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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (2 page)

Aquélla fue la primera y la última vez que oí hablar a mi padre. En cuanto acabó su historia, cerró la boca y se acostó. En el brillo de su mirada me pareció leer la firme llamada de la muerte. Pasó la Navidad en la cama, salvo los cortos intervalos en que lo sentaban al sol a la puerta de casa los días que hacía bueno, o lo instalaban envuelto en mantas en el poyete de la chimenea, con la mirada perdida en las ascuas del hogar. En esa postura se enteró de que tres cañonazos habían seguido a la primera misa oficiada en los palacios de la Alhambra.

El año 1492 fue un año de grandes noticias y de profundos cambios, y no sólo por la caída de Granada. Las relaciones con el reino de Portugal eran excelentes, así que por primera vez en siglos daba la sensación de que la paz reinaba en la Península. Aun así, no todo fueron luces. Murió mi padre de un causón, qué otra cosa pudo ser, casi a la vez que el papa Inocencio VIII. El español Rodrigo Borja fue nombrado sucesor, y eligió el nombre de Alejandro VI para rebajar la dignidad de la silla de san Pedro hasta las mismas puertas del infierno. También fue el año en que se decretó la expulsión de los judíos. La Inquisición, cuyo objeto era la vigilancia de la fe cristiana, carecía de poder sobre ellos, pero sus orates tenían la convicción, y así se lo hicieron notar a los reyes, de que la mera existencia de las juderías hacía dudar a los tibios de corazón y alentaba a brujos y judaizantes, verdadero peligro para el pueblo de Dios. Las pruebas eran de dominio público. Aquella gente perversa era capaz de asesinar a un niño y de mezclar su sangre y su corazón con hostias consagradas, con el único objeto de provocar entre los cristianos una epidemia de rabia. Toda Europa aplaudió la decisión. Al fin y al cabo, los judíos ni siquiera eran súbditos de la Corona, tan sólo contaban con un permiso de alojamiento que podía ser revocado como ya habían hecho el resto de los reinos civilizados.

Palos era puerto de mar y no estaba tan sobrecargado de viajeros como Cádiz, así que sus caminos se poblaron de largas caravanas de desheredados que partían al destierro cargando todo lo que habían podido salvar, y de jaurías de lobos al acecho de los débiles y de los descuidados.

Uno de aquellos judíos contrató la carabela del tío para que lo llevara a Lisboa, y éste accedió a que yo los acompañara como grumete. Tenía siete años, y era mi primer viaje. Exudaba orgullo por los poros y estaba atento a todo y a todos, absorbiendo cada momento, cada olor, cada palabra con particular avidez. El viaje era largo, y pasé muchas horas con aquel judío, a quien parecía divertirle mi insaciable curiosidad. A través de sus ojos eché un primer vistazo al mundo que marcaría mi destino. Él me habló del reino de Francia, el más poderoso de la cristiandad, que no sólo había logrado expulsar a los ingleses de su suelo después de una larga guerra, sino que su influencia se notaba en el sur a través de Navarra, el Rosellón y la Cerdeña, y aspiraba a controlar Italia y el Mediterráneo occidental a través del ducado de Milán y del reino de Nápoles.

¿Cómo iba a saber yo que pocos años más tarde dejaría todo para ir precisamente a Nápoles a luchar contra los franceses? Y mucho menos que acabaría aquí, en esta playa de una isla perdida en el Mar Tenebroso.

Mi segundo nacimiento fue en las Indias, pero veinte años después de que Cristóbal Colón pisara estas islas por primera vez. Parece mentira, pero por más que lo intento no consigo recordar al genovés, ni a los hermanos Pinzón, ni a ninguno de los que abrieron la ruta hasta esta parte del mundo, y eso que estoy seguro de que los vi. Tuve que verlos. A los siete años bajaba todos los días a jugar al puerto y a la Fontanilla, donde los barcos llenaban sus pipas antes de hacerse a la mar, así que debí de cruzarme con ellos más de una vez. Debería al menos acordarme de sus barcos: la Pinta, la Niña y la Santa María, pero tampoco. Por aquel entonces pocos miraban a poniente, y menos los niños, tan llenas estaban nuestras cabezas de las fantasías de levante.

Decidí cruzar el océano mucho más tarde, en otoño de 1504, después de escuchar las más pintorescas leyendas en los campos de batalla de Nápoles. Se oía hablar de tesoros fabulosos, de perlas, de oro, de mujeres bellísimas y hombres sumisos, del Paraíso Terrenal.

Con diecinueve años cargaba ya a las espaldas una amplia experiencia del mundo. Gracias a hombres como yo el rey Fernando había ganado un reino, y a cambio, nosotros debíamos conformarnos con una espada y una bolsa de monedas de cobre. No era fácil hacerme soñar, pero tenía tan poco que perder.

Invertí todo lo que me quedaba en volver a Cádiz y en comprar pasaje, rodela y morrión; con tan parco patrimonio desembarqué tres meses después en la ciudad de Santo Domingo, en la isla La Española.

Por aquel entonces, la capital de las Indias era poco más que un campamento militar en el acceso a una ciudad sitiada.

Los españoles llegaban con hambre de riquezas y prisa por volver y escapar de estas tierras y este clima ponzoñoso. Los primeros se conformaron con lo que buenamente les entregaban los nativos: narigueras, pendientes, brazaletes.

Luego descubrieron que el oro medraba a la sombra de los bosques espesos y en los arenales de los ríos y exigieron que se cavara el monte y se hicieran bateas, fijaron cuotas y castigaron su incumplimiento. ¡Cuántas veces se les olvidaba hasta dar de comer a los indios porque resultaba más barato reponer a los muertos que alimentar a los vivos! Poesía nunca faltó, ni sentido del humor, para llamar placeres a esos mataderos.

Desde el principio tuve la sensación de haber llegado tarde. Conseguí, a mi pesar, una pequeña encomienda en la región de Jaragua, al sudoeste de la isla, y eso gracias a que hice valer el lejano parentesco que me unía con uno de los secretarios de Velázquez. Si faltaban trabajadores en los placeres, para qué hablar de los campos. Los indios morían a un ritmo más rápido de lo que tardábamos en capturarlos, y cada vez había que alejarse más para acceder a un buen repartimiento de esclavos. Pero sin mano de obra la tierra no valía nada, y si algo teníamos claro los españoles es que no atravesábamos el orbe para mirar al suelo.

Cada día me sentía más insatisfecho. Había ido a las Indias a ganar honra y fortuna, oro y honor, y a que el nombre de mi padre fuera pronunciado con el respeto que nunca gozó en su pueblo. No entraba en mis sueños languidecer a la sombra de un bohío.

La necesidad y la ambición me llevaron a participar durante cinco largos años en media docena de expediciones para capturar esclavos, y al sexto me alisté en la armada que fletó Alonso de Hojeda para ir a poblar el territorio oriental del golfo de Urabá.

Las Indias son una bestia silenciosa que devora a los hombres desde dentro. En poco tiempo vi sucumbir a Juan de la Cosa, a Alonso de Hojeda, a Martín Fernández de Enciso, a Diego de Nicuesa. La selva los invadió como un parásito, ocupó su organismo y consumió su mente. De aquella aventura sólo quedó en pie Vasco Núñez de Balboa, y precisamente a su servicio me embarqué en aquella vieja carabela junto al capitán Valdivia y veinte mil piezas de oro. Sus órdenes eran volver a Santo Domingo para comprar la voluntad del almirante Diego de Colón y reclamar a la reina en su nombre la nueva gobernación de Tierra Firme. Nunca llegamos a nuestro destino, el mar se tragó nuestros sueños.

Ahora ni siquiera me interesa saber cómo sigue todo aquello, aunque no me extrañaría oír que a estas alturas Núñez de Balboa ocupa el trono de la Castilla del Oro.

Del naufragio poco puedo decir, pues no soy marino y nada sé de derrotas, cartas y arrecifes. Recuerdo que partimos del Darién rumbo a La Española con el cuarto del alba de un día de luna llena, y que ya en alta mar, un oscuro banco de barracudas pasó junto al barco con las primeras luces del amanecer como un aviso de tormenta.

A mediodía me retiré al entrepuente a descabezar un sueño, y cuando volví a cubierta las olas se alzaban a nuestro alrededor como torres de iglesia. Tan pronto nos asomábamos sobre las espadañas a contemplar un paisaje negro e infinito, como descendíamos a sus cimientos a atisbar el fondo del abismo.

Además, una densa lluvia caía en todas direcciones fundiendo el horizonte: del cielo, por los costados, desde el mar.

Para entonces habíamos recorrido casi dos tercios de nuestro camino. El capitán mandó recoger trapo por temor a que el viento desgarrara las velas o quebrara los palos. Durante un tiempo infinito fuimos a la deriva.

De pronto el barco se frenó, cabeceó y emitió un gruñido agudo como una fiera atrapada en un cepo.

—¡Las Víboras! —oí gritar al piloto.

—¡Las Víboras! —murmuró el capitán.

Sentimos la mordida y el veneno de esos bajos extenderse por el casco. La mayoría de los marineros corrieron a turnarse en las palancas de la bomba de achique y a formar en la hilera para sacar el agua a cubos, pero la carabela se escoró tan rápido que todo esfuerzo parecía inútil. Aun así, persistieron para dar ocasión a los demás a botar los bateles de salvamento. Hernán, el grumete, salió de la cocina a tiempo de arrojar dentro de cada uno un paño con unos trozos de pan cazabe, bizcocho y un par de pellejos de agua.

Apenas habíamos liberado el primero cuando una ola enorme golpeó el costado ya inclinado de la carabela y la volteó del todo. Durante un instante perdí el conocimiento, para luego verme manoteando con un fuerte dolor de cabeza junto al veterano marinero José Fresnedo, que me sujetaba por el cuello. La mayoría de los hombres quedaron atrapados en los aparejos como cangrejos en un retel.

Oí voces lejanas y apagadas, y un frío intenso me entumeció los miembros. En un momento de lucidez pude razonar que algo me habría golpeado al girar el barco y que había sobrevivido al hundimiento, pero que mi suerte no me acompañaría mucho más. A punto de desmayarme de nuevo, noté que alguien tiraba de mí para sacarme del agua.

Amanecía cuando volví a abrir los ojos, a tiempo de ver hundirse en la distancia la quilla de la carabela como el lomo de una ballena. Me encontraba empapado y aterido, pero sorprendentemente vivo. A mi lado el capitán Valdivia asía con rabia la débil borda del batel con los puños encrespados. El oro, la esperanza, el destino en Tierra Firme, todo se iba a pique con aquel montón de inútiles aparejos. Cuando chocó contra nosotros la primera onda producida por el hundimiento. Valdivia escupió al mar y miró hacia levante. La espuma de su saliva quedó unos segundos flotando en la superficie del agua antes de desaparecer. Algo así debíamos de ser nosotros en aquel momento para el océano, un salivazo fugaz.

Trece personas, mal número, conté acurrucadas y abrazadas en el fondo de la barca; once hombres, entre marinos y soldados, y dos mujeres: María Vara y Blanca Alemán, viuda de un veterano la primera, y sirvienta la segunda.

El esposo de María había sobrevivido a los flecheros del Darién, pero no a un ataque agudo de cámaras que le tuvo doblado sobre una bacinilla cerca de tres días. El cuarto lo pasó perdido en un laberinto de alucinaciones, y al amanecer del quinto, murió. La viuda, una mujer pequeña de pelo negro, ojos oscuros y tez pálida, volvía a La Española dudando entre si hacerse cargo de las tierras asignadas a su marido en un primer momento por derecho de conquista, o venderlas, renegar de las Indias y regresar a España. Otros tomarían por ella esa decisión.

De los hombres, dos estaban heridos, uno de ellos de gravedad. Se trataba del joven Hernán, el grumete. Un hierro le había desgarrado el brazo desde el hombro hasta la muñeca, y cualquier movimiento le causaba un dolor insoportable. Aunque contábamos con dos cuchillos, nadie se decidió a amputarlo, así que Valdivia envolvió con cuidado los jirones y le sujetó el paquete al pecho. Poco más podía hacer.

El otro era marinero y se llamaba Juan de Acevedo. Tenía un arañazo en un costado, escandaloso pero superficial. El tipo era simpático y hablador, faltas nada desdeñables, aunque en aquel ambiente lúgubre casi se agradecía tanto vicio de mentiroso. Entre maldiciones y reniegos decidió dejar la herida al aire para lavarla a menudo con agua de mar.

A pesar del tiempo transcurrido, no he olvidado los nombres del resto: Francisco Salamanca, el piloto, que ni se molestó en coger la caña porque no teníamos palo, ni vela, ni brújula, ni sextante ni nada que pudiera servirnos para trazar un rumbo. Tomás Colchero, hombre de pocas palabras y mirada esquiva, de esos contra los que me había prevenido mi tío, de los que te miran las pelotas para evitar hacerlo a los ojos. Había conocido a muchos desde que me enrolé para ir a Nápoles, mejor evitar su compañía en el campo de batalla y más aún en una pelea de callejón. Julián Ternero, un vizcaíno cerrado de cara redonda y manos como las raíces de un tejo. Jerónimo de Aguilar, un ex diácono enjuto y de espalda cargada a pesar de sus pocos años, que había cambiado el misal por la espada, y Pero Fernández, un perfecto ejemplo de simple, un joven risueño y servicial con la peculiar habilidad de estar siempre del lado del más fuerte.

He dejado dos para el final, los dos que me ayudaron a mantener la cordura en los primeros días de nuestra desgracia, aquellos a quienes debo, en definitiva, la vida. El primero es José Fresnedo, mi salvador en el naufragio, oriundo de Bayona, en Galicia; y el otro Rafael Aguilera, veterano de las guerras de Nápoles, camarada en Ceriñola y Garellano. Por distintos caminos vinimos ambos a dar a La Española y a coincidir luego en el Darién. No hay día que no piense en él, creo que siempre lo echaré de menos. Nacido en San Vicente, a orillas del Cantábrico, amaba la poesía y la historia por encima de todo, hasta el punto de querer escribirla en primera persona. De hecho, si cruzó el Atlántico fue porque aquí esperaba encontrar las siete ciudades de Cíbola.

—¿Cíbola? —pregunté sorprendido la primera vez que me habló de ello cuando nos encontramos en un bodegón de Santo Domingo—. Eso es una leyenda.

—Una vieja historia —me corrigió—. Justo antes de que los moros atacaran y conquistaran la ciudad de Mérida, siete obispos escaparon llevando un inmenso tesoro y numerosas reliquias. Cada uno de ellos construyó una ciudad fantástica en una tierra lejana más allá del mundo conocido.

—Y tú crees que…

—No creo, estoy seguro. Durante mucho tiempo algunos defendieron que las siete ciudades tenían que estar en Antilia, una isla legendaria situada a occidente del Mar Océano. Otros decían que era imposible, que allí no había nada, que tal isla no existía. Y míranos ahora. Resulta que sí que hay islas habitadas en esta parte del mundo.

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