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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (5 page)

Peter se acerca y la coge de la mano. Es un gesto más o menos involuntario, y solo después de tocarla se para a pensar si resulta ridículo o melodramático y si ella lo rechazará. Sus dedos son sorprendentemente suaves y arrugados, como los de una anciana. Le estrecha la mano con suavidad. Siguen así unos segundos y luego se separan. Si el gesto ha sido falso o excesivo, si Peter ha dramatizado, a Bette no parece importarle, al menos ahora, delante del tiburón.

Peter entra en el
loft
. Son las cuatro y cuarto. Se dirige a la cocina, deja la bolsa de la farmacia que contiene la Excedrina y el hilo dental que ha comprado por el camino (¿por qué será tan imposible salir en Nueva York sin comprar nada?), se quita la chaqueta y la cuelga. Mientras sus oídos se ajustan al peculiar y silencioso zumbido de su piso, oye la ducha. Rebecca está en casa. Bien. A menudo agradece tanto como Rebecca un poco de soledad al volver de la calle, pero ahora no, hoy no. Es difícil explicar lo que siente. Le gustaría que fuese tan sencillo como sentir lástima por Bette. Es un sentimiento más vacío que la lástima, una profunda soledad mezclada con una capa de terror inquietante, no sabe cómo llamarlo, pero quiere ver a su mujer, quiere acurrucarse a su lado, tal vez ver alguna tontería en la tele y que le den al mundo por una noche.

Peter atraviesa el dormitorio en dirección al baño. La forma borrosa y sonrosada de su mujer está detrás del vidrio esmerilado de la mampara de la ducha. Se respira su presencia en el aire y hay tiburones en el agua, pero también está Rebecca dándose una ducha, con el espejo empañado por el vapor, el baño que huele a jabón y a ese otro aroma que Peter solo acierta a llamar limpio.

Abre la mampara.

Rebecca vuelve a ser joven. Está de espaldas sobre el plato de la ducha, lleva el cabello corto, tiene la espalda fuerte y recta por la natación; está oculta por el vaho y por un instante todo parece encajar absurdamente: la mano de Bette en la de Peter, el adolescente de Rodin esperando a que lo entierre el peso de los siglos y Rebecca en la ducha desembarazándose de sus últimos veinte años, otra vez joven.

Se vuelve sorprendida.

No es Rebecca. Es Dizzy. El Desliz.

Sí. Las placas rígidas de sus pectorales, la uve de sus caderas, la pequeña mata oscura de vello púbico, la proyección marrón rosácea de su polla.

—¡Hola! —le dice cordialmente a Peter. Al Desliz no parece incomodarle lo más mínimo que Peter lo vea desnudo.

—¡Hola! —responde Peter—. Lo siento.

Da un paso atrás y cierra la mampara. Dizzy siempre ha sido muy descarado. No, simplemente es que no tiene vergüenza, igual que un sátiro, la desnudez y las funciones biológicas le cohíben tan poco que los demás parecen victorianos remilgados. Con la puerta de la mampara cerrada, Peter solo distingue la silueta carnal y rosada, y aunque sabe que es Dizzy (Ethan) se sorprende deteniéndose a pensar en la joven Rebecca (metiéndose entre las olas, quitándose un vestido blanco de algodón, de pie en el balcón de aquel hotel barato de Zurich), hasta que repara en que se ha entretenido un segundo o dos más de la cuenta —Dizzy, no vayas a pensar mal— y se da la vuelta para irse. Al hacerlo vislumbra su propia imagen, borrosa y fantasmal, deslizándose por el espejo empañado.

Su hermano

L
a familia de Rebecca es, a su manera, un territorio propio. Al casarse con ella Peter entró en él, igual que si se hubiese casado con las costumbres, las leyendas y la historia peculiar de la hija de una nación remota y pequeña. La nación de la familia Taylor podría definirse como solvente pero no rica, consagrada a la artesanía y los platos regionales, poco estricta con los horarios y los itinerarios de los trenes, y oculta entre los pliegues de una cadena montañosa lo bastante abrupta para estar protegida de los invasores, inmigrantes y la mayoría de las ideas e inventos que no produzca ella misma. Dizzy sería su santo patrón herido, cuya pálida efigie de ojos vidriosos sacan en procesión cada año por las calles hasta la plaza.

Sin embargo, antes de Dizzy… Estaba —y todavía está— la enorme y vieja casa de las buhardillas, que empezaba a estar irremediablemente empapada después del calor y la humedad acumulados de los veranos de Richmond a más de treinta grados a la sombra. Está Cyrus (profesor de lingüística, un hombre bajito, callado y seguro de sí mismo, con una cabeza que recuerda a la de Cicerón) y Beverly (pediatra, vivaz, irónica y con una desafiante indiferencia hacia los quehaceres domésticos). Y también estaban —y están— tres hijas encantadoras: Rosemary, Julianne y Rebecca, que se llevan la una a la otra cinco años. Rose era la bella, solemne, cordial, pero inaccesible, la chica a quien siempre esperaba otro chico con coche en la puerta. Julie no era tan guapa, pero sí más fácil de entretener, le gustaban los chicos, era ruidosa, divertida, campeona de gimnasia y abiertamente sensual. Y por último Rebecca, famosa gracias a sus dos hermanas mayores; Rebecca, que era bajita y pálida, con pinta de chico, la menos guapa pero la más inteligente, que tenía el mismo novio guitarrista desde que acabó la primaria, cuya feminidad se resume (al menos para Peter) en la foto del anuario escolar en la que, tocada con la corona de la fiesta de graduación y con unas flores en la mano, se ríe (quién sabe por qué, tal vez por el absurdo de estar allí) con un vestido reluciente, flanqueada por las dos damas de honor, que sonríen a la cámara y que parecen un poco bobaliconas, a pesar de toda su belleza, como si fuesen descendientes de esas chicas rollizas y «casaderas» en las que Jane Austen no estaba demasiado interesada.

Y luego, cuando Rebecca estaba a punto de terminar el instituto, cuando Julie llevaba dos años en Barnard y Rose estaba pensando en divorciarse, llegó el Desliz.

Hacía años que la madre de Rebecca se había ligado las trompas. En aquel momento tenía cuarenta y cinco y Cyrus pasaba de los cincuenta. Beverly dijo: «Debe de haber estado desesperado por nacer». Se tomaron la frase muy en serio. Era especialista en niños, pediatra, y no se andaba con tapujos.

Peter conoció a Dizzy cuando Rebecca lo llevó por primera vez a la casa de Richmond. Le intimidaba ir a ver a su familia y le avergonzaba que pudiera parecerles poco adecuado. ¿No era un poco raro que un estudiante de posgrado saliera con una alumna de uno de sus cursos, aunque hubiese esperado hasta el final del semestre? El padre de Rebecca era profesor, ¿de verdad no le importaba, como aseguraba ella?

—Calla —le dijo nada más aterrizar el avión—. Deja de preocuparte ahora mismo.

Tenía una seguridad juvenil muy embriagadora, y, con aquel acento de Virginia, parecía una enfermera en mitad de una guerra.

Prometió intentarlo.

Luego desembarcaron y vio a Julie, vital y amistosa al estilo vaquero, que les esperaba a la puerta del aeropuerto en el viejo Volvo de la familia.

Después vio la casa.

La foto que le había enseñado Rebecca lo había preparado para su decrépita grandeza —sus marañas de glicinias, y su porche profundo y sombrío— pero no para la casa en sí misma, ni para las destartaladas maravillas del vecindario: todas aquellas casas alineadas con un encantador aspecto de matrona, unas más cuidadas que otras, pero ninguna restaurada o reconstruida: al parecer eso no se estilaba en el barrio, ni probablemente en la ciudad.

—Dios mío —dijo Peter al entrar.

—¿Qué? —preguntó Julie.

—Me recuerda a
Qué bello es vivir
.

Julie miró rápidamente de reojo a Rebecca. Vaya, uno de esos chicos muy, muy inteligentes.

La verdad es que no había pretendido parecer cínico, ni siquiera inteligente. Ni muchísimo menos. Solo se estaba enamorando.

Al terminar el fin de semana, había perdido la cuenta de todas las cosas con las que se había encaprichado. En primer lugar el despacho de Cyrus —¡menudo despacho!—, con su comodísimo sillón donde uno tenía la impresión de poder sentarse a leer eternamente. Luego el aplaudido (aunque fracasado) intento de Beverly de impresionar a Peter preparando un pastel (que luego se convirtió en «el puñetero pastel incomible»). La habitación del piso de arriba de la que las chicas se habían escapado de noche, los tres gatos viejos, perezosos y señoriales, los estantes repletos de libros, viejos tableros de ajedrez, conchas de Florida, fotografías más bien descuidadas, el leve aroma de lavanda, moho y humo de la chimenea, el balancín de mimbre del porche en el que alguien había dejado un ejemplar mojado por la lluvia de
Daniel Deronda
.

Y por último Dizzy, que estaba a punto de cumplir cuatro años.

A nadie le gustaba la palabra «precoz», pues sonaba un poco siniestra, pero Dizzy, a los cuatro años, se las había arreglado para aprender a leer por su cuenta. Recordaba cualquier palabra que se pronunciara en su presencia y sabía utilizarla después en una frase, casi siempre de manera correcta.

Era un niño serio y escéptico, dado a ocasionales ataques de hilaridad, aunque era imposible predecir qué podría parecerle gracioso y qué no. Era guapo, bastante guapo, con la frente despejada y pálida, los ojos acuosos y una boca delicada y bien dibujada: en aquella época daba la impresión de que cuando creciera sería un bello príncipe o un Luis de Baviera, de frente abombada y cubierta de venillas y ojos desbordantes de sensibilidad.

Y (gracias a Dios), aparte de sus proclividades más inquietantes, tenía afectos e inclinaciones infantiles. Le encantaban los Peta Zetas y sentía una devoción inalterable por el color azul. Le fascinaba Abraham Lincoln y comprendía que había sido presidente, aunque insistía también en que tenía una fuerza sobrehumana y era capaz de hacer que crecieran árboles en la tierra yerma.

Esa noche, en la cama (la de los Taylor, supuso él), Peter le dijo a Rebecca:

—Esto tiene un encanto increíble.

—¿Qué?

—Todo. Cada persona y cada cosa.

—No es más que mi alocada familia y mi casa vieja y destartalada.

Lo decía de verdad. No era coquetería.

—No tienes idea… —dijo él.

—¿De qué?

—De lo normales que son casi todas las familias.

—¿Crees que mi familia es anormal?

—No. Normal, no es la palabra correcta. Prosaicas. Convencionales.

—No creo que nadie sea prosaico. Aunque unas personas son más excéntricas que otras.

Milwaukee, Rebecca. Orden, austeridad y una devoción por la limpieza que acaban anulando el alma. Gente decente que se esfuerza por vivir una vida decente…, en realidad no es que sean odiosos, van a trabajar, cuidan de sus propiedades y aman a sus hijos dentro de lo que cabe; pasan las vacaciones en familia, visitan a los parientes y decoran la casa en vacaciones, acumulan unas cosas y ahorran para comprar otras; son buenas personas, dentro de lo que cabe, pero si estuvieses en mi lugar y fueses el joven Pete Harris, sentirías cómo esa modestia te va erosionando, minando, y también todos esos pequeños placeres y ninguno grande ni arriesgado; nada de genio, ni de heroísmo, ningún terrible anhelo por algo que, al menos en teoría, no puedes tener. Si fueses el joven Pete Harris con su cabello lacio y sus granos te sentirías como si siempre estuvieras a punto de renunciar a la seguridad de tu vida, a su inflexible sensatez, a ese amor tan protestante por lo ordinario, a la eterna certeza de los fieles de que lo extravagante y lo macabro no solo son una amenaza, sino que —lo que es aún peor— carecen de interés.

¿Acaso es de extrañar que Matthew se fuese de allí apenas dos días después de acabar el instituto y se acostara con la mitad de los hombres de Nueva York?

No, no sigas por ahí, es pernicioso, no está bien. Milwaukee no mató a tu hermano.

—Si hubieses crecido aquí, probablemente no te parecería tan novelesco —le dijo Rebecca.

—Pues quiero que me lo parezca mientras pueda. Dizzy me ha contado la historia de Abraham Lincoln antes de cenar.

—Se la cuenta a todo el mundo.

—Y parece haberla mezclado con la de Superman y Johnny Appleseed.

—Lo sé. Tiene que esforzarse mucho. Nosotras ya no vivimos aquí, y mamá es un poco, no sé…, despistada. Lo quiere con locura. Pero nunca ha sido muy maternal. Cuando era pequeña, quienes me leían cuentos y me ayudaban a hacer los deberes y demás eran Rose y Julie.

—A Julie no le caigo bien, ¿no te parece?

—¿Por qué lo crees?

—No sé. Supongo que es una sensación.

—Es solo que es muy protectora. Y es raro, porque es la más alocada de las tres.

—¿Ah, sí?

—Bueno, probablemente ya no tanto. Pero en el instituto…

—Era muy alocada.

—Ajá.

—¿En qué sentido?

—No sé. Alocada. Se acostó con varios chicos y ya está.

—Cuéntame una historia o dos.

—¿Te estás excitando?

—Un poco.

—Es mi hermana.

—Pues cuéntame solo una.

—Lo hombres sois unos pervertidos.

—¿Y tú no?

—De acuerdo, Charlie. Solo una.

—¿
Charlie
?

—No sé por qué te he llamado así.

—Una historia, vamos.

Rebecca se tumbó con la cabeza apoyada entre las manos, delgada y masculina. Estaban en lo que los Taylor llamaban el cuarto trastero, la única habitación aparte de la de Cyrus y Beverly que tenía una cama doble. Antes había sido la habitación de los invitados, pero los Taylor tenían más trastos viejos que invitados y se habían dedicado a acumularlos, pensando que, con las debidas disculpas, siempre podrían instalar allí a algún invitado ocasional. En un extremo del cuarto, la lánguida luna de Virginia iluminaba en parte una desvencijada máquina de coser, tres pares de esquíes, una pila de cajas de cartón marcadas «Navidades», y la colección de objetos que los Taylor pensaban llevar a reparar cuando tuvieran tiempo: un increíble buró de color rosa al que le faltaban los tiradores, un montón de edredones viejos, un san Francisco de escayola desconchado que se suponía que estaba sobre un prado, un pez espada disecado (¿de dónde demonios lo habrían sacado y para qué demonios lo querrían?), y encima de uno de los estantes de arriba, como una luna extinguida, una bola del mundo que se iluminaría en cuanto alguien recordara comprar la bombilla especial que necesitaba. Había muchas más cosas, esperando como un tropel de almas en el purgatorio, en la profunda oscuridad más allá del vacilante rayo de luz que entraba por la ventana.

Algunos —muchos— habrían encontrado aquella habitación un poco desazonadora; en realidad les habría desazonado toda la casa y las vidas de los Taylor. Peter estaba hechizado. Se hallaba entre gente demasiado ocupada (con alumnos, pacientes y libros) para mantenerlo todo en orden; gente que prefería dar una fiesta en el jardín o jugar a algo por la noche que limpiar el borde de los azulejos con un cepillo de dientes (aunque los azulejos de los Taylor requerían, sin duda, un poco más de atención). Aquello era lo más opuesto a su propia infancia, a esas noches gélidas en las que acababan de cenar a las seis y media, cuando quedaban todavía cuatro horas antes de que pudieran irse a la cama.

Y a su lado estaba tumbada Rebecca, que habitaba aquella casa con la misma desenvoltura con que habitan las sirenas un barco hundido repleto de tesoros.

—De acuerdo —dijo ella—. Veamos… Una noche, en mi segundo año en el instituto…

—Cuando Julie estaba en cuarto.

—Sí. Una noche mamá y papá se habían ido y yo había salido con Joe…

—Tu novio.

—Sí. El caso es que nos peleamos…

—¿Os acostabais?

—Estábamos enamorados —respondió ella con fingida indignación.

—O sea, que sí.

—Sí. Empezamos ese verano, después del primer año.

—¿Lo hablaste con tus amigas antes de acostarte con él?

—Pues claro. ¿Prefieres que te cuente esa historia?

—Mmm, no. Sigue con la de Julie.

—De acuerdo. Julie creyó que tenía la casa para ella. No recuerdo por qué discutimos Joe y yo, pero en aquel momento me pareció terrible, y salí corriendo, pensé que estábamos rompiendo para siempre y que, a los dieciséis años, había desperdiciado los mejores años de mi vida con aquel imbécil. Abrí la puerta y nada más entrar oí el ruido.

—¿Qué ruido?

—Una especie de golpes. Provenían de la habitación que da al jardín. Igual que si alguien estuviese dando patadas contra el suelo.

—¿De verdad?

—No era idiota, sabía qué ruido se hace al tener relaciones sexuales, y, si hubiera pensado que Julie estaba follando con un chico en la habitación del jardín, la habría dejado en paz.

—Pero alguien estaba dando patadas en el suelo.

—No sabía qué era. Ni siquiera sabía que Julie estuviera en casa. Creo que si no hubiese tenido aquella terrible pelea con Joe, me habría asustado. Pero estaba tan furiosa que pensé: muy bien, si eres un loco fugado, tienes un hacha y estás dando patadas en mi casa, no sabes con quién te la estás jugando.

—Así que investigaste.

—Sí.

—¿Y qué encontraste?

—A Julie con Beau Baxter, el chico con quien estaba saliendo, y Tom Reeves, el mejor amigo de Beau.

—¿Qué estaban haciendo?

—Estaban follando.

—¿Los tres?

—Más bien los dos chicos con Julie.

—Dame más detalles.

—¿Te estás acariciando?

—Tal vez.

—Esto no está bien.

—Por eso mismo es tan excitante.

—Me siento como si estuviese traicionándola.

—Si te sirve de consuelo, ahora Julie me cae mucho mejor.

—¡Como se te ocurra coquetear con ella…!

—¡No digas bobadas! Cuéntame lo que viste al entrar en el cuarto.

—No tenía que haberte dicho nada.

—Bueno, pues dime qué eran aquellos golpes.

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