo.

—¿Por eso te acercaste a mí? —le preguntó el joven.

—Desde luego. Con aquella edad, a los niños de ocho años les gastábamos bromas. Pero… ¿qué broma le haces a un renacuajo que está leyendo un libro sobre economía? Aquello me llamó la atención.

—Gracias a eso ahora sois mis amigos. Amigos sinceros.

—No, gracias a que no teníamos ni idea de quién eras —le dijo Yahfrad.

—Y por eso os aprecio —replicó el joven—. Porque vosotros pudisteis ver más allá de mi familia. Sois los únicos que conocéis a la persona. Si os pasase algo…

—¿Qué? —preguntó Ereid.

—No me lo perdonaría. —Musitó el joven heredero. Lo que no dijo en voz alta, fue que, cuando fuese emperador, le gustaría poder contar con ellos dos, en particular, como consejeros.

—Sabes que es muy improbable que tengamos que luchar. No deberías preocuparte tanto. —Añadió Yahfrad, intentando tranquilizarle.

Aquella, era una amistad a prueba de bombas. Si bien se relacionaba con el resto del grupo, eran Yahfrad y Ereid, sin duda alguna, con los que sentía que había llegado a crear un vínculo. Como si fuesen los hermanos que nunca había tenido. Con ellos, sentía que tenía un rumbo al que mirar más allá de ser emperador. En ocasiones, se decía, hubiera preferido ser parte de una familia modesta de la Ciudad Baja. Uno más, que pudiese pasar desapercibido entre la multitud.

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