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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack

 

Historia basada en supuestos hechos reales en la que se relatan las aventuras de un grupo de estudiantes del MIT que, mediante un sofisticado método de conteo de cartas, se hicieron ricos jugando en timbas ilegales y en casinos, en mesas de blackjack de Las Vegas y otros casinos de Estados Unidos y el Caribe.

Ben Mezrich

21 Blackjack

ePUB v1.0

MacLewis
12.07.12

Título original:
Bringing down the House: the inside Story of Six MIT Students who took Vegas for Millions

Ben Mezrich, 2002.

Traducción: Agnés González Dalamau.

Editor original: MacLewis (v1.0).

ePub base v2.0

AGRADECIMIENTOS

Mi más sincero agradecimiento a Dominick Anfuso y Leslie Meredith, mis espectaculares editores de Simón & Schuster. Gracias también a Dorothy Robinson por ayudarme a superar todo el proceso editorial. Estoy en deuda con David Vigliano, mi magnífico agente, así como con Mike Harriot y Jason Sholl, de la agencia Vig's. Gracias a Brian Lipson, de Endeavor, por encabezar el proyecto en Hollywood, y a Jay Sanders, de Eagle Cove Entertainment, por entender a la perfección de qué trata esta obra.

Además, este libro no se habría hecho realidad sin el increíble apoyo y la gran experiencia de mis amigos contadores de cartas de Boston. Gracias por descubrirme un lado de Las Vegas al que la mayor parte de la gente no puede acceder.

Como siempre, agradezco a mis padres y a mis hermanos su apoyo incondicional. Y a Tonya Chen. Preciosa, brillas como el neón en mis ojos.

UNO

Eran las tres y diez de la madrugada: a juzgar por su aspecto, Kevin Lewis estaba a punto de perder el conocimiento. Tenía delante tres copas de Martini vacías y se apoyaba con los codos sobre la mesa, mirando fijamente las cartas que tenía en la mano. El crupier aún no había perdido la paciencia, por deferencia al montón de fichas moradas que había delante de las copas de Martini. Pero los otros jugadores empezaban a ponerse nerviosos. Querían que el chico hiciera su apuesta de una vez o que lo dejara por esa noche, cogiera la bolsa de deporte que tenía bajo la silla y volviera a Boston. ¿Acaso no había ganado ya bastante? ¿Qué demonios iba a hacer un estudiante universitario con treinta mil dólares?

Finalmente el crupier, percibiendo la impaciencia, dio un golpecito en el mazo de cartas y dijo:

—Tú decides, Kevin. Has tenido una racha fabulosa. ¿Vas a jugar otra partida?

Kevin intentó ocultar el temblor de sus manos. En realidad, no se llamaba Kevin; y no estaba ni siquiera un poco borracho. Tenía las mejillas coloradas porque se las había maquillado en la habitación del hotel. Y, aunque treinta mil dólares en fichas eran una cantidad suficiente para que le temblaran las manos, con eso no iba a impresionar a los que sí que sabían quién era en realidad. A ellos les interesaría mucho más la bolsa que tenía debajo de la silla.

Kevin respiró hondo para tranquilizarse. Lo había hecho centenares de veces y no había motivo alguno para pensar que esa noche sería distinto.

Cogió tres fichas de quinientos dólares y luego miró a su alrededor, como si estuviera buscando a la camarera. Con el rabillo del ojo, vio a su «observadora»: era pelirroja, bonita, llevaba una blusa escotada y exceso de maquillaje. Nadie se hubiera imaginado nunca que era ingeniera mecánica por el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y que ahora estudiaba empresariales en la Harvard Business School. Estaba lo bastante cerca de la mesa para ver cómo se desarrollaba el juego, pero lo suficientemente lejos para no despertar sospechas. Kevin la miró y esperó la señal. Si doblaba el brazo derecho, le estaría diciendo que doblara la apuesta. En caso de que cruzara los brazos, pondría en el círculo de apuestas casi todas sus fichas. Si mantenía los brazos a ambos lado del cuerpo, haría la apuesta mínima.

Pero no hizo ninguno de esos gestos: se pasó la mano derecha por el pelo.

Kevin la miró con atención para asegurarse de que lo había entendido bien. Luego empezó a recoger sus fichas a toda velocidad.

—Por hoy ya es suficiente —comunicó a la mesa, arrastrando las palabras—. No debería haberme tomado el último Martini.

La procesión iba por dentro. Volvió a mirar a su observadora. Aún se pasaba la mano por el pelo pelirrojo. «¡Dios!». En seis meses, Kevin nunca había visto a nadie hacer esa señal. No tenía nada que ver ni con las cartas ni con el preciso recuento que le había llevado a ganar treinta mil dólares en menos de una hora.

Una mano en el pelo sólo podía significar una cosa: «Sal. Muévete. ¡Inmediatamente!».

Kevin se colocó la bolsa en el hombro y, como pudo, se fue metiendo las fichas moradas en los bolsillos.

El crupier le observaba atentamente.

—¿Seguro que no quiere que se las cambie por fichas de mayor valor?

Tal vez el hombre había notado que algo andaba mal. Kevin estaba a punto de darle una propina cuando vio a los hombres trajeados. Eran tres y ya estaban en la mesa de dados de al lado. Grandes, corpulentos y con cara de pocos amigos. «No hay tiempo para cordialidades».

—No hace falta —respondió Kevin, alejándose de la mesa—. Me gusta notarlas en los bolsillos.

Se dio la vuelta y empezó a correr por el casino. Sabía que le estaban observando desde arriba: los ojos celestiales… Pero dudaba que fueran a montar una escena. Sólo trataban de proteger su dinero. Aun así, no quería correr ningún riesgo. Si esos hombres le pillaban… bueno, todo el mundo había oído alguna de esas historias. Cuartos de atrás. Tácticas de intimidación. A veces incluso violencia. Por mucho que la maquillaran, en el fondo Las Vegas seguía siendo Las Vegas.

Esa noche Kevin tuvo suerte. Salió sin problemas y se sumó al constante ir y venir de turistas que paseaban bajo las luces centelleantes de la avenida principal de Las Vegas, el Strip. Un minuto después estaba al otro lado de la calle, sentado en el banco de una parada de taxis. Tenía la bolsa de deporte sobre el regazo.

La pelirroja se dejó caer a su lado y se encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.

—Mierda, nos hemos salvado por poco. Han salido directamente de los ascensores. Seguro que te han estado observando todo el rato desde arriba.

Kevin asintió con la cabeza. Respiraba con dificultad. Tenía el pecho empapado en sudor. Era la mejor sensación del mundo.

—¿Crees que deberíamos dejarlo por hoy? —preguntó la chica.

—Vayamos al Stardust —respondió Kevin sonriendo—. Ahí aún les gusta mi cara.

Cogió la bolsa con las dos manos para notar los fajos de billetes. Un poco más de un millón de dólares, todo en billetes de cien: su dinero para apostar, suministrado parcialmente por los misteriosos inversores que le habían reclutado hacía seis meses.

Se había entrenado en casinos de prueba, montados en pisos destartalados, almacenes abandonados e incluso en las aulas del MIT. Después le habían soltado en el Strip de Las Vegas.

La mayoría de sus amigos estaba en la universidad, haciendo exámenes, bebiendo cerveza, discutiendo sobre béisbol. Él estaba en Las Vegas, pegándose la gran vida con un millón de dólares de otra persona. Tarde o temprano, todo podía venirse abajo, pero a Kevin le traía sin cuidado.

Él no había inventado el Sistema. Él no era más que uno de los pocos afortunados lo bastante listos como para sacarle provecho…

DOS

Boston, hoy en día

Veinticinco mil dólares en billetes de cien, enrollados en los muslos. Cincuenta mil dólares, en una bolsa de velero pegada al pecho con cinta adhesiva. Cincuenta mil más, metidos en los bolsillos de la chaqueta. Cien mil, acomodados en la región lumbar.

Me sentía como un híbrido entre un muñeco Michelin y un traficante de drogas. Abultado y nervioso, crucé la puerta giratoria y entré en el aeropuerto Logan. El aire acondicionado me dio una bofetada en la cara que me obligó a parar un momento para reorientarme. La terminal B estaba llena de universitarios que volvían a casa para pasar el largo fin de semana del Memorial Day: mochilas, tejanos anchos, gorras de béisbol, bolsas deportivas… Todo el mundo se movía de un lugar para otro al mismo tiempo, la danza no sincronizada de un aeropuerto estadounidense contemporáneo. Respiré hondo y me sumergí en el ir y venir de gente.

Me esforzaba por mantener la mirada baja, observando cómo se desplazaban mis mocasines oscuros por las baldosas. «Actúa con normalidad, piensa con normalidad, aparenta normalidad»… Intentaba no pensar en el nuevo BMW pegado a mi espalda. Intentaba no pensar en la entrada para un apartamento de dos habitaciones que llevaba en los bolsillos. Me concentré en parecerme al resto de la gente; quizá no era un joven universitario, pero podía pasar por un estudiante de posgrado, un profesor asociado, el hermano mayor que va al aeropuerto para ayudar con el equipaje. Una parte más de la algarabía general, un simple dato estadístico en el informe semanal del aeropuerto. «Actúa con normalidad, piensa con normalidad, aparenta normalidad…».

De repente, se levantó ante mí la versión moderna de Stonehenge: dos enormes detectores de metales flanqueados por unas cintas transportadoras que introducían una maleta tras otra dentro de una caja metálica de rayos X. Se me disparó el pulso y comprobé mentalmente que todo estuviera en su sitio. No me sobresalían billetes de las mangas, no se vislumbraban trocitos de color verde a través de los botones de mi camisa. Me puse en la cola detrás de una chica guapa y morena que llevaba unos pantalones de cintura baja; incluso me ofrecí a levantarle una enorme maleta para ponerla en la cinta. «Actúa con normalidad, piensa con normalidad, aparenta normalidad…».

—Siguiente —me indicó una mujer afroamericana alta, vestida con el uniforme gris del aeropuerto Logan.

La mujer llevaba una etiqueta identificativa en la solapa derecha, pero no pude descifrar qué decía por culpa del sudor que me empañaba los ojos. Parpadeé rápidamente, pero con normalidad, y pasé por la incorpórea puerta. Los rayos invisibles me seccionaron y diseccionaron en busca de metales. Justo cuando empezaba a respirar de nuevo, se oyó un agudo silbido metálico. Me quedé paralizado.

La mujer de uniforme me indicó que retrocediera:

—Sáquese de los bolsillos cualquier objeto metálico y vuelva a intentarlo.

Se me hizo un nudo en el estómago. Instintivamente me toqué los bultos que tenía debajo de la chaqueta. Sobre los fajos de billetes de cien, noté que había algo parecido a un enorme supositorio.

«Mierda. Me he olvidado del teléfono móvil».

Los dedos me temblaban mientras torpemente buscaba mi Nokia. Sentía los ojos de la mujer de uniforme observándome. Si me pedía que me quitara la chaqueta, estaba acabado. Vería los bultos y se armaría la de Dios. Me había pasado los últimos seis meses estudiando casos de introducción de fortunas no declaradas por los controles de seguridad de los aeropuertos y lo sabía todo sobre derecho de aduanas.

Los agentes de seguridad pueden retenerte durante cuarenta y ocho horas. Te llevan a una habitación sin ventanas y a veces te esposan a una silla. Llaman a los agentes del FBI y a la Agencia Antidroga. Te confiscan el dinero y a veces ni siquiera te dan un recibo. Para recuperarlo, harán falta abogados, cartas y comparecencias ante el juez. Tal vez seis meses, tal vez un año. Mientras tanto, los inspectores de Hacienda te azotarán como una plaga de langostas trajeadas. Tú serás quien deberá demostrar que no ibas a canjear el dinero por pequeñas bolsas de fino polvo blanco. Porque para los agentes de aduanas, el dinero huele como la cocaína. Sobre todo los billetes de cien. Leí en alguna parte que el 95 por 100 de los billetes de cien en circulación tienen pequeños rastros de cocaína incrustados en sus fibras. Eso significa que los perros adiestrados de las aduanas pueden detectar a un jugador profesional de Blackjack más rápido que a una «mula». Para los perros —y los agentes de aduanas— ambos huelen igual.

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