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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen

 

El Superior Glokta tiene la misión de defender una ciudad sitiada por el ejército gurko y minada por la traición, además de descubrir que ocurrió con su predecesor...

Los hombres del Norte han cruzado la frontera y han entrado a sangre y fuego en territorio de la Unión. Para detenerlos no bastará con el ejército del Rey...

Bayaz, el Primero de los Magos, conduce a un heterogéneo grupo de aventureros en una peligrosa misión por las ruinas del pasado...

Antes de que los cuelguen
ha sido elegido el libro favorito de los lectores de SFFWorld.com y estuvo entre los finalistas del SFSite en 2007.

Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen

La primera ley: libro 2

ePUB v1.2

RufusFire
28.03.12

Título original:
Before They Are Hanged

Autor:
Joe Abecrombie, 2006

Traducción:
Borja García Bercero, 2008

Editorial:
Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2008

PARTE I

«Debemos perdonar a nuestros enemigos,

pero nunca antes de que los cuelguen.»

HEINRICH HEINE

La gran niveladora

Maldita niebla. Se te mete en los ojos, no te deja ver más que un par de zancadas del terreno que tienes delante. Se te mete por las orejas, no te deja oír nada, y si acaso oyes algo, no sabes de dónde viene. Se te mete por la nariz, no te deja oler nada que no sea humedad. Maldita niebla. Es la pesadilla del explorador.

Hacía unos días que habían dejado el Norte y entrado en Angland, cruzando el Torrente Blanco, y desde entonces el Sabueso andaba con los nervios a flor de piel: explorando territorio desconocido en medio de una guerra que ni les iba ni les venía. También sus camaradas andaban inquietos. Aparte de Tresárboles, ninguno de ellos había salido nunca del Norte. Hosco tal vez sí. Pero no solía hablar de los sitios en los que había estado.

Habían pasado unas cuantas granjas incendiadas y un pueblo abandonado por sus habitantes. Las típicas construcciones de la Unión, edificios grandes, cuadrados. Habían visto huellas de caballos y de hombres. Muchas huellas, pero ni un solo hombre. El Sabueso sabía que Bethod no podía andar muy lejos; su ejército estaría desplegado por el territorio, buscando ciudades que incendiar, provisiones que robar, gente a la que matar. Sembrando la destrucción a su paso. Tendría exploradores por todas partes. Si capturaban al Sabueso, o a cualquiera de sus compañeros, volverían al barro, aunque no de forma demasiado rápida. Cruces ensangrentadas, cabezas ensartadas en picas, todas esas cosas; el Sabueso no se hacía demasiadas ilusiones al respecto.

Si los que les capturaban eran los hombres de la Unión, lo más probable es que también pudieran darse por muertos. Al fin y al cabo, aquello era una guerra, y la gente no suele pensar con demasiada claridad cuando está en guerra. El Sabueso no creía que fueran a perder el tiempo distinguiendo entre norteños amigos y enemigos. Sí, la vida estaba infestada de peligros. Había motivos de sobra para estar nervioso, y él, incluso en sus mejores momentos, era un tipo propenso al nerviosismo.

Así que no era de extrañar que la niebla fuera, por así decirlo, como sal en una herida abierta.

De tanto andar dando vueltas entre tinieblas, le había entrado sed, así que se abrió paso entre la pegajosa maleza en dirección a un lugar donde se oía el rumor de un río. Al llegar a la orilla, se arrodilló. Un suelo cenagoso el de ahí abajo, una pútrida mezcla de barro y hojarasca, pero el Sabueso no pensaba que un poco de cieno fuera a cambiar mucho las cosas; ya estaba todo lo sucio que puede llegar a estar un hombre. Haciendo cuenco con las manos, cogió un poco de agua y bebió. Entre los árboles corría una leve brisa que hacía que la niebla se abriera y se cerrara alternativamente. Fue entonces cuando el Sabueso lo vio.

Estaba tumbado boca arriba, con las piernas hundidas en el río y el tronco apoyado en la orilla. Se quedaron un rato mirándose, conmocionados, asombrados. Un largo palo sobresalía de su espalda. Una lanza rota. Fue entonces cuando el Sabueso se dio cuenta de que estaba muerto.

Escupió el agua y se arrastró hasta él, echando miradas a diestro y siniestro para asegurarse de que no había nadie esperando para soltarle un tajo por la espalda. El cadáver de un hombre de unas dos docenas de años. Cabello rubio y labios grisáceos teñidos de sangre parda. Llevaba un chaquetón guateado, hinchado por la humedad: el tipo de vestimenta que suele llevarse debajo de una cota de mallas. Un guerrero, pues. Tal vez un rezagado que había quedado separado de su unidad y había sido liquidado. Un hombre de la Unión, sin duda, aunque su aspecto no era muy distinto del del Sabueso o del de cualquier otro, ahora que estaba muerto. Todos los cadáveres se parecen.

«La gran niveladora», se dijo para sus adentros el Sabueso, que estaba en vena meditabunda. Así la llamaban los montañeses. La muerte. La que a todos iguala. A los Grandes Guerreros y a los don nadies, a los del Norte y a los del Sur. Al final nos atrapa a todos y a todos da el mismo trato.

El tipo aquel no parecía llevar muerto más que un par de días. Lo cual significaba que quienquiera que lo hubiera matado podía seguir por ahí cerca, y eso al Sabueso le inquietaba. Ahora le parecía que la niebla estaba llena de ruidos. Tal vez hubiera cientos de Caris ocultos en el bosque. O tal vez sólo fueran las aguas del río lamiendo la orilla. El Sabueso dejó al cadáver ahí tirado y se escabulló por entre los árboles, saltando de un tronco a otro a medida que sus siluetas surgían en medio de las tinieblas.

Estuvo a punto de tropezar con un cuerpo que se encontraba medio enterrado entre la hojarasca con los brazos extendidos. Luego pasó junto a otro que estaba de rodillas, con un par de flechas en el costado; la cara hundida en el barro y el culo al aire. No hay dignidad en la muerte, es un hecho. El Sabueso avivó el paso; estaba ansioso por llegar cuanto antes junto a sus camaradas para contarles lo que había visto. Ansioso por alejarse de todos aquellos malditos cadáveres.

A lo largo de su vida había visto muchos, más de los que habría deseado, pero nunca había llegado a acostumbrarse a verse rodeado de muertos. Es muy fácil convertir a un hombre en carroña. Conocía miles de formas de hacerlo. Pero una vez que se ha hecho, ya no hay vuelta atrás. Hace sólo un instante era un hombre lleno de esperanzas, pensamientos y sueños. Un hombre con amigos y familia, con un lugar del que formar parte. Y un instante después no es más que barro. Le hacía pensar al Sabueso en todos los apuros por los que había pasado, en todas las batallas y combates en los que había tomado parte. Le hacía pensar en la suerte que tenía de seguir respirando. Estúpida suerte. Le hacía pensar que la suerte podía acabársele en cualquier momento.

Ahora ya casi corría. Sin ninguna prevención. Avanzando a tumbos entre la niebla como un niñato sin experiencia. Sin tomarse su tiempo, sin ventear el aire, sin aguzar el oído. Un Gran Guerrero como él, un explorador que había recorrido todo el Norte, jamás debería haber actuado así, pero no se puede andar despierto en todo momento. Por eso no lo vio venir.

El golpe lo recibió en el costado, un golpe fuerte que le hizo caer de bruces. Se revolvió para levantarse, pero le echaron abajo de un puntapié. El Sabueso trató de resistirse, pero el cabrón aquel, quienquiera que fuera, tenía una fuerza tremenda. Casi sin darse cuenta, se encontró con la espalda aplastada contra el suelo y sin poder echarle la culpa a nadie más que a sí mismo. A él, a los cadáveres, a la niebla. Una mano se cerró sobre su cuello y empezó a comprimirle la tráquea.

—Gurgh —graznó, tentando la mano y pensando que había llegado su hora. Pensando que todas sus esperanzas se iban a convertir en barro. Que la gran niveladora al fin le había atrapado...

De pronto, los dedos aflojaron la presión.

—¿Sabueso? —le dijo una voz al oído—. ¿Eres tú?

—Gurgh.

La mano le soltó la garganta y el Sabueso aspiró una bocanada de aire. Luego sintió que le tiraban de la zamarra.

—¡Me cago en la puta, Sabueso! ¡Podría haberte matado! —Ahora reconocía la voz, vaya si la reconocía. Dow el Negro, el muy cabrón. El Sabueso se sentía a medias irritado por haber estado a punto de morir asfixiado y a medias ridículamente contento de seguir con vida. Oyó a Dow reírse de él. Una risa tan áspera como el graznido de una corneja—. ¿Estás bien?

—He tenido recibimientos más calurosos que éste —soltó con voz ronca el Sabueso, que seguía esforzándose por llevar aire a sus pulmones.

—Considérate afortunado, el recibimiento podría haber sido más frío. Frío de cojones. Te tomé por uno de los exploradores de Bethod. Pensaba que andabas más arriba, por lo alto del valle.

—Pues ya ves que no —repuso con un susurro—. ¿Dónde están los demás?

—En la cima de la colina, por encima de esta maldita niebla. Echando un vistazo.

El Sabueso señaló con la cabeza el camino por el que había venido.

—Por ahí hay cadáveres. A montones.

—¿A montones, dices? —preguntó Dow como si no creyera que el Sabueso supiera qué aspecto tenía un montón de cadáveres—. ¡Ja!

—Pocos desde luego no son. Muertos de la Unión, me parece. Creo que por aquí ha habido lucha.

Dow el Negro volvió a soltar una carcajada.

—¿Lucha? ¿Eso crees? —el Sabueso no entendía muy bien qué demonios quería decir con eso.

—Mierda —dijo.

Estaban de pie en lo alto de la colina los cinco. La niebla se había disipado, pero el Sabueso casi habría preferido que no fuera así. Ahora entendía lo que quería decir Dow, vaya si lo entendía. El valle entero estaba sembrado de cadáveres. Desperdigados por lo alto de las laderas, encajados entre las rocas, tirados entre las matas de tojo. Se desparramaban por la hierba del fondo del valle como clavos vertidos de un saco, y sus cuerpos retorcidos y mutilados llenaban el sendero de tierra. Se amontonaban junto al río, formando grandes pilas a la orilla. Brazos, piernas, restos rotos de su equipo surgían entre los últimos jirones de niebla. Estaban por todas partes. Acribillados a flechazos, acuchillados, destrozados a hachazos. Los cuervos graznaban mientras brincaban de un almuerzo a otro. Era un buen día para los cuervos. Hacía tiempo que el Sabueso no veía un verdadero campo de batalla y los recuerdos que le traía su visión eran amargos. Horriblemente amargos.

—Mierda —dijo de nuevo. No se le ocurría nada mejor que decir.

—Me imagino que las tropas de la Unión marchaban por el camino ese —un pronunciado ceño se dibujaba en el semblante de Tresárboles—. Irían deprisa. Tratando de pillar desprevenido a Bethod.

—Parece que sus exploradores no hicieron demasiado bien su trabajo —tronó Tul Duru—. Parece que fue Bethod quien les pilló a ellos.

—Tal vez hubiera niebla —terció el Sabueso—, igual que hoy.

Tresárboles se encogió de hombros.

—Tal vez. Es normal en esta época del año. La hubiera o no, el caso es que estaban en el camino, formados en columna, cansados tras un largo día de marcha. Bethod cayó sobre ellos desde aquí y desde las crestas de las colinas de allá arriba. Un diluvio de flechas, primero, para romper la formación, y luego los Caris se abalanzaron sobre ellos desde los altos, aullando como bestias y prestos para el combate. Las tropas de la Unión debieron de desbandarse muy rápido.

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